El mundo entero nos estará mirando”, dijo Jorge Valdano, director general del Real Madrid, antes de que empezara el póker de Clásicos. Exegetas, corifeos y demás panegiristas del Real Madrid y Barcelona se frotaban las manos: la gran fiesta del fútbol español transmitida a todos los rincones del planeta simbolizaba la pujanza de la Liga patria.
Ya se han jugado tres Clásicos y lo que ha visto el resto del mundo no es precisamente el mejor espectáculo. Dentro del campo el buen fútbol ha escaseado. El juego ha sido en general insulso y rácano, con un equipo, el Madrid, dominado por el miedo, y otro, el Barcelona, gobernado por el conformismo.
Ha habido emoción, sí, pero más bien dirigida al consumo interno del aficionado español. Dudo mucho que un aficionado al fútbol de Corea del Sur —por poner un ejemplo lo suficientemente lejano—, ajeno a los códigos que rigen la rivalidad entre el Madrid y el Barça, haya podido alcanzar las mismas dosis de exaltación. Ese aficionado lo que quería ver era un buen juego y no lo ha visto.
Ese coreano ha visto sin embargo otras cosas, cosas que algunos no hubieran creído antes de rodar el balón. Ha visto tensión y malos modos entre los jugadores de uno y otro equipo, muchos de ellos compañeros en la selección española; ha visto a jugadores que simulaban agresiones y faltas; ha visto a jugadores que no dejaban de presionar al árbitro por cualquier nimiedad y ha visto, por último, una tangana en el descanso del tercer Clásico, el de Champions en el Bernabéu, muy poco edificante.
Ese mismo aficionado ha visto a dos entrenadores tirándose los trastos a la cabeza.
Y qué quieren que les diga: eso no me ha sorprendido para nada. La marullería dialéctica de Mou en las salas de prensa forma parte de su ADN; Guardiola, en cuanto divisó a la derrota rondando a su equipo, se humanizó y también sacó los puños verbales contra el portugués.
Los jugadores tampoco se han quedado atrás: el cruce de declaraciones ha sido excesivo, trufado de acusaciones y reproches en algunos casos ajenos al deporte como ha sido el caso de los sentimientos patrióticos de Piqué y sus presuntos comentarios en contra de España en el túnel de vestuarios del Bernabéu. Pique ha dicho que no es verdad, pero algunos columnistas de cierta prensa han aprovechado la ocasión para intentar dirimir sus diferencias con el nacionalismo catalán a costa del fútbol.
Y lo peor es que parte de ese sentimiento anticatalán ha llegado a las gradas.
Pero lo más bochornoso es la guerra que Madrid y Barça se han declarado en los despachos. La UEFA ha expedientado a los dos equipos. El cruce de denuncias —para otros una guerra en toda regla— ante la UEFA pone en ridículo al fútbol español. Los dos se equivocan.
Ignorar a Mourinho es lo mejor que podría haber hecho el Barça. Obviando la elegancia que se le supone al ganador y que debería obligarle a ser generoso, su denuncia sólo alimenta el reprobable victimismo de Mourinho e incendia las relaciones entre entre las hinchadas antes del último Clásico.
Que Mourinho es un provocador lo sabe todo el mundo (ya dije una vez que con él, las crónicas de los partidos de Madrid tendrían que ser publicadas en la sección de sucesos), así que darle más cuerda, otorgarle más espacio para su furia y su ruido, sólo conduce a que el monstruo siga creciendo y a que los dos grandes del fútbol español entren en una guerra que puede durar años y de la que nadie sacará nada positivo.
El Real Madrid, cautivo sin remedio del estilo de Mourinho, lejos de aportar el sosiego necesario, reacciona justo como quiere su entrenador y enreda más la cosa. Los blancos declaran la guerra total y denuncian a los culés por “conducta antideportiva”.
Es poco probable que la UEFA atienda las demandas blancas, así que presumiblemente todo se va a quedar en una rabieta de niño pequeño que sólo servirá para engordar el complejo de barcelonitis que aqueja al Madrid y poner en evidencia ante el mundo que va por detrás de su rival en el campo y también en los despachos.
Así está el fútbol español, dividido e incendiado. No es la mejor imagen que se puede ofrecer al mundo. El póker de Clásicos deja muchas heridas abiertas y todo indica que tardarán mucho tiempo en cicatrizar.
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