Los nuevos movimientos y el déficit de amor
Ángel Luis Lara*
Una de las particularidades de los nuevos movimientos que han tomado cuerpo en el último año, de la primavera árabe al 15 de mayo (15-M) español o a Occupy Wall Street, es la emergencia de una voluntad multitudinaria de politización de la existencia marcada por el protagonismo anónimo de las personas comunes. La toma colectiva de plazas y espacios públicos ha constituido para miles de personas su primer acercamiento a la acción política, al mismo tiempo que ha explicitado su decidido incorformismo frente a los patrones tradicionales de la representación política y de las mediaciones, así como su deseo de una organización realmente democrática de la vida social. A finales del siglo XIX, Gabriel Tarde anticipó la noción de público como vector fundamental de las futuras revueltas. Los nuevos movimientos han actualizado la virtualidad de su intuición: los públicos se rebelan contra la imposición de su condición de espectadores. El común de los movimientos actuales se funda sobre todo en esa cualidad de la insubordinación: dejar de ser meros objetos del enunciado para devenir los sujetos de la enunciación We are the 99 percent.
Si el movimiento global que precedió a la actual deriva movimentista estuvo protagonizado fundamentalmente por activistas y organizaciones, de ahí que recibiera el apelativo de “movimiento de movimientos”, la nueva insurgencia ha encontrado en las personas comunes y en las redes informales uno de sus motores fundamentales. Las experiencias en Occupy Wall Street o en el 15-M nos han subrayado que las denominadas “personas sin atributos” son, paradójicamente, las que han aportado a los movimentos los atributos más potentes: creatividad e imaginación. Esas personas nos han enseñado que la sociabilidad producida en Liberty Plaza o en la Puerta del Sol no sólo era de por sí directamente política, sino que la política a la que daba lugar no nos requería de especialización alguna ni nos exigía de capacidades diferentes a las que ponemos en juego en el día a día de nuestra vida. Occupy Wall Street y el 15-M han crecido sobre todo en torno a una composición social cuyo hacer productivo cotidiano consiste básicamente en la comunicación, el lenguaje, la producción de subjetividad y de relaciones o los cuidados: exactamente el mismo tejido de actividades que ha compuesto la acción en las plazas.
Desde este punto de vista, los nuevos movimientos no sólo han desactivado definitivamente la distinción habermasiana entre acción instrumental y acción comunicativa, sino que, a diferencia de las pautas tradicionales de la izquierda, no nos han impuesto el paso por filtros ideológicos ni la sujección a parámetros identitarios: basta con ser personas para ser parte de ellos. Occupy Wall Street y el 15-M nos han desvelado de la política lo que ya habíamos descubierto en relación al trabajo: que resulta cada vez más indistinguible de la vida. Si uno no delega la vida, no tiene porqué delegar la política. El carácter constituyente y la radicalidad democrática de las plazas no se han inyectado a través del discurso ni se han extraído de corpus ideológico alguno: han emanado directamente de la propia sociabilidad, de las personas, del estar juntos.
Un verdadero ejercicio multitudinario de reapropiación de nuestras fuerzas productivas.
Ha sido precisamente ese estar juntos el que ha colocado la categoría de amistad en el centro de los nuevos movimientos. Jacques Rancière lo decía hace poco: “la verdadera ruptura es dejar de vivir en el campo del enemigo”. Sin embargo, los actuales movimientos también están sirviendo para comprobar hasta qué punto los activistas clásicos tenemos una notable dificultad para desaprender la centralidad de la enemistad: nos sentimos más a gusto en la confrontación dialéctica que en el desborde creativo, que diría Tomás R. Villasante.
Lejos de dejarnos llevar por la fuerza del anonimato hasta desaparecer en el común de las personas, tendemos a reafirmarnos como diferencia, imponiendo nuestros ritmos, nuestras abstracciones ideológicas y nuestros corsés identitarios: cuando el estar juntos se torna activismo suele desconectarse de la vida cotidiana y se aleja de los problemas concretos que nos llevaron a las plazas. Es una suerte de privatización de los movimientos: las personas comunes terminan por sentirse ajenas y se marchan a su casa.
Algunos amigos que participamos juntos en Occupy Wall Street hemos comenzado a pensar estas cuestiones a partir de la categoría de amor, utilizando la propuesta conceptual del biólogo Humberto Maturana: “el amor es la emoción que constituye el campo de acciones en que nuestras interacciones recurrentes con otro hacen al otro un legítimo otro en la convivencia”. Lejos de aceptar al otro como diferencia, los activistas tendemos a imponerle nuestras prácticas y nuestras semánticas: encarnamos un déficit de amor. De nada sirve nuestra preocupación actual por construir políticas del común si no somos capaces de hacer de la propia política el más común de todos los bienes: participable por todos y todas. Esa es la obligación ética que nos impone la proposición We Are the 99 percent.
Como apunta Maturana, el amor es constitutivo de los seres humanos: para aprenderlo nos bastará simplemente con ser personas comunes. Atrevámonos a cuestionar críticamente nuestros puntos de partida, nuestras identidades y filiaciones, para promover en los movimientos un verdadero y decidido proceso de descolonización. Como dice Bell Hooks, ese es tal vez el paso más difícil en el proceso de aprender a amar. Al mismo tiempo, es hacia donde nos conduce una verdadera liberación: de la resistencia a la transformación. ¿Por qué conformarnos con la revuelta de unos pocos si en las plazas hemos sido miles y nos hemos nombrado como revolución?
* Enseña sociología en la New School de Nueva York y es guionista de televisión. Ha participado en el movimiento Occupy Wall Street desde sus inicios.
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