Un cadáver que esperó 15 años
Alberto Rodríguez, un pintor santanderino emigrado a Francia, llevaba tres lustros muerto en su cama cuando fue descubierto en una casa del centro de Lille.
Una viuda le hizo millonario
Un par de zapatillas espera todavía silenciosamente, al pie de la
cama. En la habitación de tres metros por cuatro, una mesa plegable hace
las veces de mobiliario; dos abrigos y tres chaquetas están tirados
aquí y allí. En el cuarto de baño, una placa eléctrica quedó al borde de
la bañera, sin duda para hervir agua en ella. Allí fue hallado Alberto
Rodríguez, el 19 de octubre, con un pijama gris de rayas, la cabeza
sobre la almohada y los brazos caídos a un lado y a otro de su pequeña y
estrecha cama. Más exactamente, así es como fue descubierta su momia,
en el primer piso de una casa de ciudad, en uno de los barrios más
bohemios del casco antiguo de Lille.
Con demasiada frecuencia, las personas mayores mueren solas y olvidadas. Pero Alberto Rodríguez es un caso muy poco común. Falleció hace al menos 15 años. El año 1997 es el que aparece escrito en las últimas cartas recibidas en el número 9 de la calle Saint-Jacques, como dan fe los sellos. Una de ellas fue enviada el 15 de enero de 1997 por la Tesorería de la Seguridad Social. Entre los prospectos, también se descubrió un recibo de la luz del 6 de febrero de 1997 y, fechado cuatro días más tarde, un correo de la caja de pensiones. Cuando los agentes de la unidad de edificios en amenaza de ruina entraron en la casa, hacía por lo menos 15 años que el anciano dormía en su habitación sarcófago.
A los vecinos empezaba a parecerles extraña esta vivienda siempre cerrada e invadida por telas de araña. Una casa de autor de 1880 de estilo art déco —una “casa Pagnerre”, como dicen los entendidos, en referencia al estilo de Gabriel Pagnerre, en el que se inspira el caserón— y firmada por un arquitecto local cuya construcción más notable fue el casino de Malo-les-Bains, en el norte. En el tercer piso, las palomas entran y salen por uno de los cristales que llevan años rotos, o por la vidriera deteriorada. “En verano, en mi terraza, me entraba miedo”, recuerda Elisabeth Chevanne, una abogada cuyo despacho en el número 7 de la calle Saint-Jacques está pegado a la casa. “Me decía: ‘esos pájaros son malos, se parecen a los de Hitchcock”.
Cuando finalmente los servicios del Ayuntamiento, alertados por la vecina abogada que se quejaba desde hacía 10 años de problemas de filtraciones, forzaron la puerta, nadie estaba totalmente seguro de que el esqueleto fuese el del “pintor-decorador-vidriero” de edificios que llegó al norte después de la guerra. En la cabecera de la cama se encontró una tarjeta de la Seguridad Social a nombre de Alberto Rodríguez, “nacido el 7 de agosto de 1921 en Santander, España”. El 5 de diciembre, los médicos forenses anunciaron por fin que “unas particularidades en la nariz” permitían afirmar “con una seguridad del 99,9%” que el esqueleto era efectivamente el del propietario del lugar: “La forma del seno” fue comparada con una radiografía del cráneo de Alberto Rodríguez encontrada en la casa, según el investigador.
Al conocerse la noticia, todo el barrio quedó sumido en el arrepentimiento, disertando sobre esas Administraciones inhumanas, capaces, como Hacienda, de hipotecar una casa sin enviar a un agente a comprobar si está efectivamente habitada. El agua se cortó en 1996 y la luz en 1997, y su cuenta bancaria se cerró en 1999, por falta de movimientos. Muchas personas han escrito en blogs sobre esta sociedad ciega capaz de olvidarse de un hombre durante 20 años en el centro de una de las ciudades más importantes de Francia. La noche en que se descubrió el cuerpo, como para expiar el olvido en el que había estado sumido el anciano, los transeúntes depositaron velas en el umbral de su puerta. Al otro lado de la manzana de casas, el sensible Camille Stopin, “ebanista de padres a hijos desde 1860”, se apuntó a Vecinos Solidarios.
En la habitación del difunto no se halló “ningún indicio de pelea o de allanamiento por la fuerza”, según el atestado policial. Solo, al pie de la cama, un barreño blanco, recubierto por un sedimento negro, hizo que planeara durante unas horas la sombra de un envenenamiento, antes de que se decidiera que el pintor de edificios debió de morir enfermo, vomitando.
