El peatón de París
Vilma Fuentes
Si la noche o la
neblina pueden cambiar lugares y cosas al extremo de darles un aspecto
fantasmagórico, la visión de esos lugares y esas cosas es otra cuando un
peatón se aventura por las calles, regalándose el tiempo de
extraviarse, fundido en ellas.
Una de las particularidades más fascinantes de París es la
metamorfosis de la ciudad con el cambio de estaciones. Primavera,
verano, otoño, invierno: la ciudad es siempre la misma y cada vez otra.
Las calles, sus edificios, aun de tamaño humano, permiten ir a pie y
observar los cambios que saltan a los ojos del caminante. Al fin, esta
semana comienza un verano tan tardío como esperado. La gente no es la
misma, parece haber florecido de pronto. Vestidos, escotes, minifaldas, shorts,
panamás, sandalias, la paleta de colores se enriquece. Desaparecen los
uniformes de invierno: abrigos negros, impermeables grises. Sólo los
anteojos oscuros pintan diminutas manchas negras en el paisaje colorido.
Hay quien podría creerse transportado a un país mediterráneo, casi
tropical, cuando el único viaje es el del tiempo. Pasa llevándose las
cosas a su antojo, trayéndolas según su capricho: amo obedecido por
todos. Se le llama moda. En un país libre, donde sus habitantes están
persuadidos de actuar a voluntad, es extraño constatar que la moda es un
tirano más poderoso que un dictador.Si las miradas gozan con esta exposición de pintura en la calle, los oídos también pueden deleitarse. En las plazas, en los muelles, en los puentes, los músicos se instalan con sus instrumentos. Uno de ellos carga incluso con un piano. Aficionados que, algunas veces, se revelan sorpresas, mejores que muchos profesionales. Artistas natos que esperan ganar su cena. Auténticos músicos que disfrutan tocando sus instrumentos en la calle, ante un público espontáneo que yerra al azar. Espectáculos gratis que atraen lo mismo a un mendigo que a un burgués, un parisino o un turista, un clochard y un cura.
Junto al puente del Archevéché, tras Notre-Dame, un verdadero virtuoso extrae de su acordeón trozos tan bien interpretados que detienen a los caminantes. El acordeonista posee un abundante repertorio y se muestra capaz de tocar música clásica o moderna. Ejecuta sobre todo aires populares: de Trenet, de Brassens, canciones que hizo célebres Edith Piaf, las cuales siguen recreando a un vasto público francés y extranjero. Aires que evocan la atmósfera de un baile popular, convocan un encantamiento semejante al que se desprende de telas impresionistas, como el Moulin de la Galette, de Renoir o, incluso, tal es el poder evocador de la música, el ambiente de las guinguettes (cabaret al aire libre con pista de baile) al borde del río Marne, tal como pueden verse en la obra maestra de Becker, Casque d’or, inspirada en un hecho real, donde Signoret baila con su amante, Serge Reggiani, ya envuelto en una pasión fatal que lo conducirá a la guillotina. De un aire musical puede emanar un paisaje o una historia. Se conocen las páginas de Proust sobre la sonata de Vinteuil: sus notas conmovían a Swann al devolverle vivo su amor por Odette.
Si tantos libros han hecho de esta ciudad la protagonista, Le piéton de Paris, de Fargue, Le paysan de Paris, de Aragon, es quizás porque se la camina. El automóvil aún no ha ganado. Su triunfo daría otra literatura. La caminata produce un Balzac, un Baudelaire, un Breton. Los autos producen acrobacias cinematográficas y una literatura que su velocidad desecha tan rápidamente como tantas cosas que no podrán ser recordadas porque no hubo tiempo de mirar.
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