En mis viajes a los países del África Oriental, Kenia, Tanzania sobre todo, siempre me ha llamado la atención la pasión que despierta en los antropólogos la cultura massai. No quiero decir con esto que no sea impresionante contemplar esos habitantes de una parte de África pero me pregunto qué tiene de grandiosa una forma de vivir que ya no es ni sombra de lo que fue y que en absoluto engloba la de las mujeres massai, que ni siquiera parecen ser consideradas parte de la misma. Los massai son los hombres, es a ellos a los que se dirige la admiración de los expertos, incluso de los turistas, a ellos, a sus hijos varones que han de crecer con el ejemplo de sus padres y han de dejar de ser niños viviendo de sí mismos en el bush (esa zona plagada de acacias sedientas en terrenos del más cruel secano) para incorporarse una vez pasado el tiempo que se les adjudica para convertirse en adultos. Una vida que consiste en estar de pie, la mayor parte de las veces apoyados en una sola pierna, envueltos en telas rojas y apoyados en un bastón o caña que sustituye la antigua lanza prohibida hoy por las autoridades. Así pasan la vida.
Mientras tanto sus mujeres son las que construyen sus elementales viviendas con estiércol de vaca, tierra y agua; las que paren solas; las que cuidan de los hijos; las que van a buscar agua a veces a varios kilómetros de distancia del poblado; las que construyen y adecentan la maniatta (un patio cerrado con ramas y troncos de espinos de acacia donde se recoge el ganado por la noche; las que lo llevan a pastar si es que pasto hay en las inmediaciones y si no donde se encuentre; las se ocupan de sacar la sangre de los animales con la que se alimentan todos; las que hacen con barro jarras y cuencos; las que despiojan a sus hijos y, en fin, las que se las arreglan para hacer collares, pulseras y otros adminículos con cuentas que se agencian vaya usted a saber dónde, que luego intentan y a veces logran vender a los turistas. Todo esto sin contar con la limpieza que aunque no sea extremada alguien tendrá que realizar, de la choza, de las ropas, de los caminos, de los niños… y no veo que sean ellos los que la hagan. Mientras tanto los hombres, de dos en dos o de tres en tres, siempre apoyados en una pierna y en la caña que sustituye a la otra pierna que tienen escondida bajo la tela roja, pasan las horas en las carreteras viendo pasar gentes y coches.
Es posible que representen una cultura, una forma de vivir admirable, pero yo no la he descubierto ni en el terreno ni en los múltiples libros que he comprado para ello que se limitan a ofrecernos unas fotografías espléndidas de hombres y mujeres y sus colores y sus collares y sus mantos de tela roja. Maravillosas fotografías, es cierto, de rostros cargados de expresión que vestidos siempre del mismo modo, perduran en el tiempo.
Entiendo que tal vez siguen queriendo conservar con sus atuendos y cañas la cultura guerrera de otros tiempos pero ya obsoleta hoy por las nuevas leyes que les impiden, entre otras cosas supongo, cazar leones con lanzas. El único signo cultural que encontré hace muchos años fue el baile al que se lanzaban durante horas los adolescentes en cuanto se había cerrado la maniatta por la noche, un baile procaz según opinaron los misioneros que acabaron prohibiéndolos, sin darse cuenta de que eran una vía de escape a la naciente sexualidad de los más jóvenes y que así, entre movimientos, ritmo y sudores, le daban salida hasta que llegaban a la edad de aparejarse y que hoy, con su desaparición, se ha multiplicado el número de adolescentes embarazadas. Esto sí era cultura, pero ya sabemos el poco prestigio y la incomprensión que despierta en las iglesias la cultura, sobre todo si es cultura del sexo.
Las mujeres de todos modos siguen sin contar, aglomeradas en sus míseros poblados, cargadas de trabajos, transmitiendo a sus hijos esa 'cultura' que han heredado pero sin contar en el mundo de la antropología ni apenas en el de la historia de las culturas y de sus artífices.
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