No hay manera de encoger una ciudad
En Detroit, con 800.000 edificios vacíos, se han demolido rascacielos clásicos ¿Qué hacer cuando una urbe pierde gran parte de su población? El deterioro atrae a jóvenes creadores
De megalópolis a jungla semiurbana, desde sus días de gloria
automovilística, la ciudad de Detroit ha perdido el 63% de su población.
El espacio geográfico sigue siendo el mismo: 359 kilómetros cuadrados
que corren una suerte desigual. En algunos puntos, la naturaleza reclama
lo que es suyo, y reforesta, salvaje, manzanas enteras. Hay en Detroit
800.000 estructuras vacías, la mayoría en estado ruinoso. Los esfuerzos
de recuperación, privados y públicos, se concentran en algunas áreas
reducidas, que se hacen atractivas para los residentes, afeando aún más
los barrios depauperados. No hay un plan maestro. En la historia del
urbanismo, mucho se ha escrito de ampliar centros urbanos, pero poco hay
sobre el fenómeno del encogimiento de ciudades.
Es una historia común en el Medio Oeste norteamericano, zona de fríos inviernos donde lo que en su día atrajo a los pobladores fue el auge de la industrialización. Así se expandieron Cincinnati, Cleveland y Pittsburgh. Del mismo modo cayeron después de la Segunda Guerra Mundial y la década de los cincuenta. Menos fábricas y menos oportunidades de trabajo conllevaron menos población. En Detroit, muchos empleados de las factorías de coches emigraron a acaudaladas localidades en las afueras. Se produjo, además, un éxodo blanco después de los disturbios negros de 1967, para cuya contención el presidente Lyndon B. Johnson llegó a movilizar al Ejército.
“En la reducción de ciudades no hay modelos exitosos en EE UU, en parte porque hemos sido muy lentos a la hora de admitir este desafío, y en parte porque un cambio sustancial llevará mucho tiempo en culminarse”, explica Shetty Sujata, profesora en el Departamento de Geografía y Planificación de la Universidad de Toledo, en el Estado de Ohio. “Siempre se habla de ofrecer incentivos a los ciudadanos para que se muden de áreas menos pobladas de una ciudad, a otras zonas con más densidad de habitantes, para ahorrar en los gastos de servicios municipales”. Esos intentos, sin embargo, han resultado por lo general fallidos. Los ciudadanos que quedan suelen resistirse a mudarse. Y la ley suele estar de su lado.
En el pasado medio siglo no ha habido fondo que Detroit pudiera tocar. En el último censo, de 2010, se descubrió que la urbe había perdido aun otro 25% de la población en una sola década. No hay comparación posible en toda Norteamérica a esa despoblación, más allá de las masivas evacuaciones de ciudadanos en Nueva Orleans tras el paso del huracán Katrina. En el censo estadounidense de 1950, la ciudad contaba con 1,89 millones de habitantes. Según el de 2010, residen entre sus límites municipales 706.585 personas.
“El descenso de la población en una ciudad presenta muchos desafíos”, explica Justin Hollander, profesor de Políticas Urbanas y Medioambientales de la Universidad de Tufts. “Cuando una ciudad deja de crecer, se generan graves problemas. El aparato gubernamental deja de estar equipado, no puede prestar servicios, porque la base de aquellos que pagan impuestos se reduce notablemente. La ciudad se convierte en un lugar menos apetecible para vivir”.
Detroit es la segunda ciudad más violenta de EE UU, con 21,4 crímenes por cada 1.000 habitantes en 2011, según el FBI. La más violenta no se halla muy lejos: es Flint, a 110 kilómetros, también en Michigan. El desempleo es oficialmente del 18,1% (aunque las autoridades locales admiten que esa cifra está desinflada y que el índice real de paro alcanza el 50%) y un 36,2% de los residentes viven por debajo del nivel de la pobreza. Un 47% de la ciudadanía es, además, analfabeta.
