lunes, 5 de abril de 2010

Si yo pudiera le diría al oído...

Si yo pudiera le diría al oído que me encanta su cuerpo y que me perturba verla tan seguido y no poder tocarla. Pero no me atrevo hacerlo por pura timidez de mi parte, me cohibe su estatura, ella es más alta que yo, y eso me resta impulso para avanlanzarme sobre ella cuando estamos a solas en la cocina.

Cuando voy a su casa ocurre algo lindo en esos breves intercambios de besos de bienvenida, ella me dice al oído, --qué placer el verte de nuevo--, y yo le respondo al oído también, --el gusto mayor es para mi--. Son más que meros cumplidos, son los verdaderos deseos de algo puramente sexual.

Estando en su casa, nuestras miradas se cruzan a cada rato, pero siempre en forma discreta. No queremos que nadie se percate de este juego erótico, porque su familia es algo conservadora, fervorosos fieles de la iglesia católica. Siempre estoy presente en las fiestas familiares que se dan frecuentemente en su casa, ya que ella tiene siete hermanos varones, y siempre se dan las fiestas en casa de ella porque es la rica de la familia y posee una bella residencia, muy espaciosa y bien ubicada en una zona elegante de la ciudad.

Yo fui compañero de su hermano mayor en la universidad privada donde estudiamos juntos cinco años, y él siempre me invita a que vaya a casa de su hermana a amenizar las fiestas, porque canto ranchero acompañado de mariachi, y esa música les fascina a todos, más cuando los tragos de tequila han sido demasiados, por ello me tienen como su invitado especial en todas las celebraciones de esa enorme familia.

Si yo pudiera le diría al oído: --Mi reina, quisiera comerte a besos enterita. hacerte el amor toda la noche y olvidarnos del mundo--.

Mientras ella circula por la gran sala de su casa ofreciendo bebidas y comida a los treinta invitados normales a esas reuniones, acompañada de un mesero con dos charolas, yo la sigo con la mirada de manera disimulada y si ella se da cuenta voltea y me mira maliciosamente directamente a los ojos, por breves segundos.

Han sido varios años en que ella y yo nos gustamos en silencio, y el juego siempre es el mismo, miradas furtivas y sonrisas discretas de ambos lados. Pero en esta ocasión el juego se rompió definitivamente, era el día de su cumpleaños, festejaba su medio siglo de vida enmedio de toda su parentela, ahora habían asistido casi cien personas. Mucho alcohol, demasiada comida, varios meseros, y música ranchera a mi cargo toda la noche.

Después de dos horas continuas de canto a grito pelado, los mariachis y yo solicitamos un descanso necesario a la concurrencia, la mayoría quería seguir cantando todas las canciones de Juan Gabriel y José Alfredo Jiménez. En ese intermedio se dispuso poner música grabada para bailar. Y todos tambaleándose de borrachos salieron a bailar a una pista improvisada enmedio de la enorme sala, no en parejas sino cada quien por su lado.

Le dije a ella, que estaba eufórica con su magnifica fiesta, --te espero en la cocina--, y ella me contestó, --te alcanzo en un par de minutos--.

Si yo pudiera le diría al oído... te deseo como a nadie he deseado en el mundo, y era verdad en ese momento. Y luego pasaría a la acción, besarla hasta hacerle sangrar los labios, abrazarla hasta sofocarla, mirarla largamente a los ojos y mostrarle la fiebre del deseo que me consumía desde que le canté "Amor eterno" y ella lloró.

En la cocina se había reunido un pequeño grupo de mujeres a charlar, unas siete, que no querían seguir escuchando las conversaciones estúpidas de sus maridos borrachos. Así que yo era el único varón en ese ambiente femenino, cuando ella se asomó por la puerta todas ellas la atrajeron hacia mi, diciéndole: "Este hombre te cantó tan lindo todas las canciones que le pediste, que se hace merecedor de un premio de tu parte". Ella sonrió con el rostro enrojecido de emoción y la mirada viva, con esas pupilas dilatadas en señal de aprobación y gusto por mi.

Se acercó directamente a mi, con esos pasos seguros y ese cuello erguido, envuelta en ese maravilloso vestido hindú, una especie de "sari", y con esos cabellos rubios sueltos hasta los hombros y con esa sonrisa que me derrite siempre...

Yo me quedé de una sola pieza, enmedio de la cocina y de un animado grupo de mujeres de más de cuatro décadas, que no paraban de gritar: "Beso, beso, beso..." Ella acercó sus labios a los mios y nos besamos largamente con el consiguiente júbilo de todas esas mujeres. Acercamos suavemente nuestros cuerpos excitados y nos agitamos levemente durante el largo beso en la boca.

Al separarnos, para mi fue una eternidad lo que duró ese beso maravilloso, ella volvió de inmediato a la reunión que en su mayoría se efectuaba en la enorme sala, y pidió: "Que regresen los mariachis y el cantante" Yo volvía a la sala con las piernas temblorosas y una mirada extasiada, cuando ella me pidió: "cántame, Sin tí", la complací, y se puso a sollozar sin parar.

Si yo pudiera le diría al oído: "mi amor, ¿qué te pasa?" Y sin esperar respuesta, la tomaría de las manos y la llevaría a mi automóvil a un hotel simpático y discreto en La Antigua, Guatemala, que acabo de conocer casualmente en un desayuno organizado por mis hermanas en honor a mi, ahora que volví a la patria después de un largo éxilio voluntario.

No la pude abrazar ni decirle nada al oído, porque su marido y sus tres hijos adolescentes se apresuraron a abrazarla y contenerla, nos miramos y todo quedó en esas enormes ganas de faltar a la moral, a la de ella.

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