Cifras para enfriar la xenofobia
Por: Leon Krauze | 01 de febrero de 2012
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Desde hace algunos años he hecho un ejercicio periodístico enteramente informal. A cada oportunidad que se me presenta, pido a los gerentes de los restaurantes que he tenido el gusto (y a veces el disgusto) de visitar en Estados Unidos que me permitan echar un vistazo a su cocina. La gran mayoría accede gustosa, dada la generosidad de la cultura gastronómica. Siempre explico mi interés argumentando que algún día me gustaría administrar un pequeño bistró de diez mesas cuando la imaginación, y la pluma, no den mas de sí. Pero mi intención es otra. Lo que realmente trato de hacer en esas breves visitas a la trastienda es contar el numero de trabajadores de origen hispano que laboran en las cocinas de los restaurantes estadounidenses.
He hecho cuentas en al menos 25 ciudades. Desde Minnesota hasta Alabama, de Los Ángeles a Boston. En restaurantes de comida rápida, desayunadores, taquerías, hostales, mesas para trasnochados y uno que otro sitio digno de la pléyade Michelin. Todos tienen algo en común: dependen de la mano de obra hispana. Me sobran historias que algún día contaré con calma. Recuerdo, por ejemplo, al muchacho que llegó de Puebla a limpiar pisos en un pequeño restaurante en Brooklyn. Con el paso de los años se convirtió en un chef excepcional, casi socio de la dueña del aclamado sitio (pocas cosas he probado como los ravioles de maíz que ideó para el menú del restaurante). Hoy, el hombre es el jefe de cocina de un sitio de gran renombre, pero no tiene papeles. Si lo detienen mañana por alguna infracción de tránsito, podría ser deportado de inmediato.
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Como esa historia hay miles y miles. Vidas marcadas por la lucha, pero también por el talento. Ambas cosas, el tesón y la capacidad, han llevado a los hispanos a ser indispensables en las cocinas de la inmensa industria restaurantera en este país. En aquellas visitas informales, calculaba yo que el porcentaje de latinos trabajando en la preparación de comida en Estados Unidos debía oscilar entre 20 y 25% del personal. Resulta que no me equivoqué. De acuerdo con un estudio del Centro Pew , 20% de los cocineros profesionales en Estados Unidos son indocumentados. El número crece cuando se toma en cuenta esa otra parte de la industria, menos glamorosa pero igualmente necesaria: los meseros, lavaplatos y demás: 28% son ilegales. Como revelara el New York Times en una pieza sobre el tema, las cifras probablemente son demasiado conservadoras. Es muy difícil censar con precisión a un demográfico que vive entre las sombras. En cualquier caso, los porcentajes que comparte el centro Pew son suficientemente notables. No es necesario sacar la calculadora para concluir que, sin el talento y la mano de obra indocumentada, la industria restaurantera en Estados Unidos sufriría un colapso irreparable.
Todo esto viene a cuento por las barbaridades a las que nos han acostumbrado los aspirantes a la candidatura del partido Republicano en Estados Unidos. Para nadie es noticia que la retórica anti-inmigrante funciona a las mil maravillas cuando se trata de endulzarle el oído a la base conservadora del partido. Tampoco es un fenómeno nuevo. Estados Unidos ha atravesado antes por olas xenófobas tan severas como esta. Los migrantes italianos y los irlandeses sufrieron lo indecible en su tiempo. Lo mismo ocurre ahora con los hispanos. Pero eso no implica – o no debería implicar – una licencia para el populismo más incendiario. Bien lo decía Newt Gingrich (sorprendentemente, el más moderado de los aspirantes republicanos en el tema migratorio): el límite de la indignación debería ser la realidad.
¡Y vaya que los Republicanos han cedido a la tentación de lo irracional! Veamos sólo un ejemplo. En un intento desesperado por ganarse el favor de los conservadores, Mitt Romney, ese moderado con piel de radical que encabeza la carrera por la candidatura, ha insistido en la necesidad de deportar a los 11 millones de indocumentados que hoy viven en Estados Unidos. La idea de Romney, compartida por casi todos sus otros compañeros aspirantes, es algo que el candidato llama “auto-deportación”. Se trata del eufemismo del año. En pocas palabras, Romney planea hacerle la vida imposible a los indocumentadoa que viven aquí, con la esperanza de que hagan maletas y se devuelvan calladitos a sus países de origen. En una muestra de la más despreciable falta de humanidad, Romney prefiere no tomar en cuenta a los que ya han formado una familia en Estados Unidos o a aquellos que llegaron de pequeños a este país y, a pesar de no tener papeles, lo han hecho su patria.
Pero dejémonos de argumentos emocionales. Vuelvo, mejor, al ejercicio aquel del talento hispano en las cocinas estadounidenses. ¿Cuánto costaría a los restauranteros reemplazar una de cada cuatro plazas de trabajo en sus locales, 25% de su fuerza laboral? No hay cálculos confiables, pero el número debe de ser estratosférico. Para lo que sí hay datos fidedignos es para analizar cuánto costaría la deportación de los once millones de indocumentados que viven acá. El solo costo del proceso de detención, trámite legal y transportación de los indocumentados costaría poco menos de 300 mil millones de dólares. ¿Y qué hay de la economía estadounidense en general? ¿Cuál sería el costo de deshacerse de esos 11 millones de hombres y mujeres que trabajan los campos de sol a sol, que cocinan, que construyen, que ocupan puestos de trabajo que otros no querrían? La cifra debería ser suficiente para acabar, de una vez por todas, con la odiosa xenofobia republicana. Poner en práctica ese malhadado éxodo le costaría a la economía estadounidense cerca de tres millones de millones de dólares a lo largo de una década. La deportación masiva reduciría el PIB del país en casi 1.5%. Esa es la realidad que debe enfrentar la derecha en Estados Unidos cuando se enfrente al reto de reformar el sistema migratorio del país. Todo lo demás es populismo, ignorancia y, pero aún, un racismo que coquetea peligrosamente con modelos de limpieza étnica que desembocan en infiernos inenarrables.
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