En cualquier caso, la momia encierra otro misterio: Alberto Rodríguez
era rico. Primero, porque la estrecha casa de tres pisos, en el centro
de la ciudad, cerca de la iglesia de la Treille, es bien inmobiliario
con gran valor. “En 1986, cuando compré, el barrio era un poco
conflictivo”, recuerda la vecina abogada, instalada en un antiguo
convento de “chicas arrepentidas”. Un burdel de la calle, Le Panier
Fleuri, es ahora un palacete. Un poco más lejos, una librería ocupa el
lugar de un antiguo prostíbulo. “Era el barrio de las casas de citas”,
confirma Bernard Coussée, autor en 1993 de una pequeña historia de la
prostitución de Lille, “y es probable que, sin ser un burdel, esta casa
haya servido de lugar de encuentro”. Hoy en día, hace soñar.
El pintor español no solo tenía esta propiedad en la calle de Saint-Jacques, sino que poseía un pequeño parque inmobiliario. En un testamento ológrafo, Lucie Chanat, viuda de Emile Caron, casquero de profesión, lo convirtió en su heredero universal, lo que le otorgaba la famosa casa art déco; otra en la ciudad vieja de Lille, en el número 3 de la calle des Patiniers; un inmueble en Fives de 362 metros cuadrados, hoy ocupado por una caja de ahorros, y, quizá, “una herencia en la región parisina”.
Cuando falleció Lucie Chanat, el 11 de noviembre de 1971, el cortejo fúnebre llevó a la anciana de 90 años, viuda desde hacía cerca de 20, al panteón familiar, en el cementerio Este de Lille. La generosa legataria descansa allí con su madre y su marido, Emile Caron, bajo una cruz y una jardinera desvencijada. Nadie consideró oportuno grabar sobre el mármol rosa la fecha del fallecimiento de la benefactora: Lucie Chanat, 1881-19.
Casada a los 18 años, Lucie Chanat se quedó viuda a los 73. Alberto tenía entonces 33 años. ¿Qué relación entablaron estas dos personas para que esta misteriosa dama acabase por convertirlo en su único heredero? Los más románticos sueñan con una historia de amor. Una cofradía formada por dos genealogistas, los mejores sabuesos de la prensa local, unos notarios, la Embajada española y el grupo de apoyo judicial de Lille, se ha propuesto esclarecer el misterio del que llaman “Alberto”. Todos los documentos, ya sean del catastro, de arrendamientos, de escrituras de venta o expedientes médicos sirven para tratar de resolver el misterio del pintor español descrito por los vecinos como alguien “bien parecido”, pero no muy simpático, e incluso gruñón.
Un antiguo vecino llamó por teléfono a La Voix du Nord diciendo que recordaba que “trabajaba para comercios del barrio. Cuando había bebido un trago, todo iba bien, y se mostraba incluso jovial”. Veinte años más tarde, su vecina, la señora Chevanne, le describe de una forma mucho menos amable: “Veía a un hombrecillo que entraba y salía rayando con sus llaves las puertas de los coches que estaban mal aparcados delante de su casa. En mi opinión, no vivía ahí”. A unos números de allí, en el taller Leclercq, de “restauración de cuadros” se acuerdan de que un antiguo ebanista de la calle hablaba de un hombre salvaje con “una nariz grande”.
Se ha pedido a la ciudad de Santander que busque a algún familiar —con vistas a la herencia— de este pintor, hijo de Salustiano Rodríguez y de Concepción Martínez, que llegó a Francia el 4 de junio de 1948, a los 27 años, con un permiso de trabajo. Pero nada. Sin éxito. No hay ningún rastro del tal Alberto Rodríguez. “La partida de nacimiento ha podido quemarse”, suspira el genealogista sucesorio Pierre Kerlévéo, a quien apasiona el caso. “Aquel año, la ciudad vieja de Santander fue prácticamente destruida por un tornado, seguido de un incendio, que dejó a 22.000 personas sin techo”.
Sin embargo, el genealogista encontró un documento precioso: la escritura de venta de la casa Pagnerre preparada por un notario para el 30 de abril de 1991. Está claro que Alberto se disponía a desprenderse por 350.000 francos del número 9 de la calle Saint-Jacques. Pero, a las 11 de la mañana del día fijado para la firma, el pintor jubilado no se presenta ante el notario. La compradora, alemana, que había pedido un préstamo para la ocasión, le espera en vano.
