Los sueños convertidos en galápagos
MANUEL VICENT
En los años setenta del siglo pasado, en toda Latinoamérica hervía el romanticismo revolucionario, la teología de la liberación se mezclaba con la dinamita, en la selva se compartía el amor a la novia y al fusil Kaláshnikov en medio de gritos de papagayos y otras aves del paraíso. Hubo una generación que creyó que los tiempos iban a cambiar. Hace ya muchos años que estos sueños terminaron, pero en la memoria de algunos ingenuos supervivientes todavía se conservan esfumadas las imágenes de curas guerrilleros, canciones llenas de un lirismo redentor, unos ideales de justicia que, tal vez, han acabado por pudrirse del todo.
Daniel Ortega era entonces un líder estudiantil, que dejó la carrera de derecho para alistarse en el Frente Sandinista de Liberación Nacional. El dictador Somoza lo encarceló en 1967 por haber atracado un banco. Todo era lícito con tal de derribar a aquel muñecón sanguinario, el tercero de una dinastía de amos de Nicaragua, mantenido por Estados Unidos como guardián de uno de sus patios trasteros. Después de siete años de prisión, gracias a los buenos oficios del arzobispo Obando con el dictador, Daniel Ortega recuperó la libertad y optó por exiliarse en Cuba, donde fue bien amamantado, mientras la guerrilla sandinista iba creando un dogal asfixiante en torno al Palacio Presidencial de Managua, finalmente asaltado en 1979 por Edén Pastora.
El dictador Tachito Somoza huyó resbalando en el baño de sangre que había provocado. Le dio cobijo en Paraguay el dictador Stroessner, pero allí un comando compuesto por seis argentinos lo cazó años después. Su cadáver desventrado dentro del Mercedes Benz en plena avenida de España fue llorado solo por su amante, Dinorah Sampson.
Daniel Ortega había regresado a Nicaragua para erigirse en coordinador de la Junta del Frente Sandinista de Liberación Nacional. El sueño de la revolución democrática estaba en marcha. Mientras una generación cantaba a coro con Mejía Godoy Ay, Nicaragua, Nicaragüita, la flor más linda de mi querer, de todos los países acudían brigadistas con mochilas, cooperantes y jóvenes sandalieros de buen corazón a ponerse a las órdenes de los siete comandantes para alfabetizar el país y llevar la justicia social hasta el rincón más hermético de la selva. Todo parecía bendecido por la voluntad férrea de cambiar el orden de los tiempos. Allí estaba Ernesto Cardenal, cura libertador y gran poeta, nombrado ministro de Educación para dar una pauta de inteligencia moral a la sublevación contra la injusticia planetaria, y en ese momento Daniel Ortega, poseído todavía por la seducción del guerrillero verde oliva, pelo negro, bigote negro, mirada de fuego y lengua airada, fue elegido en 1984 presidente de la República de Nicaragua.
Tal vez las revoluciones deberían hacerse solo para ser fotografiadas en ese punto estético del primer momento en que se confunden con el humo del pueblo antes de que se pudran. En Nicaragua, pronto comenzaron a corromperse las aguas. En las filas sandinistas aparecieron en seguida los celos, los primeros cismas y la corrupción. Daniel Ortega no se ahorró ninguno de estos estigmas. El héroe Edén Pastora se pasó al enemigo. La Contra, apoyada con el dinero y el armamento de Norteamérica y de los somocistas exiliados, se había establecido en el norte y en el sur del país. Fue derrotada por las armas, pero no por el idealismo de una política limpia.
Ya entonces la figura de Daniel Ortega comenzó a abotargarse por fuera, si bien entonces aún se ignoraba que en 1982, cuando tenía 36 años, supuestamente había violado a su hijastra Zoiloamérica Narváez, adolescente de 15 años, un escándalo sexual tapado por su propia esposa, madre de la niña, Rosario Murillo, que no saltó hasta 10 años después. Ortega le hizo creer a la niña que los líderes de la historia, los héroes de la revolución y los salvadores de la patria necesitan sexo para su estabilidad emocional.
En su huida, la familia Somoza había dejado atrás la propiedad de dos millones de hectáreas, un número indeterminado de fábricas, hoteles, inmobiliarias. Este cúmulo de posesiones cayó sobre las cabezas de los vencedores como una gran piñata, que propició la rapiña general. No fue suficiente que el excomandante Sergio Ramírez luchara por recuperar los viejos ideales. Para saber en qué quedó la revolución sandinista basta con contemplar la figura actual de Daniel Ortega, reelegido presidente de Nicaragua ahora por segunda vez contra la propia Constitución. He aquí el diseño de un político lleno de conchas de galápago, la imagen física del corrupto pragmático y correoso, un revolucionario calvo, teñido y con tripa, el espejo roto donde se quebraron las canciones y los mejores sueños de una generación.
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