El tesoro de la Duquesa
Cayetana de Alba habla con El País Semanal sobre la exposición en Madrid de su colección
Las obras se podrán visitar, durante cuatro meses, en el Centro Cibeles de Cultura y Ciudadanía
Caían chuzos de punta en Madrid a las puertas del palacio de Liria.
Una vez traspasada la verja de ese islote detenido en el tiempo en pleno
centro, era mejor esperar a que escampara para acercarse a la entrada.
Menos mal que Luis, el mayordomo, con uniforme azul y botones quizá
dorados o puede que plateados –la memoria y la luz tenebrosa de la tarde
no alcanzan a fijar el dato–, acudió al rescate con un paraguas XXL que
servía de sobra para resguardarnos a los dos. El recorrido por el
camino de piedra resulta como el cruce al otro lado del espejo. Tras los
portones queda la realidad. Dentro, una desconcertante fantasía. La de
la casa de Alba: con sus más de 500 años de historia.
La oscuridad de la tormenta no ayudaba. Y tal como decía Manuel Vicent en su más que brillante retrato de Jesús Aguirre –segundo marido de Cayetana de Alba–, lo que más cuesta en Liria es encontrar los interruptores. La luz está dada, y por ahí pululan quienes durante meses han organizado la exposición de los tesoros de la familia que se exhibirá desde el 30 de noviembre hasta el 31 de marzo en la sede del ayuntamiento madrileño dentro de un espacio llamado Centro Cibeles de Cultura y Ciudadanía.
En la puerta, un tanto inquieto por el chaparrón, está Carlos Stuart, como él mismo se presenta, duque de Huéscar y primogénito de la casa de Alba, el mayor de los seis hijos de la duquesa. Ofrece agua y café, y recibe en el despacho de la entrada. Es un lugar ordenado, con biblioteca victoriana de caoba y lámparas brillantes adquiridas por sus padres en Londres en los años cincuenta. Sobre la mesa de trabajo hay lupas, papeles y carpetas. Pero ningún ordenador: “Soy torpe”, admite, bromeando. “Aunque domino Google y voy a comprarme una tableta”.
Menos mal que uno escucha términos como Google y tableta. Nos devuelven de golpe al mundo global y en parte al que hemos dejado afuera de la verja con su implacable chaparrón de agua y desahucios, de protestas y recortes. Es entonces cuando el duque de Huéscar relata que dispone de un lugar más acorde con los tiempos para trabajar: “Tengo un saloncito, con mi ordenador, pero es un espacio más privado”.
Es entonces cuando caes. Existe un túnel del tiempo constante en la casa. Un perpetuo transbordo de sus habitantes entre el pasado y el presente al que Carlos Stuart, que ha vivido allí desde niño, lo mismo que sus hermanos, no es ajeno. Ha crecido con él, dentro del mismo, tratando de hallar cierta naturalidad entre una vivienda normal y una especie de museo, o unos jardines donde guardan un espacio generoso para las tumbas de sus perros con leyendas y dedicatorias llenas de cariño: “A Lady”, “Pancho, Panchito”, “Willy, perro fiel de Liria, que vino de Holanda”, “Cartucho, tucho, tuchito, perro de Jesús, murió a los 16 años”…
Porque eso es en gran parte el palacio de Liria. Un museo con el sello emotivo, pese a sus imponentes balaustres de mármol, de la familia que lo habita y que nos muestra encantado el comisario de la muestra, Pablo Melendo Beltrán. Un lugar al que se accede bajo la sombra de un lema de Cicerón que alude precisamente a eso, a conservar el legado de los antepasados, como introducción a los espacios donde cuelgan de las paredes grecos, zurbaranes, goyas, riberas, tizianos, mengs, chagalles, zuloagas, rubens y rembrandts… Todos ordenados en sus propias salas temáticas, la de los flamencos, la italiana, la de Goya…
O una biblioteca de lujo y consulta obligada para historiadores de varias disciplinas en la que se hallan desde primeras ediciones de El Quijote hasta las cartas de navegación que Cristóbal Colón utilizó en su viaje a América. Todo eso y más es lo que los Alba dejan salir de Liria para esta exposición. La más completa sobre el legado de una dinastía que data del siglo XIV, cuando la instauró en la familia de los Álvarez de Toledo, originaria de Alba de Tormes, el rey Enrique II de Castilla, y que ha sido crucial en la historia europea a lo largo de los siglos.