¿Qué ha sido de la señora Lejeune-Wermer, una profesora nacida en 1943 que vivía en la calle del Pont-Neuf? Un detective trata de encontrarla al otro lado del Rin. Solo la señora Lejeune-Wermer podría explicar por qué se truncó la venta en 1991. ¿Había muerto Alberto unos días antes en su cama, vestido con su pijama gris? “Un personaje esquivo, una partida de nacimiento española que no se encuentra, una mujer casada a los 18 años y que lega su fortuna a un hombre 40 años más joven que ella, una escritura de venta destinada a una alemana... Nada es normal, y todo acaba por convertirse en extraordinario”, resume el especialista Pierre Kerlévéo quien, si pudiese, lanzaría un aviso de búsqueda y realizaría programas de telerrealidad en España, en Francia y en Alemania. Continuará...
Con demasiada frecuencia, las personas mayores mueren solas y olvidadas. Pero Alberto Rodríguez es un caso muy poco común. Falleció hace al menos 15 años. El año 1997 es el que aparece escrito en las últimas cartas recibidas en el número 9 de la calle Saint-Jacques, como dan fe los sellos. Una de ellas fue enviada el 15 de enero de 1997 por la Tesorería de la Seguridad Social. Entre los prospectos, también se descubrió un recibo de la luz del 6 de febrero de 1997 y, fechado cuatro días más tarde, un correo de la caja de pensiones. Cuando los agentes de la unidad de edificios en amenaza de ruina entraron en la casa, hacía por lo menos 15 años que el anciano dormía en su habitación sarcófago.
A los vecinos empezaba a parecerles extraña esta vivienda siempre cerrada e invadida por telas de araña. Una casa de autor de 1880 de estilo art déco —una “casa Pagnerre”, como dicen los entendidos, en referencia al estilo de Gabriel Pagnerre, en el que se inspira el caserón— y firmada por un arquitecto local cuya construcción más notable fue el casino de Malo-les-Bains, en el norte. En el tercer piso, las palomas entran y salen por uno de los cristales que llevan años rotos, o por la vidriera deteriorada. “En verano, en mi terraza, me entraba miedo”, recuerda Elisabeth Chevanne, una abogada cuyo despacho en el número 7 de la calle Saint-Jacques está pegado a la casa. “Me decía: ‘esos pájaros son malos, se parecen a los de Hitchcock”.
Cuando finalmente los servicios del Ayuntamiento, alertados por la vecina abogada que se quejaba desde hacía 10 años de problemas de filtraciones, forzaron la puerta, nadie estaba totalmente seguro de que el esqueleto fuese el del “pintor-decorador-vidriero” de edificios que llegó al norte después de la guerra. En la cabecera de la cama se encontró una tarjeta de la Seguridad Social a nombre de Alberto Rodríguez, “nacido el 7 de agosto de 1921 en Santander, España”. El 5 de diciembre, los médicos forenses anunciaron por fin que “unas particularidades en la nariz” permitían afirmar “con una seguridad del 99,9%” que el esqueleto era efectivamente el del propietario del lugar: “La forma del seno” fue comparada con una radiografía del cráneo de Alberto Rodríguez encontrada en la casa, según el investigador.
Al conocerse la noticia, todo el barrio quedó sumido en el arrepentimiento, disertando sobre esas Administraciones inhumanas, capaces, como Hacienda, de hipotecar una casa sin enviar a un agente a comprobar si está efectivamente habitada. El agua se cortó en 1996 y la luz en 1997, y su cuenta bancaria se cerró en 1999, por falta de movimientos. Muchas personas han escrito en blogs sobre esta sociedad ciega capaz de olvidarse de un hombre durante 20 años en el centro de una de las ciudades más importantes de Francia. La noche en que se descubrió el cuerpo, como para expiar el olvido en el que había estado sumido el anciano, los transeúntes depositaron velas en el umbral de su puerta. Al otro lado de la manzana de casas, el sensible Camille Stopin, “ebanista de padres a hijos desde 1860”, se apuntó a Vecinos Solidarios.
En la habitación del difunto no se halló “ningún indicio de pelea o de allanamiento por la fuerza”, según el atestado policial. Solo, al pie de la cama, un barreño blanco, recubierto por un sedimento negro, hizo que planeara durante unas horas la sombra de un envenenamiento, antes de que se decidiera que el pintor de edificios debió de morir enfermo, vomitando.
Los misterios se suman: poco antes de morir intentó vender una de las casas a una alemana.
