sábado, 30 de abril de 2011

Juan Pablo II, en México.

La metamorfosis del autódromo
Texto publicado por Carlos Monsiváis en EL UNIVERSAL en su edición del 25 de abril de 1999 en el marco de la visita de Juan Pablo II



El río humano es interminable, sólido, espeso, reacio a reconocer los castigos del frío; estoico, alegre con el ritmo del único, extenso comentario sobre gran figura. Miles y miles, o diezmiles y diezmiles se agregan a la gran cadena del ser que es la cola para entrar al autódromo, hoy habilitado como el gran templo que acogerá la misa solemne del papa Juan Pablo II, en su cuarta y según los pronósticos de los expertos última visita a México. Se mueven a trechos o a golpes de tribu las familias burguesas convertidas casi literalmente en un solo cuerpo; se dejan ver las familias proletarias que a todo le imprimen el acento del relajo piadoso; los grupos de las parroquias se añaden a sus directores espirituales; los jóvenes se alborozan al hallar la causa que conjuga altos destinos con tiempo compartido generacionalmente.

La mirada registra a catequistas, curas, monjas, seglares empeñados en dar ejemplo de vida conyugal; profesionistas orgullosos de su profesión de cristianidad ante el cerco de amigos íntimos, obreros que instruyen a sus hijos para que guarden estas horas como el mayor regalo de sus padres; empresarios que le imprimen a sus facciones el hieratismo del momento histórico. Consagrados y consagradas que le imprimen su paso el énfasis misional (“Predicad desde el andar”); jovencitas burguesitas al tanto de que hay algo más trascendente en la vida que las discoteques, integristas cuya severidad se atenúa al calcular cuántos se apartarán definitivamente del hedonismo, y, sobre todo, creyentes que retornan a la fuente de las creencias, a la sensación de recobrar la inocencia, de “ser de nuevo la frente limpia y bárbara de un niño” (López Velarde), de ir como al principio a misa, tomados de la mano de los progenitores, pero esta vez a una misa del acercamiento del milenio con la presencia del Santo Padre.

JUAN PABLO, HERMANO, YA ERES MEXICANO

En su Epístola a los Hebreos, San Pablo es a la vez preciso y abstracto: “Es pues la fe la substancia de las cosas que esperan, la demostración de las cosas que no se ven”. Hasta hace poco la definición era inmejorable, pero en la era de la comunicación de masas, la fe es también la demostración de las cosas que se ven en demasía. La cuarta visista papal, por ejemplo, mezcla la fe en las promesas de eternidad, con la fe en el apoyo electrónico y comercial a las creencias. Y eso modifica el paisaje de la experiencia religiosa, no la experiencia religiosa misma, que hasta donde se sabe consiste en un vínculo de la persona con lo trascendente, con Dios, sino la técnica para acercarse más ventajosa y modernamente a las vivencias espirituales.

CHIQUITIBUM, A LA BIN-BON-BA,CHIQUITIBUM A LA BIN-BON-BA, EL PAPA, EL PAPA, RA-RA-RA

Antes, las noticias corrían de boca en boca, ayudadas por anuncios parroquiales y propaganda de las congregaciones. Antes, el tono de los actos religiosas era muy escueto, con las manifestaciones del gozo reducidas al mínimo. Antes, el respeto a los símbolos se exacerbaba porque los que había a la disposición eran menos, y los símbolos mayoritarios eran los religiosos. Antes… Pero ahora, como han insistido los altos clérigos, hace falta la publicidad, algo distinto de la propaganda, más concentrado, más visual, más aforístico: Nace un milenio. Se renueva la fe. Y la cuarta visita es anticipo triunfal de lo que será el estilo religioso (o telerreligioso) en el milenio a las puertas, un estilo sustentado en párrocos y floor managers, en bombardeo de imágenes y zooms a la estampa sagrada, en atención que se diversifica entre la elocuencia del orador sacro y el paneo por el recinto y la feligresía.

Al saturarse santa y saludablemente la televisión y la radio con videoclips, mesas redondas, programas especiales, noticias, advertencias de itinerarios papales, convocatorias, algo queda claro: sin tecnología la propagación de la fe podría vararse en el (extinto) siglo XX. Es la noche oscura, en ansias en amores inflamada, entran al Autódromo la víspera de la misa 600 mil o medio millón de seres dispuestos a darle una probadita al martirio, soportando la desorganización, las tinieblas, el frío como maldición, la escasez de los servicios sanitarios, el rechazo de los sanpedros provisionales que llegan al extremo de escanear las credenciales para evitar las falsificaciones.

Algunos se extravían y reclaman a veces a su grey, otros se enorgullecen de su resistencia a las bajas temperaturas. No faltan los que despliegan su sabiduría consistente en sleeping bags, suéteres de Chiconcuac, bufandas, ropa térmica y bendiciones de la madre al partir: hay quien le pregunta en vano por el sitio que le toca a las edecanes, a los policías, los agentes de tránsito, los jóvenes con tantas identificaciones al cuello que por fuerza conocen alguno del comité organizador. La noche es sinceramente hostil, y no la neutralizan los cantos, las porras, los comentarios sobre el Papa en la tele, las anécdotas de mutua animación de los jóvenes cristianos, en síntesis al rigor de la noche no lo atenúa siquiera la seguridad de que el sacrificio valdrá la pena.