Pero el actual linaje llega desde algo después, con el de los Fitz-James Stuart, duques de Berwick, unidos a los Alba en el siglo XIX. Ahora quieren abrirse y compartir el disfrute de lo suyo con la sociedad. Pero abrirse en código Alba resulta algo más complicado. He ahí lo contradictorio.
“A que nos va usted a dejar bien…”, sugiere el duque de Huéscar. ¿Por qué habrían de quedar mal?, se pregunta uno, cuando ponen los tesoros a disposición de la capital y los ciudadanos. Si la misma historia ha sido testigo de su papel y es a los estudiosos de la misma a quienes corresponde juzgar.
El mundo de hoy es otra cosa. Los medios de comunicación, la gula general por las exclusivas de papel cuché y programas rosas de las que son permanentemente objeto también les proporcionan su ración de gloria y desgracia posmoderna. Líos de familia, desencuentros, las aventuras de la duquesa, los guirigáis de algunos de los hijos… Pero eso son otros cantares que no ocupan lo que ahora interesa: la exposición titulada El legado de la casa de Alba, con una idea fuerza: el mecenazgo al servicio del arte.
El problema es que la duquesa, que de lo que guarda en su casa sabe hasta el último detalle, resulta ahora de difícil acceso. Prefieren mantenerla lejos de esta cuidada estrategia de imagen de la casa porque en el discurso oficial lo que impera es cierta cerrazón. De España y la lealtad al Rey es difícil sacarles. No son bien recibidas preguntas sobre sus bienes patrimoniales –tres empresas agrícolas que explotan las 34.000 hectáreas de terreno que poseen en toda España– más allá de los artísticos que aparecen en el catálogo de la muestra.
“Luce mucho más en una exposición que viéndolo aquí, en casa, todo
apelotonado”, comenta el duque de Huéscar. A él le preocupa dejar
patente el papel de la aristocracia en la sociedad de hoy, así como el
constante esfuerzo de conservación del patrimonio de la familia para
mantenerlo en las mejores condiciones. “Nuestro deber es centrarnos en
la administración de un pasado y mantenerlo en las mejores condiciones para legarlo”, asegura el duque.
En cuanto al papel de la aristocracia, o al menos de la casa de Alba como una de las cabezas visibles con más títulos nobiliarios del mundo, la trayectoria para el heredero es clara: “Son tres las características: ejemplaridad, servicio al país y a la corona”. Un conjunto de deberes que se aprecia, según el duque, en la España actual, aunque su clase se encuentre, según sus palabras, “diluida en la sociedad”. Diluida, pero prestando un servicio: “Existen nobles en el ejército, en la política, en la diplomacia, en las profesiones liberales…”. Siempre, según el duque, cumpliendo un papel. Y conservando una impecable línea genealógica resultado, según José Manuel Calderón, asesor histórico de la exposición y profesor de la Universidad de Alcalá de Henares, de “una excelente política de casamientos”.
Entre ese cometido, en lo que toca a los Alba, está el de su patrimonio. No el de grandes propietarios agrícolas, del que prefieren no hablar. “Tenemos tres empresas… Pero esta entrevista es para tratar sobre la exposición”, avisa. No viene a cuento. ¿Y empleados en Liria? “Unos 25 debe de haber…”. Redondeando.
A lo que vamos, la colección, el legado artístico. ¿Quiénes fueron los Alba coleccionistas? “El primero, el marqués del Carpio, al que debemos 32 cuadros de los que tenemos actualmente, adquiridos o encargados por él en el siglo XVII”. Un mecenas puro que llegó a tener en su poder la Venus del espejo, de Velázquez, que hoy queda en la colección de la National Gallery de Londres y que la familia perdió al quedar en manos de Godoy.