“Los que se quedan en Detroit lo hacen porque no tienen más remedio que permanecer, gente con pocos recursos”, añade Hollander. “Y precisamente son la gente que más depende de unos servicios públicos que la ciudad ya no puede ofrecer. Si no tienen coche, necesitan el transporte público. Si no tienen empleo, pueden depender de subsidios públicos. Si no tienen seguro médico, buscan cobertura básica del Estado. Y cada vez, la ciudad puede ofrecer menos y menos servicios”.
El abandono de hogares es una lacra en la ciudad. Hay quienes venden sus casas por precios simbólicos. Un simbólico dólar es un precio a veces común en determinadas zonas, las más depauperadas. Las familias quieren marcharse sin mirar atrás. Desde luego, hay zonas en las que se concentra la mayoría de nuevos residentes, oasis acaudalados de corte neoyorquino, repletas de modernos lofts, como Midtown. Aun así, el stock vacío en el resto de áreas lastra las ventas medias. Según la inmobiliaria Realcomp, el precio medio de una vivienda en Detroit es de 9.000 dólares (7.000 euros).
“La despoblación también conlleva problemas sociales”, explica Brent Ryan, profesor en el Massachusetts Institute of Technology, y autor del libro Diseño después del declive: cómo América reconstruye las ciudades que se encogen. “En Detroit ha habido un incremento notable de los incendios provocados. Aumenta la criminalidad. Hay más venta de droga. Los vecindarios se convierten en inseguros. Las autoridades no pueden hacer nada. Los residentes que quedan deciden que no es seguro quedarse allí. Y acaban emigrando a los suburbios o a otros lados, ya que en EE UU los centros urbanos no tienen la misma importancia social que en Europa”.
¿Qué ciudad puede clamar como una victoria que en la llamada Noche del Diablo de este año, la de antes de Halloween, el 30 de noviembre, solo se registraran 93 incendios? La misma que en 2007 vio 147 incendios. En 1984 fueron más de 800. Hay quienes queman por pasar el rato, vandalismo supremo. Otros inician fuegos accidentales, mientras saquean las casas con sopletes, buscando cobre y metal para venderlos como chatarra.
Hay en Detroit 46 estaciones de bomberos, con un total de 881 efectivos y 248 médicos. Las arcas públicas no dan para más, y el alcalde, Dave Bing, anunció en verano el despido de 164 personas, por falta de medios. Al final los salvó un programa de ayudas federales. La media de incendios en Detroit es de 30 al día. Los Ángeles, que tiene cuatro millones de habitantes, no suele registrar más de 11. El Gobierno local de Detroit ha colocado carteles en las casas abandonadas, dos grandes ojos bajo el lema “este edificio está siendo vigilado”. El resultado: las casas abandonadas miran fijamente al transeúnte, con un efecto siniestro. Es, también, un reclamo involuntario para turistas.
Mucho se ha fotografiado últimamente la decadencia de Detroit. A algunos vecinos no les gusta. Tildan la práctica de tomar fotos de las ruinas de pornografía. Hay algo de voyerismo en la fascinación por la decadencia de los formidables edificios de Detroit. Es un turismo en sí mismo. Las ruinas aparecen ya hasta en las guías: la Estación Central de Michigan, la Planta Automotriz Packard, el Edificio Metropolitan. Entrar en ellos, para fotografiar su letárgico derrumbe, es una experiencia abrumadora, como visitar una Acrópolis.
Precisamente esa es la sensación que tuvo el fotógrafo, escritor y documentalista de origen chileno Camilo José Vergara, que en las pasadas dos décadas ha viajado frecuentemente a Detroit. En 1995 publicó un libro, El nuevo gueto americano, con una idea revolucionaria y polémica: “Propongo que, como un tónico para nuestra imaginación, como una llamada a la renovación, como un lugar dentro de nuestra memoria nacional, una docena de manzanas de rascacielos de la era anterior a la Gran Depresión se estabilice y se mantenga como ruinas. Una Acrópolis Americana”.
