viernes, 29 de abril de 2011

Carmen.

Carmen

Por Vilma Fuentes

Apenas se va apagando el canto de los pájaros que anuncia la aparición de la luz, todavía envolventes las sombras de la noche aún espesas, se escucha el ruido de los basureros trasladados por misteriosos brazos invisibles al exterior del edificio.

Media hora más tarde, durante el invierno, aún en completa oscuridad, durante el verano, ya con la luminosidad del día, se escucha de nuevo el movimiento, ahora ligero, de los basureros que regresan a casa.

Como el edificio, más bien antiguo, aunque renovado en una y otra de sus partes, no posee las instalaciones modernas de la robotización, en el caso de que existan para sacar los basureros de sus nichos y volverlas a éstos una vez liberados de sus contenidos, es evidente que este trabajo lo siguen llevando a cabo los brazos en carne y hueso de seres humanos.

Hombres jóvenes, grandes, fuertes, poseedores de la energía necesaria para mover esos enormes poubelles, basureros de plástico inventados por un tal señor Poubelle (hoy sinónimo de basurero en francés) que hizo así célebre su nombre, a la manera del señor Sandwich a los sandwichs.

Todavía hace unos 20 años eran los maridos o “pensionarios” (término anterior al más moderno de “compañero”) de las conserjes, quienes se encargaban de sacar los botes de basura antes del paso madrugador de los camiones que reco-gían los desperdicios.

El encarecimiento de la vida ha ido suprimiendo las famosas porteras parisienses, tan pintorescas como sus legendarias chicas malas quienes, con la edad, no aspiraban sino a un buen alojamiento de conserje, con suerte, en un sólido inmueble burgués de los barrios elegantes.

Porteras y chicas célebres por su lenguaje picaresco, sus ocurrencias ingeniosas, sus respuestas siempre de doble sentido, su habla tan figurativa que chispeaba de imágenes centelleantes, luminosas como un fresco de las costumbres de una época y una sociedad.

Hoy quedan pocas porterías. Así, estos personajes desaparecen. Las unas cuantas que aún sobreviven en algunas de las codiciadas viviendas de conserje se ocupan del va y viene matinal de los basureros de los edificios vecinos.
En el laberinto de callejuelas que forman el barrio de Maubert y sus próximos alrededores, puede verse trotar con su paso menudo a una mujercita delgada, frágil, de edad indefinible, acaso ha pasado la sesentena, quien atraviesa con rapidez las calles que recorre sin volver la cabeza.

Cuando no acompaña y sostiene con su brazo a una anciana, tiene en su mano la correa de dos cuatro perros, de talla y raza diferentes: la obedecen como a su verdadera dueña.

Son los perros que pasea por las tardes, al caer la noche, con los ojos entrecerrados no se sabe si del insomne o del sonámbulo.

A esas horas ya no escucha. Anda dormida. Al alba, después de unas horas de sueño, puede oírse su voz fuerte, generosa, en cuanto da vuelta en la esquina. El desparpajo de la voz de la Carmen, de la ópera de Georges Bizet.

Ella se llama también Carmen. De origen español. Llegó a París adolescente, en busca de trabajo. ¿Cómo no iba a encontrarlo con su carácter amable y risueño, su canto que canta en las madrugadas para anunciar la luz en cada patio del barrio, su generosidad: ella, tan pobre ayudando a pobres y a ricas señoras del barrio?

Carmen conoce la historia de la vida en sus edificios como si fuera la suya y las historias de sus habitantes como la propia. La narra con picardía, siempre con benevolencia. La suya, su vida, es una larga leyenda.

El domingo, peinada, con aretes, collar y sombrero, me invitó un cardinal. Le dije que era yo quien la invitaba. Traía sólo dos perros. Dudó. No me iba a desairar, le dije.

Ya sentadas a una mesa, ella con su bebida de grosella negra y vino tinto, lujo de sus domingos, me preguntó qué edad le calculaba.

Alrededor de 60, dije. Se rió y me confesó con orgullo y coquetería: ochenta y un poquito más.

No pude menos de pensar que el tiempo debe amarla con pasión para aceptar cederla a la eternidad.

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