“Pero quien realmente impulsó todo fue Carlos Miguel, decimocuarto duque de Alba”, prosigue su descendiente, “amigo de Rossini, a principios del siglo XIX, gran amante de la música, que compró casi todo; y ya, finalmente, mi abuelo, don Jacobo, y mi madre…”.
A ellos se debe, sobre todo, la obra titánica de la reconstrucción del palacio de Liria, arrasado por los bombardeos dirigidos al cuartel del Conde Duque durante la Guerra Civil. Todo quedó en pasto de las llamas. Se perdieron muchos volúmenes de la biblioteca y gran parte de la colección de pintura se salvó porque fue evacuada de la ciudad junto a los tesoros del Prado en un éxodo épico hacia los Pirineos.
Los cuadros sufrieron todo tipo de vicisitudes. Por eso, años más tarde, Jesús Aguirre, ya casado en segundas nupcias con Cayetana, se empeñó en restaurar la colección. Para ello acudió a la mano de Rafael Alonso, conservador del Museo del Prado, que desde el año 1978 se ha ocupado personalmente de ir cuidando los lienzos legendarios de la casa. “La colección está en tus manos”, le dijo en su día Aguirre. Hasta tal punto confiaba en él que se negó a que fuese ayudado por colaboradores. Y montó un taller para que trabajara dentro del palacio sin limitación de tiempo o medios. Allí, con la paciencia de un monje, Alonso, previo diagnóstico, opera las obras de arte: “Cada una tiene su propio tratamiento”, afirma. Hoy, este conservador es uno de los pilares principales de la exposición por el estado más que saludable en que llegan las pinturas.
La reconstrucción del palacio fue otro cantar. Un empeño de la joven Cayetana, que no tuvo más remedio que coger el testigo que le cedió su padre, muerto en 1953. Aquella mujer no se parecía a ninguna. De personalidad fuerte y libérrima, entre otras cosas, renunció a posar como modelo para Picasso, pero sí lo hizo para Zuloaga, que la inmortalizó de niña subida a un poni. De rompe y rasga se mostró siempre. Y lo sigue siendo a sus coquetos 87 años. Inicialmente no iba a participar en nada que tuviera que ver con la promoción de este hito en la casa, pero, insistiendo, insistiendo, accede a dejarse fotografiar en el palacio sevillano de Dueñas y contestar algunas cosas por correo electrónico.
Parece como si temieran dejarla hablar. Esa franqueza, ese ponerse el mundo por montera, cuando en realidad será quien más visitantes atraiga a la muestra como verdadera estrella del foco mediático por su propia y nada afectada excentricidad.
El problema es que se trata de una cita importante y no quieren malos entendidos. El guion del pacto es como sigue. Así respondió por escrito. Luego se produjo el encuentro.
–¿Qué supone para la casa de Alba una exposición como la que se inaugura en Madrid?
–Una oportunidad única de dar a conocer a los madrileños y a los demás visitantes de nuestra querida ciudad algunas de las obras de arte de la colección Casa de Alba, una cuidada selección de pintura, escultura y grabados, que habitualmente no pueden contemplarse por encontrarse en espacios privados.
–¿Cuál ha sido el papel de la casa de Alba en la historia de España a través de los siglos? ¿Cuál es su rasgo fundamental?
–La casa de Alba ha estado al servicio de la Monarquía española a lo largo de más de seis siglos de historia familiar, desde el lejano siglo XIV, y para caracterizar su rasgo fundamental, sin duda, habría que hablar de fidelidad.
–¿Cuál cree que es la inspiración y el carisma de las mujeres en la casa de Alba que ha marcado la diferencia con otras casas aristocráticas?
–Su temperamento, su españolismo, su generosidad, su patriotismo, su monarquismo y su servicio siempre al Rey y a la Monarquía.
