domingo, 11 de noviembre de 2012

La mudanza/ relato.

Mar de Historias
La mudanza
Cristina Pacheco
Cuando llegamos a esta casa pensé que nunca íbamos a dejarla. Al cabo de los años me hice las ilusiones de que era nuestra. Quizá por eso no me pesaba tanto hacer las composturas desde el momento en que la señora Chávez, a pesar de ser la dueña, se negó a cubrir el gasto de las reparaciones. Entre las capas de pintura que cubren las paredes quedaron los ahorros de Lázaro y los míos. Bajo las duelas que fue necesario cambiar para no hundirnos enterramos nuestros pequeños deseos: hacer un viajecito, comprarles bicicletas a los hijos, pintar el coche o cambiarle el motor a la lavadora.
En julio la señora Chávez vino a notificarme de una nueva alza en la renta. Le dije que me parecía excesiva y le pedí su comprensión. Teníamos derecho a esperarla porque hemos sido muy buenos inquilinos. La prueba está en que la casa se ve en mejores condiciones que cuando Lázaro y yo la alquilamos. Entonces tenía humedades por todas partes y las ventanas estaban descuadradas. No dudé en recordárselo a la señora Chávez y en recalcarle que para componer esas fallas mi esposo y yo habíamos tenido que invertir mucho dinero. Mi argumento no alteró su decisión: Si la renta está fuera de su alcance, les recomiendo que empiecen a buscar un sitio adonde irse en uno o dos meses máximo.
Me pareció que el plazo era corto, sobre todo porque Lázaro y yo trabajamos todo el día. Sólo tenemos libres los domingos. Aunque los dedicáramos completos a la búsqueda de un departamento no sería suficiente y le pedí que nos diera más tiempo. A la señora Chávez ese problema no le pareció motivo para complacerme. Entonces le hablé de mi amor por la casa en donde crecieron mis hijos. Lo entiendo, las mujeres somos muy apegadas.
Le agradecí su comprensión y alenté la esperanza de que aceptara que permaneciéramos un poco más en la casa. Me di cuenta de que había malinterpretado sus palabras en cuanto me tendió la mano y me dijo: Entonces en eso quedamos: máximo dos meses. Y no se ponga triste por irse. Acuérdese de que los cambios siempre son para bien.
Para ella lo serán. Quintín, el carnicero, sabe por el ayudante de la señora Chávez que ella piensa demoler esta casa para construir un edificio de tres pisos con dos departamentos en cada uno.
II
Imposible pedirles a mis hijos que nos ayudaran en nuestra búsqueda. Iván vive en Ciudad Sahagún, trabaja dos turnos en una armadora y apenas le queda tiempo para su mujer. Teresita está en Cancún: acaban de contratarla como camarera en un hotel y falta mucho para sus vacaciones. Mis dos hijos nos llaman por teléfono y procuran animarnos, sobre todo a mí porque saben que salir de esta casa me afectará muchísimo.
Para Lázaro y para mí no fue fácil encontrar una vivienda acorde con nuestras posibilidades. Me cuesta mucho trabajo pensar en que a partir de mañana, y quizá por el resto de mi vida, viviré allá, tan lejos de esta calle. Quizá de vez en cuando, fingiendo que es de casualidad, Lázaro y yo vengamos por estos rumbos. Al ver el nuevo edificio de tres pisos recordaremos que aquí estuvo la casa adonde llegamos cuando Iván tenía 11 años y Teresita seis. Nunca olvidaré sus risas y el sonido de sus pasos mientras recorrían los cuartos.
Hoy por la tarde, cuando lleguemos al nuevo departamento en Boturini, sólo escucharé las pisadas de Lázaro y las mías sobre las duelas. Crujen. Ya me iré acostumbrando.
III
Lázaro fue a comprar otro rollo de cordel y de cinta canela. Cuando salió tuve miedo de quedarme sola, rodeada de cajas repletas, y eso que me deshice de muchas cosas y de algunos muebles. Nuestro nuevo departamento es muy pequeño: una recámara, sala-comedor, cocina, un baño con una regadera que gotea. Protesté por eso ante el portero. Se llama Alfonso, tiene una verruga oscura en la nariz y una esposa que parece recortada en papel. Ahora los veo como extraños, casi como mis enemigos. En este momento lo dudo, pero sé que al paso de los años los miraré de otra manera, tal vez con simpatía.
Es increíble lo mucho que una persona puede cambiar. Lázaro finge haberlo hecho respecto de la casa. Desde el día en que supimos que íbamos a desocuparla no ha hecho otra cosa más que encontrarle defectos: los techos le resultan demasiado altos, las ventanas mal orientadas, la puerta muy baja, la azotehuela innecesaria y el garaje muy reducido hasta para su carrito.
Sé que con sus críticas quiere desamorarme de esta casa y hacerme más llevadero el cambio. Con el mismo propósito secundo sus comentarios y le juro que me reprocho por haberme empeñado en vivir en una casa que es sólo un vejestorio. Cuando digo estas cosas pienso en mi tío Manuel. Le detectaron leucemia demasiado tarde. Se negó a hospitalizarse y pasó los últimos meses de su vida en su cuarto.
Mi mamá me llevaba a visitarlo, pero con la advertencia de que por ningún motivo fuera a quedármele viendo o a mencionar su enfermedad. Esa estaba oculta por las cobijas –a cada visita notaba que eran más–, de las que sobresalía una cara siempre más enjuta y amarillenta.
En cuanto saludábamos a mi tío Manuel, bajo cualquier pretexto, se refería a la vida como a un valle de lágrimas al que sólo hemos venido a sufrir y del que es mejor alejarse. Entonces no lo entendía. Ahora comprendo que con sus argumentos desolados procuraba resignarse a la muerte.
Así estamos Lázaro y yo. Le inventamos defectos a la casa para irnos en paz, conformes con nuestro nuevo destino: un departamento oscuro que no tiene cuarto de servicio. ¿Para qué lo quieres si jamás has tenido sirvienta? No le confieso mis motivos: necesito un pretexto para justificar el disgusto que me provoca el departamento en Boturini.
Con el tiempo, y si le pongo más focos, lo amaré; más me gustará si elimino el goteo de la regadera y si cubro las paredes con los retratos de mis hijos. Cuando un diciembre me entren las ansias de remodelación los cambiaré de lugar, pero al cabo de los años irán dejando su marca en los muros.
En esta casa hay muchas marcas y también infinidad de clavos. Esas huellas imperceptibles, diminutas, desaparecerán bajo el peso de un edificio de tres pisos con dos departamentos cada uno. Sus ocupantes, a quienes ni siquiera imagino, dejarán los rastros de su vida en las paredes hasta que un día otro edificio más alto acabe sepultándolos.
Lázaro está abriendo la puerta. Su llegada coincidió con la de los empleados de la mudanza. Que entren pronto, que trabajen rápido para que yo pueda irme de esta casa que tiene los techos demasiado altos, las ventanas mal orientadas, la puerta muy baja, una azotehuela innecesaria y un garaje reducido hasta para el carrito de Lázaro. Casa vieja, incómoda: ¿por qué estoy llorando?

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