viernes, 9 de abril de 2010

Enseñando los dientes.

Desde que era un niño de ocho años, le molestaba tremendamente ir a visitar al dentista que era un amigo de su padre. Tanto su padre como el dentista reían a carjadas cada vez que el niño era subido al sillón del consultorio, y éste exclamaba al momento de sentir el taladro dentro de su boca !! No hueco, no hueco ¡¡

Al paso de los años ese niño se convirtió en un adolescente, cuya característica principal de su imagen era su dentadura.

En la memoria del niño habían quedado grabados todos los olores del consultorio del amigo de su papá: clavo, amalgamas, pasta de dientes, desinfectantes y resinas. También los ruidos de los instrumentos al ser manipulados por el dentista, al momento en que el niño abría la boca y cerraba los ojos automáticamente para no ver nada, las pinzas, alicates, aspiradora de saliva y el horripilante ruido ensordecedor de la fresadora, que al momento de ser aplicada a la pieza dental correspondiente despedía un olor particular como a cacho de buey quemado, y despedía cientos de fragmentos de dientes o muelas por el interior de la cavidad bucal, que luego serían escupidos a un recipiente de porcelana con una manguerita echando agua, ubicado al lado izquierdo del sillón.

Cómo poder olvidar también el decorado del consultorio, para un niño con un poder de observación extraordinaria para su edad, que en todo se fijaba, esas paredes pintadas de un verde pálido que tenían el propósito de calmar los nervios de los pacientes, y que siendo adulto comprendió la certeza de esa práctica al estudiar la Teoría del Color. No podían faltar en las paredes los diplomas de actualización en endodoncia, que el doctor cursó en los Estados Unidos; y por supuesto el título de Licenciado en Odontología que obtuvo en la Universidad de San Carlos de Guatemala, la famosa USAC.

En esa época ese dentista era un innovador decía el padre del chico, paciente frecuente de ese consultorio, porque al momento de entrar el paciente y sentarse en el sillón de las torturas, empezaba a escucharse las notas de una música clásica, que después supo el chico se trataba de Mozart. Esto lo hacía el dentista con la idea de su época de que la música calma a las fieras.

Cuando el chico cumplió diez y seis años, y su cutis estaba decorado con un acné virulento, que le explotaba de forma simétrica: un barro enorme en el centro de la frente, otro en la punta de la nariz y otro más enmedio de la barbilla, que él la tenía partida en dos. Su padre decidió que había que hacer cambios radicales en el rostro del chico, primero un tratamiento para abolir ese asqueroso acné que florecía todos los días y que afeaba seriamente su cutis. Y también hacer un arreglo en los dientes, con su amigo el dentista de toda la vida.

Sin el convencimiento del chico acerca de los tratamientos sugeridos por su padre autoritario, se tuvo que someter a ambos tratamientos salvajes. Lo del cutis maltratado por el acné fue rápido, unos tres meses de sesiones continuas de limpieza facial, pero el tratamiento de los dientes duró muchos años, con dolor y sufrimiento.

La decisión del dentista, amigo de su padre, fue mejorar la imagen facial del chico adolescente, al proponer quitarle seis piezas dentales delanteras de la mandíbula superior y rebajarle un poco del hueso maxilar.

Estas operaciones fueron de una extrema crueldad, no había música clásica que parará el dolor o amortiguara los nervios del chico adolescente, tampoco las paredes pintadas de verde pálido ayudaban a tranquilizarlo, ni la docena de diplomas de actualización le inspiraban confianza alguna.

El día de la operación el chico llegó acompañado de su padre, y el dentista saludó a ambos con una enorme sonrisa, sádica, diría años después el chico operado. Al sentarse en el sillón el chico, abrió la boca lo más posible y de inmediato le introdujo el doctor una jeringa con anestesia que picó en el cielo del paladar, por los nervios del chico adolescente el efecto de la anestesia no se dejaba sentir, hasta qeu optó el doctor por aplicarle seis inyecciones seguidas para anestesiarlo completamente. Al fin se durmió la boca entera del chico.

Empezaron las extracciones, una por una, hasta completar seis piezas dentales delanteras de la mandíbula superior. Agotados, tanto el doctor como el chico, por la dureza y largueza de las raíces de esas piezas sanas y fuertes, que no se dejaban extraer con facilidad, por fin venció el doctor.

Ahora venía lo peor para el chico, romper el hueso de la mandíbula para rebajar esa parte saliente y mejorar la estética del chico a futuro. Las astillas de hueso brincaban sin cesar por la cara del chico, al aplicar el dentista sus implacables tenazas y alicates especiales sobre el hueso.

El trabajo fue un éxito profesional del dentista y la causa de un enorme dolor emocional para el chico durante muchos años.

Sí mejoró notablemente el aspecto físico de su rostro, el chico no tenía ninguna huella del acné y su nueva dentadura postiza le daba un aspecto mejor, más relajado ese labio superior sobre sus dientes delanteros.

El padre del chico se sentía orgulloso de su plan de mejoramiento facial de su chico consentido, y felicitó ampliamente a su amigo el dentista y le retribuyó con una buena cantidad de quetzales por ese brillante trabajo.

Toda esta historia se fraguó porque el padre del chico no soportaba el apodo que sus compañeros de la escuela le habían indilgaron a su querido hijo.

Ese apodo, era el de TRIBILÍN.

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