–¿Cuál es el papel que debe desempeñar la aristocracia en la sociedad actual?
–El que ha hecho siempre con toda generosidad para España y su Rey.
Impecable y sin fisuras. Impenetrable en su obsesión por la lealtad monárquica, la casa de Alba quiere abrirse a la sociedad, pero cierra filas en su discurso. Les invade una especie de temor. Más ahora, cuando todo, hasta la Corona, es como nunca vulnerable a las redes sociales, a los comentarios a escala global y al juicio público.
Una vez en Dueñas, la cosa cambia. Luce el sol en una mañana digna de la inspiración que llevó a Machado a escribir: “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero”. Unas líneas que salieron de aquel espacio habitado ahora por Cayetana y su actual esposo, Alfonso Díez, un hombre muy atento y correcto que se ocupa de no dejar defraudar a su esposa en el posado.
“Tengo muy poco tiempo”, advierte la duquesa en la sala sometida a la penumbra donde nos recibe. Pero, una vez metida en faena, planta el pie sobre la mesa y consiente en responder o ampliar lo que había mandado por escrito sin límites, relajada.
–Nos gustaría que nos hiciera más hincapié en esa visión de las mujeres a lo largo de su dinastía. Tuvieron carácter. ¿A cuál de ellas se parece usted?
–Todas fueron diferentes. De mi madre, lo poco que recuerdo es que era guapísima y muy cariñosa, gran deportista. Mi abuela, lo mismo. La emperatriz Eugenia de Montijo –esposa de Napoleón III– tenía un carácter fuerte, gran personalidad, se vestía maravillosamente y adoraba España y Francia. Cayetana, la que pintó Goya, era muy personal, hacía lo que sentía y lo que le daba la gana. Pero yo no me parezco a ninguna por mucho que digan.
Anda un poco revirada por un titular que la extrajeron sobre Cataluña –“Lo que pasa allí es muy poco patriota”, dijo– y que ha incendiado las redes sociales. Quiere matizar su amor hacia aquella tierra.
–Adoro Cataluña y a los catalanes y Barcelona, les admiro por su capacidad de trabajo y por cómo sacan adelante las cosas; solo porque crea que es una pena que se separen no quiere decir que no les valore. Eso se ha interpretado muy injustamente; yo soy patriótica y monárquica, pero aprecio especialmente a Cataluña por cómo llevan sus asuntos.
Prefiere ahondar en eso que hablar de la exposición. Pero toca recordarle el tema porque, si no, se desliza sobre otros asuntos sobre los que le interesa más hablar.
–Se va a poder ver todo en cuatro meses, todo lo que vale la pena, pero no se va a desvalijar la casa, eso no.
–La reconstrucción del palacio de Liria fue un empeño suyo. Una labor de vida.
–Mi padre me dijo que empezaba si yo me ocupaba. Le dije que sí y quedó todo el trabajo para mí. Pero yo no me achico en lo que vale la pena.
–Y de todo lo que se va a poder contemplar, ¿hay algo especialmente querido para usted?
–Cosas sueltas, recuerdos con los que me han ido obsequiando toda la vida. Pero quizá La Virgen de la granada, de Fra Angelico, es lo que más me gusta.
–Nos queda claro lo del servicio a la Corona, pero, aparte de lo que se supone, ¿cuál debe ser el papel de la aristocracia en una sociedad como la de hoy?
–Yo soy monárquica por los cuatro costados, y muy honrada de serlo. Me bautizaron en el Palacio Real y mis padrinos fueron los reyes. La Monarquía en España es el mejor modo de Gobierno, porque este es un país muy difícil, no es fácil. La única gloria de España es la Monarquía. Une mucho más y se evitan pugilatos y facciones que tiran todo por la borda. La culpa de lo que ocurre hoy en España la tiene…
Es entonces, en mitad de la conversación, cuando salta la voz de don Alfonso:
–Bueno, ya está, Cayetana, se acabó.
En fin, que nos quedamos con estos puntos suspensivos.
