Mar de Historias
Luz de ausencia
Cristina Pacheco
De enero a junio todo
el empeño de mi tía Teresa estaba comprometido en someterse a las
pruebas de paciencia y conocimientos que le imponían los crucigramas. En
el cajón de su buró conservaba como trofeos los muchos resueltos por
ella. Alguna vez me dijo en broma que estaba pensando en enmarcar los
que habían sido más difíciles de resolver y ponerlos en la pared de su
cuarto, junto a la única fotografía en donde ella posaba sola, vestida
de novia, con un ramo de azucenas entre los brazos y envuelta por una
luz blanca y deslumbrante.
La foto ilustraba el capítulo más amargo en su vida: el matrimonio
que no se consumó. Dos meses antes de que ella y su novio se casaran
Arcadio se mató en un accidente carretero. En la fecha prevista para la
boda mi tía decidió acudir con su traje de novia al estudio fotográfico
junto a la iglesia de Nuestra Señora y posar en sus nupcias con su rara
viudez.Las ocasiones en que Teresa me llamaba a su cuarto yo me detenía ante la foto. El tiempo le confirió una especial belleza a la imagen; sin embargo, la mirada perdida de la novia, su soledad y sobre todo la luz blanca dirigida al sitio en donde debía estar el esposo ausente daban a la escena un tinte desolador y macabro.
Siempre esperé el momento de que la foto desapareciera y ocupara su sitio una reproducción barata o uno de los crucigramas resueltos por mi tía. Comprendo que para ella tuvieran un gran valor porque después de todo concentraban largos minutos de espera, entre la llegada de un paciente y otro, al consultorio del doctor Zambrano. Gastroenterólogo.
II
Mi tía fue su secretaria durante 20 años. Su constancia y
la eficiencia que demostró no se reflejaron en mejoras sustanciales de
su sueldo, pero la hicieron acreedora a algunos privilegios. El más
significativo: tres o cuatro semanas de descanso entre julio y agosto.
En ese lapso los nietos del doctor Zambano salían de vacaciones y él
deseaba consagrarse a ellos sin las pausas que su profesión le imponían
en los otros meses.
Durante el largo paréntesis en su trabajo la única obligación de mi
tía Teresa era presentarse en el consultorio los lunes para oír los
mensajes y recoger la correspondencia. El resto de su descanso pudo
haberlo dedicado a pasearse por la ciudad, hacer visitas o algún pequeño
viaje, pero ella siempre lo destinó a pintar su cuarto. Mi madre le
insistía en que para eso contratara los servicios de un albañil. Ella
nunca aceptó. Tal vez su resistencia se haya debido a la desconfianza
que le inspiraban los trabajadores o quizá a que deseaba sentirse dueña
absoluta de su espacio como no lo había sido de su destino.Apegada a su proyecto renovador, conforme iban acercándose sus vacaciones mi tía renunciaba a los crucigramas para dedicar todos los minutos de espera a ver los folletos de ofertas en las tiendas de autoservicio y los muestrarios que iba recolectando en las tlapalerías donde era conocida. Por la noche, al volver de su trabajo y después de la cena, los desplegaba sobre la mesa en espera de nuestra opinión mientras leía ilusionada –como quien consulta una mapa turístico– los nombres de los colores a elegir: bermellón, carmesí, azul cobalto, borgoña, verde musgo. Una vez le dije:
¿Y por qué no blanco?
No me gusta, fue su respuesta.
A nosotros la costumbre de mi tía de repintar su cuarto cada año nos significaba la tremenda molestia de pasarnos semanas enteras mareados por el olor a thíner y a pintura. Para, colmo ese tufo también contaminaba el sabor de los alimentos y hasta del café.
III
Durante las semanas consagradas por mi tía a la
remodelación de su cuarto conservaba el hábito de levantarse a las cinco
de la mañana. A esas horas, sin consideraciones para nadie y supongo
que después de haberlo planeado bien durante la noche, se ponía a
separar los muebles de las paredes y a concentrarlos en medio de la
habitación. No puedo decir que el ruido haya sido infernal, pero sí
enemigo de nuestro descanso.
Mi madre siempre se preocupó de que en la familia al menos
compartiéramos la hora de la cena y el desayuno. Mi tía, que a la
primera mesa se presentaba impecablemente vestida para ir al
consultorio, en su periodo de vacaciones remplazaba el camisero o el
traje de dos piezas por un overol ridículo que convertía su figura en
una mala broma. Indiferente a su aspecto, respondía apenas a los
saludos, desayunaba de prisa, en silencio, sin ocultar su mal humor
matutino. Apenas terminado el desayuno iba a la cocina para lavar la
loza que había usado y lista para emprender, tranquila y a sabiendas de
que ni en eso era gravosa para mi madre, su trabajo como pintora de
brocha gorda. Antes de iniciarlo descolgaba su retrato de viuda célibe y
lo metía en una caja expresamente destinada para eso.Mi tía acostumbraba dejar entornada su puerta. Al volver de la escuela podía verla deslizar la brocha con movimientos delicados y cada vez más lentos. El último año en que hizo la remodelación eligió para las paredes un tono lila que vino a sustituir el anterior, un verde seco demasiado oscuro para una habitación sin ventanas y sin luz natural.
Antes de que mi tía terminara de pintar su cuarto, una mañana la sorprendió una muerte repentina. Enfrentados a la terrible pérdida sólo tuvimos un consuelo:
No sufrió. Al cementerio acudimos mis padres, yo y unos cuantos vecinos. (El doctor Zambrano se enteró de la noticia dos semanas después. Nos mandó un mensaje y no tuvimos más noticias de él.)
Pasó algún tiempo para que nos atreviéramos a entrar en el cuarto de mi tía Teresa. Al abrir la puerta sentimos el olor a pintura. Mi madre dijo:
Es increíble que haya durado más que su vida. Me acerqué a la caja en donde había quedado el retrato y lo saqué. Estuve mirándolo largo tiempo. Era el mismo que había visto durante años y sin embargo me pareció que las flores del ramillete nupcial, las paredes del estudio fotográfico y la luz que iluminaba la ausencia de Arcadio era más intensa, más blanca: el único tono con que mi tía nunca quiso recubrir los muros de su cuarto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario