lunes, 31 de diciembre de 2012

España S.A.

España después de España S.A.

El patrón de la crisis, que pagamos los ciudadanos, se repite: un conjunto de agentes económicos se endeuda al límite, maximiza beneficios y lo que después se demuestre inviable ya será un problema político

EVA VÁZQUEZ

Haré las reformas necesarias me cueste lo que me cueste. Haré lo que tenga que hacer aunque sea lo contrario de lo que dije. En tiempo de crisis hay que recortar; es lo que hay que hacer”. Desde mayo de 2010, llevamos asistiendo 30 meses, entre atónitos, indignados y hastiados, a un hilo continuo de declaraciones de los máximos responsables del país, con un claro mensaje conductor: no hay más remedio. El martilleo de solemnes declaraciones posibilistas nos recorta subliminalmente el derecho a pensar y entender, a discutir respuestas de fondo a preguntas fundamentales. Si era un proceso tan insostenible ¿cómo afluía a espuertas el dinero del boomeconómico? ¿A tapar qué agujeros va ahora destinado el dinero del rescate bancario?
El dinero de la burbuja fue durante años una suerte de maná con que la globalización financiera parecía haber puesto sus complacencias en España. Si observamos un globo terráqueo e imaginamos un balance de dinero mundial, encontraremos dos grupos: por un lado países que acumulan riqueza y, por otro, países que acumulan deudas. Los primeros tienen una balanza comercial y de beneficios repatriados con saldo positivo, y generan un ahorro que desean mantener invertido; al otro lado del balance, se sitúan los países que desean gastar más del ahorro que tienen, y recurren a préstamos con los primeros. Para dar una idea, en 2008, pico del ciclo económico, los países generadores de ahorro acumularon un saldo positivo de más de 1.000.000 millones de dólares (15 veces más que una década antes); de ese ahorro, aproximadamente un tercio correspondía a los países petroleros, un tercio a China y un tercio a Alemania y Japón. Eran suministradores de dinero a la economía global, el cual se dirigía, en cifras redondas, en un 80% a nueva deuda en Estados Unidos, y en un 20% a nueva deuda en la ahora llamada Europa periférica. Solo en 2008, por ejemplo, España aumentó su deuda global neta, suma de privada y pública, en 150.000 millones de dólares.
¿Por qué nadie hizo nada si era evidente que el riesgo hipotecario doblaba el de países comparables?
Para mover los billones del ahorro global que crecía vertiginosamente hacia nuevas deudas, y mantener a plena circulación la savia de las transacciones económicas, la banca internacional disparó su peso en la economía mundial, su volumen de negocio y su capacidad de atraer con altos salarios a cráneos privilegiados, para que conjugasen con nuevas fórmulas la aversión al riesgo de los inversores y el ansia de riqueza de los financiados. La efervescencia del sistema financiero internacional creó todo un sistema de burbujas conectadas: cualquier entidad bancaria aspiraba a captar la mayor deuda posible (pasivo) y conceder el mayor crédito posible (activo) para crecer en tamaño. Aguas abajo de los bancos, una generación de directivos empresariales se acostumbró a encontrar fácil financiación a cualquier proyecto; una generación de políticos se acostumbró a que la economía ya no consistiera en la gestión de recursos escasos, sino perpetuamente crecientes. Eran tiempos en que el alcalde de una gran ciudad española podía jactarse de que acometería en cuatro años obras que sus antecesores no habían hecho en 20; en los que, según declaraciones recientes del presidente de una gran constructora, se vivió una trepidante locura colectiva en el mundo empresarial español.
¿Cómo pudo llegar a sobrefinanciarse de forma tan brutal la economía española, si nuestra pertenencia al euro fijaba un límite a la deuda pública, que las Administraciones cumplieron? El gran dinero siempre encuentra fórmulas. Empezó, por ejemplo, privatizando la deuda de las inversiones públicas: una constructora muñía la financiación de un bien público (autopistas, hospitales) en concesión, a cambio de un canon anual, de forma que la deuda se transfiriese al balance de la empresa explotadora (que obtiene el beneficio, mientras transfiere el riesgo: si hay sobrecostes o ingresos menores de lo esperado, el presupuesto público corre con subir el canon o u otorgar nuevas vías de ingresos). A la vista está también cómo los errores de la gestión privada en el sector bancario deben ser asumidos por la sociedad. En otro orden, los excesos de capacidad en sectores como la electricidad, liberalizados, se traducen en mayores tarifas del servicio público. Un patrón se repite: un conjunto de agentes económicos se endeuda al límite, maximiza beneficios en lo alto del ciclo, y lo que al tiempo se demuestre que era inviable, entonces ya será un problema político.