–La culpa la tiene ese que todo el mundo sabe quién es, pero que anda escondido…
Alfonso vuelve a terciar:
–Todos han cometido sus errores, tanto dentro como fuera de España.
Cayetana zanja:
–No estoy de acuerdo.
Alfonso nos define:
–Si es que ya veis, ella es tan natural, que venís aquí y os trata como si fuerais amigos de toda la vida, y yo le digo: “Cayetana, no son amigos… son periodistas”.
–Buenos días, muchas gracias. Nosotros nos vamos.
Y salimos de Dueñas. Con foto, entrevista y ese suspense final que dejamos a gusto del lector.
La oscuridad de la tormenta no ayudaba. Y tal como decía Manuel Vicent en su más que brillante retrato de Jesús Aguirre –segundo marido de Cayetana de Alba–, lo que más cuesta en Liria es encontrar los interruptores. La luz está dada, y por ahí pululan quienes durante meses han organizado la exposición de los tesoros de la familia que se exhibirá desde el 30 de noviembre hasta el 31 de marzo en la sede del ayuntamiento madrileño dentro de un espacio llamado Centro Cibeles de Cultura y Ciudadanía.
En la puerta, un tanto inquieto por el chaparrón, está Carlos Stuart, como él mismo se presenta, duque de Huéscar y primogénito de la casa de Alba, el mayor de los seis hijos de la duquesa. Ofrece agua y café, y recibe en el despacho de la entrada. Es un lugar ordenado, con biblioteca victoriana de caoba y lámparas brillantes adquiridas por sus padres en Londres en los años cincuenta. Sobre la mesa de trabajo hay lupas, papeles y carpetas. Pero ningún ordenador: “Soy torpe”, admite, bromeando. “Aunque domino Google y voy a comprarme una tableta”.
Menos mal que uno escucha términos como Google y tableta. Nos devuelven de golpe al mundo global y en parte al que hemos dejado afuera de la verja con su implacable chaparrón de agua y desahucios, de protestas y recortes. Es entonces cuando el duque de Huéscar relata que dispone de un lugar más acorde con los tiempos para trabajar: “Tengo un saloncito, con mi ordenador, pero es un espacio más privado”.
Es entonces cuando caes. Existe un túnel del tiempo constante en la casa. Un perpetuo transbordo de sus habitantes entre el pasado y el presente al que Carlos Stuart, que ha vivido allí desde niño, lo mismo que sus hermanos, no es ajeno. Ha crecido con él, dentro del mismo, tratando de hallar cierta naturalidad entre una vivienda normal y una especie de museo, o unos jardines donde guardan un espacio generoso para las tumbas de sus perros con leyendas y dedicatorias llenas de cariño: “A Lady”, “Pancho, Panchito”, “Willy, perro fiel de Liria, que vino de Holanda”, “Cartucho, tucho, tuchito, perro de Jesús, murió a los 16 años”…
Porque eso es en gran parte el palacio de Liria. Un museo con el sello emotivo, pese a sus imponentes balaustres de mármol, de la familia que lo habita y que nos muestra encantado el comisario de la muestra, Pablo Melendo Beltrán. Un lugar al que se accede bajo la sombra de un lema de Cicerón que alude precisamente a eso, a conservar el legado de los antepasados, como introducción a los espacios donde cuelgan de las paredes grecos, zurbaranes, goyas, riberas, tizianos, mengs, chagalles, zuloagas, rubens y rembrandts… Todos ordenados en sus propias salas temáticas, la de los flamencos, la italiana, la de Goya…
O una biblioteca de lujo y consulta obligada para historiadores de varias disciplinas en la que se hallan desde primeras ediciones de El Quijote hasta las cartas de navegación que Cristóbal Colón utilizó en su viaje a América. Todo eso y más es lo que los Alba dejan salir de Liria para esta exposición. La más completa sobre el legado de una dinastía que data del siglo XIV, cuando la instauró en la familia de los Álvarez de Toledo, originaria de Alba de Tormes, el rey Enrique II de Castilla, y que ha sido crucial en la historia europea a lo largo de los siglos.