Pocos le escucharon. A los vecinos de Detroit, claro, les interesaba más mirar al futuro que pensar que vivían en una Acrópolis. Lo que hoy visitan los turistas en Detroit es una pálida sombra de aquel posapocalíptico escenario de los años noventa del pasado siglo. Los grandes almacenes Hudson’s se demolieron en 1998. Lo mismo sucedió en 2005 con el grandioso hotel Detroit Statler. “Ver aquello era una experiencia única. Eran edificios sublimes, de una gran belleza. Después de Nueva York y Chicago, los grandes arquitectos iban a Detroit”, explica hoy Vergara. “Eran de materiales de calidad, de un excelente diseño. Conformaban unas ruinas muy hermosas”.
Vergara, residente en Nueva York, es un meticuloso cronista de la decadencia de Detroit. Algunas de sus fotografías se exhiben ahora en el Museo Nacional de Arquitectura de Washington, bajo la rúbrica Detroit is no dry bones (Detroit no es hueso desnudo). “Ahora vemos una nueva generación de jóvenes que ve en Detroit un sitio libre, donde pueden hacer cosas que no se pueden hacer en Nueva York u otras capitales”, explica. “Muchos tienen la sensación de que pueden crear más libremente. ¿Hacer una pintada en la calle? Es poco probable que eso traiga problemas con la policía allí. Para ellos es un lugar ideal para crear”.
¿Puede el arte redimir a las ciudades que se encogen? El Proyecto Heidelberg es prueba de ello. El vecindario afroamericano de McDougall-Hunt es ya más rural que urbano. La yedra devora casas enteras. Las construcciones decrépitas dan paso a lo que a todas luces parecen praderas. Cuesta creer que se está a tres kilómetros de la sede mundial de General Motors. Y de repente, un estallido de color. Lienzos se alzan como tumbas al aire libre. Casas enteras han sido pintadas con formas abstractas. Muñecos decoran las farolas. Es un sueño entre vanguardista y naif.
Heidelberg es la protesta espontánea del artista Tyree Guyton, natural de Detroit. Creció en esa misma zona, antes de servir en Vietnam. Al regresar, vio que su ciudad quedaba arrasada por una guerra distinta, la de la despoblación. Comenzó pintando topos de colores en casas abandonadas. Luego erigió totems. Esculpió taxis con madera. Empleó casi todo lo que estaba a su alcance para convertir la decrepitud en arte. No siempre obró con libertad. Dos alcaldes ordenaron que se demoliera parte de su proyecto. Él siguió creando, y desde hace ya años se le deja en libertad. Su obra también aparece ya en las guías. Es Detroit oficial, como lo son las ruinas de la que fue gran capital de la industria automovilística.
Es una historia común en el Medio Oeste norteamericano, zona de fríos inviernos donde lo que en su día atrajo a los pobladores fue el auge de la industrialización. Así se expandieron Cincinnati, Cleveland y Pittsburgh. Del mismo modo cayeron después de la Segunda Guerra Mundial y la década de los cincuenta. Menos fábricas y menos oportunidades de trabajo conllevaron menos población. En Detroit, muchos empleados de las factorías de coches emigraron a acaudaladas localidades en las afueras. Se produjo, además, un éxodo blanco después de los disturbios negros de 1967, para cuya contención el presidente Lyndon B. Johnson llegó a movilizar al Ejército.
“En la reducción de ciudades no hay modelos exitosos en EE UU, en parte porque hemos sido muy lentos a la hora de admitir este desafío, y en parte porque un cambio sustancial llevará mucho tiempo en culminarse”, explica Shetty Sujata, profesora en el Departamento de Geografía y Planificación de la Universidad de Toledo, en el Estado de Ohio. “Siempre se habla de ofrecer incentivos a los ciudadanos para que se muden de áreas menos pobladas de una ciudad, a otras zonas con más densidad de habitantes, para ahorrar en los gastos de servicios municipales”. Esos intentos, sin embargo, han resultado por lo general fallidos. Los ciudadanos que quedan suelen resistirse a mudarse. Y la ley suele estar de su lado.