Las raíces del boom and crash hipotecario están bien documentadas. Las entidades bancarias españolas solo financiaban con la base de depósitos de sus clientes el 20% de las hipotecas concedidas (en Francia o Alemania, el 80% de las hipotecas están financiadas sobre depósitos). Del 80% restante de financiación externa a hipotecas españolas, un 30% correspondía a un producto estándar que transfiere el riesgo al inversor extranjero; el 50% restante, en cambio, era financiación mayorista (menos del 20% en cualquier otro gran país del euro). La financiación mayorista es rotativa, sobrecolateralizada y senior, a saber: son préstamos que se deben devolver y renovar en plazos de pocos años, exigen al banco sobreavalar con lo mejor de su activo el préstamo, y tienen prioridad máxima de cobro sobre cualquier financiador. Así, los tenedores de financiación mayorista, en caso de problemas, tienen a la entidad española “cogida”: cuando llega, por ejemplo, el final de un préstamo de cinco años (con el que la entidad española ha financiado hipotecas de 30 años), si la entidad no puede devolver el principal, el acreedor tiene derecho a quedarse con lo mejor de su cartera de créditos, lo que la dejaría con mayores dificultades para hacer frente al resto de sus financiadores, bonistas o accionistas, que huyen despavoridos. “Los mercados están cerrados”.
Han faltado mecanismos democráticos sanos que hicieran de contrapeso del poder económico
Lo que viene ocurriendo en España desde hace 30 meses se puede describir como una cadena de fórmulas para mantener el sistema bancario con una respiración artificial de créditos puente del BCE, mientras los hombres de negro examinan préstamo a préstamo la situación de cada entidad y se negocia a qué ritmo socializar las pérdidas y reprivatizar los fragmentos sanos. Con sus créditos temporales, el BCE pone un cordón sanitario a los agujeros de bancos y cajas españoles para que no afecten en cadena al sistema internacional: las entidades españolas van cancelando préstamo mayorista exterior por anticipado con el dinero del BCE, y quedan endeudadas con este, erigido en el director de facto del sistema financiero español.
¿Por qué nadie hizo nada, si debía de ser evidente a ciertos niveles que el riesgo hipotecario doblaba o triplicaba el de países comparables? Según el gobernador actual, el Banco de España planteó medidas para frenar la expansión del crédito, pero el lobby bancario las rechazó de plano, aduciendo que le situarían en desventaja frente a competidores internacionales. Cabe imaginar los motivos de los directivos bancarios para desbordar cualquier límite de riesgo: lo hacía todo el mundo, los resultados eran estratosféricos y resultaba tan fácil captar dinero exterior que, si alguna vez venían mal dadas… ese día el problema ya no sería de la entidad, sería del país.
Al ciudadano común le queda la sensación de que han faltado un poder político y unos mecanismos democráticos sanos que hicieran de contrapeso al poder económico. Un país puede verse al menos de dos formas: como una zona de negocios única, España, SA para entendernos, con centros de decisión sobre impuestos y gastos identificables; y como una sociedad que comparte unos valores y avanza por un camino común. Estamos pagando crudamente la sedación de esta segunda España, en los años en que el dinero fresco distorsionó la noción del mérito y difuminó el hábito de explicar públicamente nuestras opciones. No toda decisión puede reducirse a conveniencias económicas, tan manipulables; mucho menos tras la evidencia de cómo aquello que generó nuestra prosperidad a corto plazo la estaba destruyendo a largo. “Lo que hay que hacer” es hablar más de lo justo y lo injusto, de lo que pasó y no debe volver a pasar nunca, de aquello que construye una sociedad mejor y acerca las decisiones y la rendición de responsabilidad a los ciudadanos, y aquello que no. El masivo rescate bancario podría haber marcado la caída en desgracia de cierto prepotente liberalismo celtibérico: si se consagra, en cambio, el desprestigio de la vida pública, habrá ganado su mayor batalla.
Emilio Trigueros es químico industrial y especialista en mercados energéticos.

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