Pero el actual linaje llega desde algo después, con el de los Fitz-James Stuart, duques de Berwick, unidos a los Alba en el siglo XIX. Ahora quieren abrirse y compartir el disfrute de lo suyo con la sociedad. Pero abrirse en código Alba resulta algo más complicado. He ahí lo contradictorio.
“A que nos va usted a dejar bien…”, sugiere el duque de Huéscar. ¿Por qué habrían de quedar mal?, se pregunta uno, cuando ponen los tesoros a disposición de la capital y los ciudadanos. Si la misma historia ha sido testigo de su papel y es a los estudiosos de la misma a quienes corresponde juzgar.
El mundo de hoy es otra cosa. Los medios de comunicación, la gula general por las exclusivas de papel cuché y programas rosas de las que son permanentemente objeto también les proporcionan su ración de gloria y desgracia posmoderna. Líos de familia, desencuentros, las aventuras de la duquesa, los guirigáis de algunos de los hijos… Pero eso son otros cantares que no ocupan lo que ahora interesa: la exposición titulada El legado de la casa de Alba, con una idea fuerza: el mecenazgo al servicio del arte.
El problema es que la duquesa, que de lo que guarda en su casa sabe hasta el último detalle, resulta ahora de difícil acceso. Prefieren mantenerla lejos de esta cuidada estrategia de imagen de la casa porque en el discurso oficial lo que impera es cierta cerrazón. De España y la lealtad al Rey es difícil sacarles. No son bien recibidas preguntas sobre sus bienes patrimoniales –tres empresas agrícolas que explotan las 34.000 hectáreas de terreno que poseen en toda España– más allá de los artísticos que aparecen en el catálogo de la muestra.
"Luce mucho más en una exposición que viéndolo aquí, en casa, todo apelotonado", dice el duque de Huéscar
En cuanto al papel de la aristocracia, o al menos de la casa de Alba como una de las cabezas visibles con más títulos nobiliarios del mundo, la trayectoria para el heredero es clara: “Son tres las características: ejemplaridad, servicio al país y a la corona”. Un conjunto de deberes que se aprecia, según el duque, en la España actual, aunque su clase se encuentre, según sus palabras, “diluida en la sociedad”. Diluida, pero prestando un servicio: “Existen nobles en el ejército, en la política, en la diplomacia, en las profesiones liberales…”. Siempre, según el duque, cumpliendo un papel. Y conservando una impecable línea genealógica resultado, según José Manuel Calderón, asesor histórico de la exposición y profesor de la Universidad de Alcalá de Henares, de “una excelente política de casamientos”.
Entre ese cometido, en lo que toca a los Alba, está el de su patrimonio. No el de grandes propietarios agrícolas, del que prefieren no hablar. “Tenemos tres empresas… Pero esta entrevista es para tratar sobre la exposición”, avisa. No viene a cuento. ¿Y empleados en Liria? “Unos 25 debe de haber…”. Redondeando.
A lo que vamos, la colección, el legado artístico. ¿Quiénes fueron los Alba coleccionistas? “El primero, el marqués del Carpio, al que debemos 32 cuadros de los que tenemos actualmente, adquiridos o encargados por él en el siglo XVII”. Un mecenas puro que llegó a tener en su poder la Venus del espejo, de Velázquez, que hoy queda en la colección de la National Gallery de Londres y que la familia perdió al quedar en manos de Godoy.
“Pero quien realmente impulsó todo fue Carlos Miguel, decimocuarto duque de Alba”, prosigue su descendiente, “amigo de Rossini, a principios del siglo XIX, gran amante de la música, que compró casi todo; y ya, finalmente, mi abuelo, don Jacobo, y mi madre…”.
