domingo, 18 de noviembre de 2012

El Buen fin/ relato.

Mar de Historias
El Buen Fin
Cristina Pacheco
Desde jovencito, cuando trabajaba como ayudante en un puesto, mi abuelo Pedro tiene una relación muy especial con los periódicos. No puede prescindir de ellos, asegura que su olor lo nutre. La forma en que los lee dice mucho de él y de sus estados de ánimo. Ayer, cuando subí la escalera y vi junto a la puerta de su recámara los diarios bien doblados, me preocupé. Ese detalle siempre es indicio de que mi abuelo se siente enfermo o cayó en uno de sus periodos de apatía y depresión.
En cambio cuando voy a visitarlo y me encuentro los periódicos regados por todas partes, me alegro. Ese desorden prueba que mi abuelo sigue enganchado al mundo, lleno de curiosidad y con ánimos para discutir acerca de lo humano y lo divino. Recuerdo la tarde en que lo encontré furioso porque a un moralista se le ocurrió pugnar para que desapareciera la sección en donde las sexoservidoras, siempre de espaldas a la cámara, ofrecían sus discretos y eficaces trabajos con el plus de un ambiente doméstico y dos aperitivos gratis.
Aquella tarde fingí reprocharle su morbosidad y mi abuelo me miró con expresión de adolescente sorprendido en pleno desahogo. Su gesto me conmovió y no pude menos que besarlo. Al despedirnos se puso el índice en los labios pidiendo mi silencio. Desde ese día, además de su nieta preferida, también soy su cómplice.
II
Ayer, antes de tocar a su puerta, pensé muy bien en cómo iba a hacerle para encaminar nuestra conversación hacia el asunto de El Buen Fin. Lo que para todo el mundo significa la gran oportunidad de comprar cosas innecesarias con descuento y a plazos, a él le había causado un enojo de clausura desde el jueves. Me lo avisó mi madre en el teléfono cuando el viernes le pregunté cómo estaba mi abuelo. Muy decaído. Me amenazó con que el martes comenzará a buscar un asilo. Dijo que quiere vivir entre personas a quienes no les pese su muerte.
Mi madre lloró y acabó por acusar de injusto a mi abuelo. Después de todo ella había sido la única de sus hijos en brindarle apoyo y casa cuando él enviudó. Le pedí que se tranquilizara y que hiciera memoria. En la conversación sostenida entre mis padres y mi abuelo la noche del jueves tal vez estuviera la clave de su actitud. Mi madre me aclaró que ni siquiera estaban conversando sino leyendo en el periódico las ofertas para El Buen Fin cuando de pronto don Pedro –como ella lo llama– se levantó de la mesa y sin decir palabra se fue a su cuarto.
Mi madre consideró esa reacción como uno más de los arranques de mi abuelo. Empezó a interpretarlo de otra manera el viernes por la mañana cuando él casi no desayunó y le dijo que el martes saldría a buscar un asilo.
Pensando en la angustia de mi madre toqué a la puerta de mi abuelo. Como respuesta oí sus pasos lentos, asordinados. Otra mala señal: eran las 12 del día y a esas horas él jamás anda en pantuflas. Al fin me abrió. No necesité preguntarle cómo estaba. Me bastó mirar su expresión para saber que se encontraba de pésimo humor. Lo confirmé por el tono que usó cuando me dijo: Si vienes a hablarme de El Buen Fin, mejor vete. No me interesa la oferta y no pienso aprovecharla.
Creí que se refería a la de un televisor. El suyo tiene como 20 años. Para que encienda es necesario oprimirle todos los botones y darle golpecitos. Si eso no basta, mi abuelo, vuelto un ingeniero en electrónica, se pone a moverle todos los cables. Por el temor de que sufra un accidente le hemos pedido que nos deje cambiarle su tele por una moderna que funcione. Rechaza nuestra sugerencia basado en una razón sentimental: en el viejo televisor veía los noticieros con mi abuela.
No era momento de discutir y traté de ganarme su confianza poniéndome de su lado: Si no quieres cambiar la tele, nadie te obliga, pero tampoco es justo que te hayas enojado con mi mamá sólo porque te habló de la oferta. Mi abuelo soltó una carcajada que le provocó tos y apenas pude entenderle cuando dijo: En previsión, por si las dudas, ¡qué bonito! Agitado, con la cara roja, se sentó en la cama y siguió hablando entre jadeos: ¿Ya te lo dijo tu madre? Pienso buscar un asilo. No se preocupen, lo encontraré mucho antes de estirar la pata. Así les ahorro molestias y gastos.
Sus palabras me causaron miedo y a él la satisfacción de verme en su trampa. Le pedí que prescindiera de ironías y hablara claro. En vez de hacerlo tomó una hoja de periódico, me la puso delante y señaló con el dedo un recuadro marcado a lápiz: Lee. ¡Entérate! Obedecí: Velatorios y funerarias también participarán en El Buen Fin. Con ese objeto, y haciendo gala de su profesionalismo y su espíritu de servicio, han elaborado paquetes especiales.
Suspendí la lectura, pero mi abuelo, con un movimiento de cabeza, me pidió continuar: Diseñados con las ventajas y facilidades que ofrecen las agencias de viajes, los paquetes están hechos a la medida de los clientes que en el futuro emprenderán el viaje sin retorno. En renglón aparte y letra negrita, había tres líneas más: Al integrarse al programa El Buen Fin, las empresas funerarias estimulan la cultura de la prevención y contribuyen a mejorar la economía de nuestro México. Se aceptan todas las tarjetas de crédito.
Empecé a comprender lo que había causado el disgusto de mi abuelo. Imaginé el momento en que, la noche del jueves, mi madre encontró el aviso de las agencias funerarias, lo leyó sin mala intención y comentó lo que repite siempre ante una oferta: Sería bueno aprovecharla. Se lo expliqué a mi abuelo. No hizo comentarios. Extendió la mano para que le devolviera la hoja del periódico y la arrugó entre sus dedos.
Le insistí en que todos lo adorábamos y sólo queríamos lo mejor para él. Le hablé también de cuánto se preocupaba mi madre por su salud y de que ella estaba haciendo planes para regalarle en Navidad un televisor. Él parpadeó como siempre que va a estallar su enojo y me le adelanté: “Para que lo instales cuando te dé la gana y si no quieres hacerlo, pues no ¡y ya! Lo que ella quiere…”
Mi acento, entre urgido y tierno, empezó a contrastar con la expresión alegre de mi abuelo y sus carcajadas. Su euforia me sorprendió: ¿Qué pasa: de qué te ríes? Tardó en responderme: Nunca pensé que con mi muerte pudiera contribuir a la economía nacional si elijo, con descuento y a plazos, mi ataúd y mi entierro. Ah, y con otra ventaja: será a mi gusto.
Aunque irónicas, sus palabras eran graciosas, pero no sentí ganas de reír. Él, ya más tranquilo, me preguntó cuándo terminaba El Buen Fin. Se lo dije y sacó una conclusión: O sea que aún tenemos tiempo de aprovecharlo. Cerca hay una funeraria. Baja y dile a tu madre que vamos a salir. Pobre hija mía: aunque yo elija un servicio económico, presiento que ella terminará de pagar mi último viaje mucho después de que yo lo haya emprendido.
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