En el pasado medio siglo no ha habido fondo que Detroit pudiera tocar. En el último censo, de 2010, se descubrió que la urbe había perdido aun otro 25% de la población en una sola década. No hay comparación posible en toda Norteamérica a esa despoblación, más allá de las masivas evacuaciones de ciudadanos en Nueva Orleans tras el paso del huracán Katrina. En el censo estadounidense de 1950, la ciudad contaba con 1,89 millones de habitantes. Según el de 2010, residen entre sus límites municipales 706.585 personas.
“El descenso de la población en una ciudad presenta muchos desafíos”, explica Justin Hollander, profesor de Políticas Urbanas y Medioambientales de la Universidad de Tufts. “Cuando una ciudad deja de crecer, se generan graves problemas. El aparato gubernamental deja de estar equipado, no puede prestar servicios, porque la base de aquellos que pagan impuestos se reduce notablemente. La ciudad se convierte en un lugar menos apetecible para vivir”.
Detroit es la segunda ciudad más violenta de EE UU, con 21,4 crímenes por cada 1.000 habitantes en 2011, según el FBI. La más violenta no se halla muy lejos: es Flint, a 110 kilómetros, también en Michigan. El desempleo es oficialmente del 18,1% (aunque las autoridades locales admiten que esa cifra está desinflada y que el índice real de paro alcanza el 50%) y un 36,2% de los residentes viven por debajo del nivel de la pobreza. Un 47% de la ciudadanía es, además, analfabeta.
“Los que se quedan en Detroit lo hacen porque no tienen más remedio que permanecer, gente con pocos recursos”, añade Hollander. “Y precisamente son la gente que más depende de unos servicios públicos que la ciudad ya no puede ofrecer. Si no tienen coche, necesitan el transporte público. Si no tienen empleo, pueden depender de subsidios públicos. Si no tienen seguro médico, buscan cobertura básica del Estado. Y cada vez, la ciudad puede ofrecer menos y menos servicios”.
El abandono de hogares es una lacra en la ciudad. Hay quienes venden sus casas por precios simbólicos. Un simbólico dólar es un precio a veces común en determinadas zonas, las más depauperadas. Las familias quieren marcharse sin mirar atrás. Desde luego, hay zonas en las que se concentra la mayoría de nuevos residentes, oasis acaudalados de corte neoyorquino, repletas de modernos lofts, como Midtown. Aun así, el stock vacío en el resto de áreas lastra las ventas medias. Según la inmobiliaria Realcomp, el precio medio de una vivienda en Detroit es de 9.000 dólares (7.000 euros).
“La despoblación también conlleva problemas sociales”, explica Brent Ryan, profesor en el Massachusetts Institute of Technology, y autor del libro Diseño después del declive: cómo América reconstruye las ciudades que se encogen. “En Detroit ha habido un incremento notable de los incendios provocados. Aumenta la criminalidad. Hay más venta de droga. Los vecindarios se convierten en inseguros. Las autoridades no pueden hacer nada. Los residentes que quedan deciden que no es seguro quedarse allí. Y acaban emigrando a los suburbios o a otros lados, ya que en EE UU los centros urbanos no tienen la misma importancia social que en Europa”.
¿Qué ciudad puede clamar como una victoria que en la llamada Noche del Diablo de este año, la de antes de Halloween, el 30 de noviembre, solo se registraran 93 incendios? La misma que en 2007 vio 147 incendios. En 1984 fueron más de 800. Hay quienes queman por pasar el rato, vandalismo supremo. Otros inician fuegos accidentales, mientras saquean las casas con sopletes, buscando cobre y metal para venderlos como chatarra.
Hay en Detroit 46 estaciones de bomberos, con un total de 881 efectivos y 248 médicos. Las arcas públicas no dan para más, y el alcalde, Dave Bing, anunció en verano el despido de 164 personas, por falta de medios. Al final los salvó un programa de ayudas federales. La media de incendios en Detroit es de 30 al día. Los Ángeles, que tiene cuatro millones de habitantes, no suele registrar más de 11. El Gobierno local de Detroit ha colocado carteles en las casas abandonadas, dos grandes ojos bajo el lema “este edificio está siendo vigilado”. El resultado: las casas abandonadas miran fijamente al transeúnte, con un efecto siniestro. Es, también, un reclamo involuntario para turistas.