A ellos se debe, sobre todo, la obra titánica de la reconstrucción del palacio de Liria, arrasado por los bombardeos dirigidos al cuartel del Conde Duque durante la Guerra Civil. Todo quedó en pasto de las llamas. Se perdieron muchos volúmenes de la biblioteca y gran parte de la colección de pintura se salvó porque fue evacuada de la ciudad junto a los tesoros del Prado en un éxodo épico hacia los Pirineos.
Los cuadros sufrieron todo tipo de vicisitudes. Por eso, años más tarde, Jesús Aguirre, ya casado en segundas nupcias con Cayetana, se empeñó en restaurar la colección. Para ello acudió a la mano de Rafael Alonso, conservador del Museo del Prado, que desde el año 1978 se ha ocupado personalmente de ir cuidando los lienzos legendarios de la casa. “La colección está en tus manos”, le dijo en su día Aguirre. Hasta tal punto confiaba en él que se negó a que fuese ayudado por colaboradores. Y montó un taller para que trabajara dentro del palacio sin limitación de tiempo o medios. Allí, con la paciencia de un monje, Alonso, previo diagnóstico, opera las obras de arte: “Cada una tiene su propio tratamiento”, afirma. Hoy, este conservador es uno de los pilares principales de la exposición por el estado más que saludable en que llegan las pinturas.
La reconstrucción del palacio fue otro cantar. Un empeño de la joven Cayetana, que no tuvo más remedio que coger el testigo que le cedió su padre, muerto en 1953. Aquella mujer no se parecía a ninguna. De personalidad fuerte y libérrima, entre otras cosas, renunció a posar como modelo para Picasso, pero sí lo hizo para Zuloaga, que la inmortalizó de niña subida a un poni. De rompe y rasga se mostró siempre. Y lo sigue siendo a sus coquetos 87 años. Inicialmente no iba a participar en nada que tuviera que ver con la promoción de este hito en la casa, pero, insistiendo, insistiendo, accede a dejarse fotografiar en el palacio sevillano de Dueñas y contestar algunas cosas por correo electrónico.
Parece como si temieran dejarla hablar. Esa franqueza, ese ponerse el mundo por montera, cuando en realidad será quien más visitantes atraiga a la muestra como verdadera estrella del foco mediático por su propia y nada afectada excentricidad.
El problema es que se trata de una cita importante y no quieren malos entendidos. El guion del pacto es como sigue. Así respondió por escrito. Luego se produjo el encuentro.
–¿Qué supone para la casa de Alba una exposición como la que se inaugura en Madrid?
–Una oportunidad única de dar a conocer a los madrileños y a los demás visitantes de nuestra querida ciudad algunas de las obras de arte de la colección Casa de Alba, una cuidada selección de pintura, escultura y grabados, que habitualmente no pueden contemplarse por encontrarse en espacios privados.
–¿Cuál ha sido el papel de la casa de Alba en la historia de España a través de los siglos? ¿Cuál es su rasgo fundamental?
–La casa de Alba ha estado al servicio de la Monarquía española a lo largo de más de seis siglos de historia familiar, desde el lejano siglo XIV, y para caracterizar su rasgo fundamental, sin duda, habría que hablar de fidelidad.
–¿Cuál cree que es la inspiración y el carisma de las mujeres en la casa de Alba que ha marcado la diferencia con otras casas aristocráticas?
–Su temperamento, su españolismo, su generosidad, su patriotismo, su monarquismo y su servicio siempre al Rey y a la Monarquía.
–¿Cuál es el papel que debe desempeñar la aristocracia en la sociedad actual?
–El que ha hecho siempre con toda generosidad para España y su Rey.
Impecable y sin fisuras. Impenetrable en su obsesión por la lealtad monárquica, la casa de Alba quiere abrirse a la sociedad, pero cierra filas en su discurso. Les invade una especie de temor. Más ahora, cuando todo, hasta la Corona, es como nunca vulnerable a las redes sociales, a los comentarios a escala global y al juicio público.
