jueves, 21 de abril de 2011

México, el Foro de la Cineteca.

Por Carlos Bonfil

Desde su creación, en 1980 el Foro Internacional de la Cineteca ha deseado ser una vitrina para el cine alternativo producido en México y en el resto del mundo. Todo en perfecta consonancia con el espíritu que anima a los festivales internacionales de cine más importantes, de Cannes a Berlín, de Venecia a Toronto, y a manifestaciones similares en Buenos Aires o en Guadalajara, abiertos a la diversidad fílmica y que tienen, como su mejor definición, distinguir una creación arriesgada e independiente.

Con pocas excepciones, estos festivales premian el cine alternativo, justamente aquel que no llega con facilidad a las salas comerciales o que no permanece en ellas un tiempo razonable. En contraste, los festivales de menor calidad acostumbran simplemente magnificar, confiriéndoles un mínimo prestigio artístico, las cintas más convencionales, cuyos cometidos principales, cuando no únicos, son la rentabilidad comercial y el propósito de entretenimiento. Con una cartelera interesada en garantizar estas dos últimas intenciones, no es ocioso el compromiso que asumen las instituciones públicas culturales de defender los espacios de promoción del cine alternativo. Después de 31 años, el Foro de la Cineteca sigue siendo uno de ellos.

A los festivales, a la Cineteca y al circuito cultural universitario les debemos así un acercamiento más sostenido a un cine iberoamericano que por mucho tiempo estuvo ausente de las programaciones. El foro comenzó ayer su programación de 14 cintas alternativas justamente con una obra chilena singular, Lucía, de Niels Atallah, cineasta y artista audiovisual californiano radicado en el país andino.

Con ritmo narrativo lento y filmada en espacios muy cerrados, a excepción de esporádicas y rápidas incursiones en las calles de Santiago, la historia de la costurera Lucía (Gabriela Aguilera) es la minuciosa crónica de un estado de ánimo, apenas cambiante, casi inexpresivo, y de la atmósfera densa que preside su rutina doméstica al lado de un hombre apático y vencido, Luis (Gregory Cohen), su padre desempleado.

Lo notable de esta historia, de apariencia anodina, es su vinculación estrecha con la realidad social de un país que, acabando de salir de una larga dictadura, escucha todavía perplejo los llamados a una reconciliación nacional aún azarosa.

La televisión es omnipresente en la modesta casa del padre y la hija, cuyo letargo se ve roto por los diálogos monótonos de las telenovelas, los discursos oficiales durante el funeral de Augusto Pinochet, o el estrépito de los ecos de la protesta social (“Alerta, vecino/ al lado de tu casa/ trabaja un asesino”). Lo demás son conversaciones truncas, preparativos navideños y rituales domésticos deslucidos.

Este panorama desolador consigna las secuelas en el ánimo de los dos protagonistas del largo periodo gris de autoritarismo castrense, cuyo saldo es la frustración de una clase media desencantada, y de algún modo también el pudor o la autocensura de muchos sobrevivientes de la dictadura que todavía hoy evitan alusiones muy directas a ese tiempo amargo de la historia chilena.

Otros temas se insinúan: la difícil coexistencia de las víctimas olvidadas y los verdugos siempre impunes, la banalización del mal y la sorda indignación que se distrae en las faenas de la supervivencia necesaria. Lucía es el retrato desdibujado, el drama en sordina, de una generación perdida. Como un motivo recurrente vemos a la joven costurera colocar sobre un lienzo blanco adosado a un muro, una a una, flores de un color intenso, hasta cubrir con ellas toda su superficie. Un gesto metódico y sonriente que es la primera nota de alegría y esperanza en esa casa solitaria, microcosmos de una nación entera.

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