Un detective la busca
El pintor español no solo tenía esta propiedad en la calle de Saint-Jacques, sino que poseía un pequeño parque inmobiliario. En un testamento ológrafo, Lucie Chanat, viuda de Emile Caron, casquero de profesión, lo convirtió en su heredero universal, lo que le otorgaba la famosa casa art déco; otra en la ciudad vieja de Lille, en el número 3 de la calle des Patiniers; un inmueble en Fives de 362 metros cuadrados, hoy ocupado por una caja de ahorros, y, quizá, “una herencia en la región parisina”.
Cuando falleció Lucie Chanat, el 11 de noviembre de 1971, el cortejo fúnebre llevó a la anciana de 90 años, viuda desde hacía cerca de 20, al panteón familiar, en el cementerio Este de Lille. La generosa legataria descansa allí con su madre y su marido, Emile Caron, bajo una cruz y una jardinera desvencijada. Nadie consideró oportuno grabar sobre el mármol rosa la fecha del fallecimiento de la benefactora: Lucie Chanat, 1881-19.
Casada a los 18 años, Lucie Chanat se quedó viuda a los 73. Alberto tenía entonces 33 años. ¿Qué relación entablaron estas dos personas para que esta misteriosa dama acabase por convertirlo en su único heredero? Los más románticos sueñan con una historia de amor. Una cofradía formada por dos genealogistas, los mejores sabuesos de la prensa local, unos notarios, la Embajada española y el grupo de apoyo judicial de Lille, se ha propuesto esclarecer el misterio del que llaman “Alberto”. Todos los documentos, ya sean del catastro, de arrendamientos, de escrituras de venta o expedientes médicos sirven para tratar de resolver el misterio del pintor español descrito por los vecinos como alguien “bien parecido”, pero no muy simpático, e incluso gruñón.
Un antiguo vecino llamó por teléfono a La Voix du Nord diciendo que recordaba que “trabajaba para comercios del barrio. Cuando había bebido un trago, todo iba bien, y se mostraba incluso jovial”. Veinte años más tarde, su vecina, la señora Chevanne, le describe de una forma mucho menos amable: “Veía a un hombrecillo que entraba y salía rayando con sus llaves las puertas de los coches que estaban mal aparcados delante de su casa. En mi opinión, no vivía ahí”. A unos números de allí, en el taller Leclercq, de “restauración de cuadros” se acuerdan de que un antiguo ebanista de la calle hablaba de un hombre salvaje con “una nariz grande”.
Se ha pedido a la ciudad de Santander que busque a algún familiar —con vistas a la herencia— de este pintor, hijo de Salustiano Rodríguez y de Concepción Martínez, que llegó a Francia el 4 de junio de 1948, a los 27 años, con un permiso de trabajo. Pero nada. Sin éxito. No hay ningún rastro del tal Alberto Rodríguez. “La partida de nacimiento ha podido quemarse”, suspira el genealogista sucesorio Pierre Kerlévéo, a quien apasiona el caso. “Aquel año, la ciudad vieja de Santander fue prácticamente destruida por un tornado, seguido de un incendio, que dejó a 22.000 personas sin techo”.
Sin embargo, el genealogista encontró un documento precioso: la escritura de venta de la casa Pagnerre preparada por un notario para el 30 de abril de 1991. Está claro que Alberto se disponía a desprenderse por 350.000 francos del número 9 de la calle Saint-Jacques. Pero, a las 11 de la mañana del día fijado para la firma, el pintor jubilado no se presenta ante el notario. La compradora, alemana, que había pedido un préstamo para la ocasión, le espera en vano.
¿Qué ha sido de la señora Lejeune-Wermer, una profesora nacida en 1943 que vivía en la calle del Pont-Neuf? Un detective trata de encontrarla al otro lado del Rin. Solo la señora Lejeune-Wermer podría explicar por qué se truncó la venta en 1991. ¿Había muerto Alberto unos días antes en su cama, vestido con su pijama gris? “Un personaje esquivo, una partida de nacimiento española que no se encuentra, una mujer casada a los 18 años y que lega su fortuna a un hombre 40 años más joven que ella, una escritura de venta destinada a una alemana... Nada es normal, y todo acaba por convertirse en extraordinario”, resume el especialista Pierre Kerlévéo quien, si pudiese, lanzaría un aviso de búsqueda y realizaría programas de telerrealidad en España, en Francia y en Alemania. Continuará...
Traducción; News Clips © Le Monde
No hay comentarios:
Publicar un comentario