Mucho se ha fotografiado últimamente la decadencia de Detroit. A algunos vecinos no les gusta. Tildan la práctica de tomar fotos de las ruinas de pornografía. Hay algo de voyerismo en la fascinación por la decadencia de los formidables edificios de Detroit. Es un turismo en sí mismo. Las ruinas aparecen ya hasta en las guías: la Estación Central de Michigan, la Planta Automotriz Packard, el Edificio Metropolitan. Entrar en ellos, para fotografiar su letárgico derrumbe, es una experiencia abrumadora, como visitar una Acrópolis.
Precisamente esa es la sensación que tuvo el fotógrafo, escritor y documentalista de origen chileno Camilo José Vergara, que en las pasadas dos décadas ha viajado frecuentemente a Detroit. En 1995 publicó un libro, El nuevo gueto americano, con una idea revolucionaria y polémica: “Propongo que, como un tónico para nuestra imaginación, como una llamada a la renovación, como un lugar dentro de nuestra memoria nacional, una docena de manzanas de rascacielos de la era anterior a la Gran Depresión se estabilice y se mantenga como ruinas. Una Acrópolis Americana”.
Pocos le escucharon. A los vecinos de Detroit, claro, les interesaba más mirar al futuro que pensar que vivían en una Acrópolis. Lo que hoy visitan los turistas en Detroit es una pálida sombra de aquel posapocalíptico escenario de los años noventa del pasado siglo. Los grandes almacenes Hudson’s se demolieron en 1998. Lo mismo sucedió en 2005 con el grandioso hotel Detroit Statler. “Ver aquello era una experiencia única. Eran edificios sublimes, de una gran belleza. Después de Nueva York y Chicago, los grandes arquitectos iban a Detroit”, explica hoy Vergara. “Eran de materiales de calidad, de un excelente diseño. Conformaban unas ruinas muy hermosas”.
Vergara, residente en Nueva York, es un meticuloso cronista de la decadencia de Detroit. Algunas de sus fotografías se exhiben ahora en el Museo Nacional de Arquitectura de Washington, bajo la rúbrica Detroit is no dry bones (Detroit no es hueso desnudo). “Ahora vemos una nueva generación de jóvenes que ve en Detroit un sitio libre, donde pueden hacer cosas que no se pueden hacer en Nueva York u otras capitales”, explica. “Muchos tienen la sensación de que pueden crear más libremente. ¿Hacer una pintada en la calle? Es poco probable que eso traiga problemas con la policía allí. Para ellos es un lugar ideal para crear”.
¿Puede el arte redimir a las ciudades que se encogen? El Proyecto Heidelberg es prueba de ello. El vecindario afroamericano de McDougall-Hunt es ya más rural que urbano. La yedra devora casas enteras. Las construcciones decrépitas dan paso a lo que a todas luces parecen praderas. Cuesta creer que se está a tres kilómetros de la sede mundial de General Motors. Y de repente, un estallido de color. Lienzos se alzan como tumbas al aire libre. Casas enteras han sido pintadas con formas abstractas. Muñecos decoran las farolas. Es un sueño entre vanguardista y naif.
Heidelberg es la protesta espontánea del artista Tyree Guyton, natural de Detroit. Creció en esa misma zona, antes de servir en Vietnam. Al regresar, vio que su ciudad quedaba arrasada por una guerra distinta, la de la despoblación. Comenzó pintando topos de colores en casas abandonadas. Luego erigió totems. Esculpió taxis con madera. Empleó casi todo lo que estaba a su alcance para convertir la decrepitud en arte. No siempre obró con libertad. Dos alcaldes ordenaron que se demoliera parte de su proyecto. Él siguió creando, y desde hace ya años se le deja en libertad. Su obra también aparece ya en las guías. Es Detroit oficial, como lo son las ruinas de la que fue gran capital de la industria automovilística.
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