Una vez en Dueñas, la cosa cambia. Luce el sol en una mañana digna de la inspiración que llevó a Machado a escribir: “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero”. Unas líneas que salieron de aquel espacio habitado ahora por Cayetana y su actual esposo, Alfonso Díez, un hombre muy atento y correcto que se ocupa de no dejar defraudar a su esposa en el posado.
“Tengo muy poco tiempo”, advierte la duquesa en la sala sometida a la penumbra donde nos recibe. Pero, una vez metida en faena, planta el pie sobre la mesa y consiente en responder o ampliar lo que había mandado por escrito sin límites, relajada.
–Nos gustaría que nos hiciera más hincapié en esa visión de las mujeres a lo largo de su dinastía. Tuvieron carácter. ¿A cuál de ellas se parece usted?
–Todas fueron diferentes. De mi madre, lo poco que recuerdo es que era guapísima y muy cariñosa, gran deportista. Mi abuela, lo mismo. La emperatriz Eugenia de Montijo –esposa de Napoleón III– tenía un carácter fuerte, gran personalidad, se vestía maravillosamente y adoraba España y Francia. Cayetana, la que pintó Goya, era muy personal, hacía lo que sentía y lo que le daba la gana. Pero yo no me parezco a ninguna por mucho que digan.
Anda un poco revirada por un titular que la extrajeron sobre Cataluña –“Lo que pasa allí es muy poco patriota”, dijo– y que ha incendiado las redes sociales. Quiere matizar su amor hacia aquella tierra.
–Adoro Cataluña y a los catalanes y Barcelona, les admiro por su capacidad de trabajo y por cómo sacan adelante las cosas; solo porque crea que es una pena que se separen no quiere decir que no les valore. Eso se ha interpretado muy injustamente; yo soy patriótica y monárquica, pero aprecio especialmente a Cataluña por cómo llevan sus asuntos.
Prefiere ahondar en eso que hablar de la exposición. Pero toca recordarle el tema porque, si no, se desliza sobre otros asuntos sobre los que le interesa más hablar.
–Se va a poder ver todo en cuatro meses, todo lo que vale la pena, pero no se va a desvalijar la casa, eso no.
–La reconstrucción del palacio de Liria fue un empeño suyo. Una labor de vida.
–Mi padre me dijo que empezaba si yo me ocupaba. Le dije que sí y quedó todo el trabajo para mí. Pero yo no me achico en lo que vale la pena.
–Y de todo lo que se va a poder contemplar, ¿hay algo especialmente querido para usted?
–Cosas sueltas, recuerdos con los que me han ido obsequiando toda la vida. Pero quizá La Virgen de la granada, de Fra Angelico, es lo que más me gusta.
–Nos queda claro lo del servicio a la Corona, pero, aparte de lo que se supone, ¿cuál debe ser el papel de la aristocracia en una sociedad como la de hoy?
–Yo soy monárquica por los cuatro costados, y muy honrada de serlo. Me bautizaron en el Palacio Real y mis padrinos fueron los reyes. La Monarquía en España es el mejor modo de Gobierno, porque este es un país muy difícil, no es fácil. La única gloria de España es la Monarquía. Une mucho más y se evitan pugilatos y facciones que tiran todo por la borda. La culpa de lo que ocurre hoy en España la tiene…
Es entonces, en mitad de la conversación, cuando salta la voz de don Alfonso:
–Bueno, ya está, Cayetana, se acabó.
En fin, que nos quedamos con estos puntos suspensivos.
–La culpa la tiene ese que todo el mundo sabe quién es, pero que anda escondido…
Alfonso vuelve a terciar:
–Todos han cometido sus errores, tanto dentro como fuera de España.
Cayetana zanja:
–No estoy de acuerdo.
Alfonso nos define:
–Si es que ya veis, ella es tan natural, que venís aquí y os trata como si fuerais amigos de toda la vida, y yo le digo: “Cayetana, no son amigos… son periodistas”.
–Buenos días, muchas gracias. Nosotros nos vamos.
Y salimos de Dueñas. Con foto, entrevista y ese suspense final que dejamos a gusto del lector.
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