Por Juan José Lara.
Los muertos también aman
Entre los rastrojos del nido de la memoria, todos tenemos guardado el recuerdo de alguna maestra de la niñez. Es parecido a la reproducción emotiva de una vieja postal. En mi caso esa maestra se llamaba Leticia, y me impartió clases en un pequeño pueblo del sur oriente del país.
A ella la puedo retratar con un epigrama que transcribo aquí: “de labios vegetales, mirada social, boca aritmética, sonrisa gramatical; parecía pintarme el cielo de tebeos, a la escuela de barco de papel, el hogar de estepa de mis sueños a los ocho años, a la patria como el amor inquietante que despertó en mi.”
No se si enamoramiento se puede llamar al sentimiento indefinible, que subyuga al corazón de un infante por su maestra. Sin embargo es innegable, que así como abracé mi destino en aquel pueblo donde me tuvo mi madre, también conocí a la adorable mujer que además de ser mi mentora inspiraba emociones desconocidas a mi edad.
Le decían la Guajaca, porque creo que ese era su apellido, aunque su pelo era una fronda colgante como la planta llamada así; del lugar con tal nombre no era porque su origen lo relacionaban con un municipio de Jutiapa.
Junto al donaire natural de las mujeres de aquella región, se debe añadir que tenía arquitectura refinada como la obra clásica de arte. En aquel pueblo era una flor en un erial.
Una noche al regresar de mis últimos juegos en la calle, me fui a internar en la espesura de las sabanas de mi cama, para llorar sin remilgos. Había visto a la maestra de mis sueños abrazada con el profesor Miguel, magreándose en el umbral oscuro de la casa donde ella vivía. Pasó mucho tiempo para que asimilara el impacto, y entender el frufrú de la ropa de dos cuerpos calientes.
Pero siempre pudo más mi curiosidad, pues procuraba diariamente pasar a la misma hora, para fisgonear en el umbral de mi derrota. Fue así como descubrí que por las noches llegaban otras personas de parecida condición a la maestra Guajaca, pero me eran desconocidas e ignoraba si solamente eran visitas.
En el mes de agosto de aquel año, mi maestra repentinamente ya no acudió a darnos clases. Cuando yo le preguntaba a mi madre, sobre la razón de su ausencia, ella eludía darme alguna respuesta. Mis compañeritos tuvieron parecidas experiencias al interrogar a los suyos sobre el asunto.
Finalmente un día, de manera fortuita escuche decir a mi padre, que en un noticiero, dieron la información sobre su muerte. La encontraron en un paraje de otro pueblo mutilada y torturada, con un letrero señalándola de pertenecer a una célula de la insurgencia. También encontraron al profesor Miguel ultimado junto a ella.
Muchos años después una hermana mía, me aseguró haberla visto ingresar a una pastelería de la ciudad de Guatemala donde ella se encontraba, cuando ya se había divulgado la noticia de su muerte; al mostrar mi pariente signos de reconocerla la maestra disimuló nerviosa como si la estuvieran siguiendo.
No fue la única persona que dijo mirarla, otros en mas de una oportunidad juraron que se encontraron con la Guajaca; yo también en mis sueños preadolescentes muchas veces la evoqué con la misma fruición que en un epigrama y, en lugar de soñar con ser un mago, quise ser un compañero de ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario