Mar de Historias
Broche de oro
Cristina Pacheco
Sentada en una banca del jardín frente a la iglesia de San Fernando, Adelina abre una bolsa de papel, saca un puñado de pan molido y lo arroja al aire. Sonríe al ver la celeridad con que las palomas abandonan nichos y cornisas del campanario. Al tocar las baldosas con sus patas cierran las alas y, bamboleándose, se precipitan hacia el alimento que enseguida picotean. Ay, bonitas, por mi culpa tienen hambre”, murmura Adelina sin apartar los ojos de las aves. Es tal su arrobamiento que no advierte la llegada de su hija Natalia.
Natalia: Mamá…
Adelina (sobresaltada, se lleva la mano al broche de oro prendido en la solapa de su abrigo): Ay, hija, me asustaste. ¿Qué andas haciendo por acá? ¿Hoy no trabajas?
Natalia: Iba al instituto. El autobús en que venía se quedó embotellado. Entonces te vi y me bajé para que hablemos. Aunque sea un minutito, porque hace mucho que no platicamos. Ya sé que es mi culpa. Perdóname que no haya ido a visitarte. (Observa a su madre.) ¿Te sientes bien?
Adelina: Sí, claro, ¿por qué?
Natalia: Al verte desde la ventanilla me pareció que estabas preocupada.
Adelina: No. Lo que sucede es que no ha llegado Tornasol y es raro. Esa paloma siempre anda por aquí.
Natalia: No vas a decirme que las conoces a todas.
Adelina: Claro, por el plumaje. (Acaricia el broche en su abrigo.) Darío me enseñó a distinguirlas por eso.
II
Natalia: ¿Quién es Darío?
Adelina: Un amigo. No, más bien un conocido.
Natalia: ¡Increíble! Tú, mi madre, teniendo un amigo y sin decírmelo.
Adelina: Pues créelo, y si no te lo dije es porque no me has dado oportunidad de hacerlo. Te veo poco.
Natalia: Pero te llamo a diario. Bueno, casi… Ay mamá, es que tú no sabes… El trabajo, la comida, los hijos. Bernardo no se ocupa de ellos y los muchachos están en una edad muy difícil.
Adelina: Dime cuál no lo es. (Mira a la distancia.) Cuando te parece que al fin van a arreglarse tus cosas sucede algo y lo cambia todo.
Natalia: Es raro que hables así. ¿Por qué? Dímelo.
Adelina: Otro día. Hoy tienes que ir a tu trabajo.
Natalia: ¿Crees que voy a dejarte como estás, a punto de llorar? (Se acerca más a su madre.) Aunque trates de ocultarlo, veo que te sientes mal.
Adelina: Un poco, sí. Darío se fue. Hace un mes vino su hija a visitarlo, pero en realidad lo hizo para llevárselo con ella a Tampico. Él me dijo que se iba por una temporadita, y me pidió que mientras regresa no deje de cuidar a las palomas. A mí también me gustan. Me divierten.
Natalia: Por la cara que tienes, no pareces tan divertida.
Adelina: Llegué bien, contenta, pero al ver la banca vacía me puse mal. Será porque ya estaba acostumbrada a que Darío estuviera aquí, dándoles de comer a las palomas.
Natalia: Mamá, ¿vas a decirme de una vez por todas quién es Darío?
Adelina: Luego. Ahora vete. No quiero que te llamen la atención en tu trabajo.
Natalia: Voy a hablar por teléfono para decir que hay cuatro marchas, el tráfico está espantoso y no llegaré a la primera clase. Total, sólo tengo cuatro alumnos. (Marca un número en el celular. Al cabo de breves explicaciones corta la comunicación.)
III
Natalia: Ahora explícame quién es ese hombre, dónde lo conociste. No te lo pregunto porque piense algo malo, pero hay tanta inseguridad… ¿De qué te ríes?
Adelina: De que me hables como yo lo hacía contigo cuando regresabas tarde acompañada por algún muchachito.
Natalia: ¿Tu amigo es un joven?
Adelina (reanimada): No, ¡qué va! Darío es siete años mayor que yo, pero no lo parece. Dice que el ejercicio y el trabajo lo mantienen así.
Natalia: Ibas a decirme en dónde lo conociste.
Adelina: Cuando me quitaron el yeso de la pierna le prometí a la Virgen rezarle una novena si volvía a caminar bien. Al salir de la iglesia me sentí mareada y tuve que sentarme en esta banca. La ocupaba un señor al que había visto algunas veces echándole comida a las palomas. Una se me acercó y él me habló por primera vez: “Así como la ve de cariñosa, es bien agresiva, como todas. Quién lo creyera, ¿no?, cuando simbolizan la paz”.
Natalia: ¿Cómo es Darío?
Adelina: Un señor grande, normal, pero muy agradable y atento. Aquella mañana, cuando iba despedirme, se fijó en mi prendedor. “Es muy muy bonito, lástima que esté manchado”. Le comenté que, aunque no fuera costoso, apreciaba mucho la joya: el último regalo que me hizo tu padre. Quiso saber con qué limpiaba mi broche y le dije: “Uso carbonato”. Me explicó que era mejor hacerlo con un líquido especial; que si tenía unos minutos disponibles lo acompañara hasta su taller de joyero, a dos cuadras de aquí, para que me lo desmanchara. Le advertí que en ese momento no tenía con qué pagarle y me aclaró que no fiaba, pero que conmigo iba a hacer una excepción. Me reí mucho. Él no. Creo que hablaba en serio.
Natalia: ¿Y fuiste con él a su taller? (Ve que su madre asiente.) ¡Qué bárbara! ¿No pensaste que a lo mejor quería secuestrarte o robarte?
Adelina: ¿Darío? Pero si a leguas se nota que es una magnífica persona.
Natalia: Las apariencias engañan. Piensa en las palomas.
Adelina: Con Darío era imposible equivocarme. Tiene algo de tu padre: la sonrisa, creo.
Natalia: Mi papá lleva 11 años de muerto. ¿Aún lo extrañas?
Adelina: Sí, mucho.
Natalia: ¿Y a tu amigo?
Adelina: No pensé que lo haría, hasta creí que no lo necesitaba y dejé de venir una semana. Pero no pude más. Tuve que volver y hoy, al llegar y encontrarme la banca desierta sentí algo, no sé cómo decirte... (Luego de un breve silencio.) La amistad de Darío es tan valiosa para mí como este prendedor: tal vez sea el último regalo que me dé la vida.
Natalia: Mamá, ¿y si tu amigo no vuelve?
Adelina: Seguiré viniendo. Le prometí a Darío cuidar a las palomas y no puedo fallarle.
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