POR ANTONIO GAMONEDA
Me entero a las dos de la tarde de que ha muerto Gonzalo Rojas. Es una negra noticia la que se me da en este lunes primaveral y húmedo. La muerte no es solo penosa; sucede y a mí se me hace incomprensible que suceda; quizá porque es también incomprensible ese otro accidente que consiste en vivir: ir de la inexistencia a la inexistencia. Un viaje que, finalmente, muestra su escaso sentido: no nos lleva a ninguna parte.
No nos lleva a ninguna parte y está poblado por sufrimientos y horrores, bien lo sabemos, pero, hay que reconocerlo, simultáneamente, es proveedor de causas que nos ayudan a permanecer en la extrañeza y el sufrimiento: el amor, la amistad, la intensidad que nos procura la belleza terrestre, la que advertimos en la figura y el talante de algunos vivientes y la que se nos muestra en las creaciones estéticas. De las tres causas sabía mucho Gonzalo y las tres estaban -están- presentes en su poesía, extensa y continuamente pronunciada en su afirmación.
Lo primero que se me ha ocurrido (más que ocurrencia ha sido un movimiento impensado y compulsivo) es escuchar un disco con la voz de Gonzalo; se corresponde con una lectura que hizo en la Residencia de Estudiantes, en mayo de 1996: "Veo un río veloz brillar como un cuchillo, partir mi Lebu en dos mitades de fragancia, lo escucho, lo huelo, lo acaricio, lo recorro en un beso de niño como entonces...", "... Cuando lo apostamos todo y lo perdemos venimos llegando. / Al amar, al engendrar venimos llegando, al morir escalera abajo venimos llegando". "¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios: la luz terrible de la vida / o la luz de la muerte? ¿Qué se busca, que se halla, qué / es eso: amor? ¿Quién es? ¿La mujer con su hondura, sus rosas, sus volcanes...?".
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