El despertador dormido
Los jugadores del Mirandés celebraron en un restaurante la victoria, salvo Pablo Infante, que a las ocho abría la sucursal bancaria
A las siete sonó el despertador en Miranda de Ebro, pero nadie se despertó. Solo alguien lo escuchó a 50 kilómetros de la ciudad ferroviaria. Probablemente no había pegado ojo, insomne por el esfuerzo y la emoción y la tardía adrenalina del éxito. Era Pablo Infante, el ídolo local, la imagen del Mirandés, el calvo de oro, el máximo goleador de la Copa del Rey con siete goles.
El equipo burgalés renuncia a jugar la semifinal en otro estadio con más aforo
Con la rutina habitual de cada amanecer, silenció la chicharra, se preparó y se fue para la sucursal bancaria en la que trabaja en Quincoces de Yuso, donde nadie puede reemplazarle porque es el único empleado. Los chicos le hicieron cola para aplaudirle y los lugareños acudieron a sus tratos de reintegros, ingresos e hipotecas habituales. "Un día más", decía trajeado, maqueado como corresponde a un gestor bancario, pero rodeado, un día más, de cámaras de televisión.
Pablo, el futbolista más mediático, que marcó el primer gol y asistió el segundo para la gesta de los ferroviarios ante el Espanyol (2-1) se había perdido la fiesta subsiguiente a la que acudieron todos sus compañeros, a las dos de la mañana. El lugar, un restaurante italiano, Al dente -no en vano la pasta es como el pasto obligatorio de los futbolistas-. Todos menos él, que hace tiempo decidió que esa era su vida, que ya no era tiempo de buscar contratos grandiosos -31 años le contemplan- sino de defender su puesto de trabajo en el que hace de San Pedro, abriendo, de gestor, atendiendo y de sereno cerrando.
En los partidos hace lo mismo. Abre el resultado, lo gestiona y lo cierra con un pase o con otro gol. "Ellos se fueron a tomar unas copitas, como es lógico, pero yo tengo que abrir a las ocho", decía sonriente como si el triunfo le liberase de cualquier cansancio. La lonja del Mirandés, en la calle de la Estación, también estaba cerrada, el día después de que el Ebro se desbordase por Anduva, hecho fútbol.
El Mirandés lo forman, básicamente, cuatro personas: el presidente, Ramiro Revuelta; el gerente, Luis Pobes; el entrenador, Carlos Pouso, y la secretaria que gestiona 1,3 millones de presupuesto. El gerente asume las labores de márketing, que en el fondo consisten sobre todo en recoger la recaudación de las porras sobre el resultado del partido por los bares de Miranda. También la comunicación y lo que haga falta. Esas cuatro patas soportan la mesa de un club que ante el Espanyol alcanzó un 12,1% de cuota de pantalla, compitiendo con éxito en el prime time televisivo.
La ciudad andaba como los viejos trenes, despacio. Ya lo había anunciado Pouso: "¡Miranda entera se va de borrachera!". El sábado retorna la Liga y toca defender el liderato. Pero ayer era la resaca más feliz de un club que ha rechazado la posibilidad de jugar sus partidos ante sus víctimas de Primera en otros estadios con más aforo (6.000 es la capacidad de Anduva). "Porque eso no sería bien visto por nuestros socios", decía el presidente. La economía tiene sus límites para el éxito y para el fracaso. "Por el bien del fútbol debemos jugar aquí. Vamos a seguir siendo igual de pobres", remarcaba Pouso, tras anunciar que estaba "más feliz que Mourinho". "Y eso que no le llego ni a la altura del barro".
Miranda parecía la sede del congreso de la CNT, iluminada por banderas rojinegras en balcones y comercios. Era un silencio estruendoso, roto por la chiquillería que acudía al colegio o gritaba en los recreos. Sin incidente alguno, solo con la cruz que les puso el colegiado Ayza Gámez por no tener sala de control antidopaje normalizada, Miranda vibró como nunca con su equipo. Y alguien encima se llevó un jamón: el que se rifa en los descansos para recaudar fondos, un clásico del fútbol que se juega con espinilleras de grandes almacenes, no de lujo.
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