JUAN PABLO, VIAJERO, TU ERES CONSEJERO

Reine Jesús por siempre
Reine en mi corazón
En nuestra patria y nuestro suelo
Es de María la nación.

La fe mueve montañas, ya se ha dicho, pero también la fe tiene ventajas de comprensión y acomodo. ¿Cuánta gente cabe en el autódromo? ¿Un millón de seres que causa envidia del otro millón aledaño? Tal vez lo propio sería decir que aquí se da el milagro inverso al de los panes y los peces. La multiplicación se cambia por la reducción en el espacio. Caben 200, 300, 800 mil, y nada agota los metros y kilómetros, a la disposición. La fe resiste todo, resiste incluso las obras corales que evocan a Karl Orff y que con tal de darle oportunidades a nuevos músicos se las niega a los oyentes. Y la sensación avasallante es de premura que busca inmovilizarse. En un acto de masas son tantas las personas importantes que quien desee destacar le entra al concurso involuntario de rostros preocupados, no porque algo pueda salir mal sino porque alguien podría no advertir a los responsables de que todo salga bien.

El escenario es impresionante aunque por las proporciones o la rapidez de la ejecución, o la imposibilidad de integrar arquitectónicamente el ámbito al alcance, no es necesariamente majestuoso. Dos tribunas a los lados templete para funciones pregoneras, y en el centro la pirámide con la cumbre destinada al Papa. La sensación es de gran espectáculo, de visiones imperiales que devastan lo simple y lo pequeño. Pero lo simple y lo sencillo y lo aparentemente insignificante están aquí y contrarrestan y complementan la intención de grandeza que intimida y sojuzga. Es pues la fe el equilibrio de lo grandioso y lo humilde.

El ritual lo es todo. Es la forma de la creencia, y es el modo en que el creyente reconoce el vuelo de su espiritualidad, y es el cimiento de la institución, y es la ratificación de la memoria de las generaciones, y es la estética como regreso a los orígenes y es el recinto donde se perpetúan y se congelan los hallazgos, y es la emoción cristalizada y prisionera, y es el gozo íntimo y colectivo de la repetición, y es la vivificación de las herencias. Y la multitud o mejor la asamblea de multitudes en el Autódromo renacido como Gran Templo, contempla y adopta y venera el ritual, y lo anticipa jubilosamente al llegar el helicóptero con Juan Pablo II, y al cruzar brevemente el “papabús”, y al iniciarse los cánticos. Son inevitables por populares la ola, y las porras, y los himnos, como también son imprescindibles los cirios enormes y la riqueza y variedad de las estolas y el blanco sacerdotal que asume y resume los demás colores, y el ¡TU ERES PEDRO!, y la reiteración de los himnos:

Que alegría cuando me dijeron
Vamos a la casa del Señor,
Ya está pisando nuestro pie
Tus umbrales, Jerusalén.

El complemento y la contraparte del ritual es el gesto milenario y absolutamente nuevo del creyente, la madre que le enseña a su hijo pequeño al Papa como mostrándole la fuente de su confianza última; la indígena que besa la estampa guadalupana y la exhibe al sol; el padre de familia que contiene el llanto porque por única (y casi seguramente última) vez en su vida participa en una misa ofrecida por el Santo Padre; el joven que ha meditado días y años su vocación sacerdotal y acude hoy para tomar la decisión; la señora que acumuló rosarios en su bolsa y los extrae para contaminarlos de bendiciones; el grupo de provincia cuyas miradas de felicidad constituyen la trama de las anécdotas que ya no cesarán de contar. Los gestos de la fe, los emita quien los emita, son la esencia del acto; lo demás es el esplendor del ritual, necesario pero circunstancial.

Enfermo, cansado, con la conciencia de la misión declarada que la adoración que lo rodea transforma en poderío genésico, el papa Juan Pablo II es lo que es, figura principalísima del siglo XX, conservador a ultranza, antineoliberal militante que ya no fija a sus adversarios con la precisión con que devastó al comunismo, porque los sistemas financieros no son un Muro de Berlín, sino algo más evasivo y ubicuo, así sean resonantes las caídas que precipita. Símbolo de símbolos, guerrero contra la modernidad y el secularismo, el Papa domina sobre la curiosidad, la fe, los reflejos condicionados, el ánimo reverente, el afán de trascendencia, el gozo paramístico y la combatividad de los millones de católicos (permanentes o instantáneos) que lo contemplan en el Autódromo o en sus hogares.

UN SOLO SEÑOR, UNA SOLA FE

Da comienzo la misa y se afianza también una etapa del catolicismo mexicano, donde el deseo de homogeneidad hace a un lado las conquistas de lo diverso, se opone con denuedo a lo heterogéneo, pero anima considerablemente, y eso es lo que importa a los requeridos de consuelo, de alivio para el dolor, de sitio en una vida distinta a la que se tiene.

Juan Pablo/hermano/ya eres mexicano.

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