Wiggins, Míster Bean y Ali
La ceremonia fue un juego de misterios finalmente descubiertos, hubo momentos para el humor británico y personajes inesperados al final de la inauguración
El pistoletazo de salida de los Juegos Olímpicos,
su ceremonia inaugural, es siempre un juego de misterios parcialmente
conocidos y finalmente descubiertos. Se sabía que el cineasta Danny
Boyle pretendía reproducir en la estrechez del Estadio Olímpico la
campiña inglesa en su esplendor y algún detalle más. Pero siempre hay
sorpresas en un espectáculo de luz, color, sonido, y a veces ruido, que
corta por momentos la respiración, moviliza a miles de actores y cuesta
millones de euros: 34,5 millones en esta ocasión.
La primera sorpresa fue el ciclista Bradley Wiggins, recién llegado de París y de amarillo, claro, como flamante ganador del Tour, el primer británico en conseguirlo. Él fue el encargado de tocar la campana que inició el espectáculo. Pero hubo más. Como Kenneth Branagh, que dejó a Shakespeare a un lado y ejerció de maestro de ceremonias de la Revolución Industrial. O J. K. Rowling, la madre de Harry Potter, esta vez con Peter Pan entre las manos.
Era la parte seria, la que honraba la historia de Gran Bretaña, la literatura, las artes, la música y hasta el sistema nacional de salud, todo aquello que puede conmover a un inglés o al menos hacerle sentirse orgulloso. Porque este tipo de ceremonias son también un acto de afirmación nacional, la forma en que el país organizador de los Juegos quiere verse y que le vean en el mundo.
También hubo momentos para las carcajadas. La primera cuando el último James Bond, Daniel Craig, llevó sobrevolando medio Londres a la Reina Isabel II, de rosa pastel, en helicóptero hasta el estadio. Era un vuelo virtual, como virtual fue el salto de la soberana en paracaídas, pero dice mucho de cómo es este país. O cuando Rowan Atkinson, Míster Bean, parodió hasta la lágrima a la oscarizada y olímpica Carros de Fuego, su música y esa carrera por la playa que pasó a la historia del cine. Ellos fueron los encargados de recordar al mundo que este país no se entendería sin sentido del humor. Británico, claro.
En la tribuna de honor se vio saludar a la Reina Isabel II y reírse a su hijo Carlos a carcajada limpia con su esposa, Camila. Como hubo sonrisas espléndidas en el desfile de los atletas bajo 204 banderas nacionales. Eran 205 en total porque los deportistas de Antillas Holandesas desfilaron detrás de la bandera de los cinco aros como una concesión del COI, que el año pasado suspendió a su Comité Olímpico. No es la primera vez: en Barcelona 92 lo hicieron los atletas de la antigua Yugoslavia, y en Sidney 2000, los de Timor Oriental.
Los tres antillanos fueron de los más animados, con coreografía
ensayada incluida. Como lo fueron los australianos, a los que tuvieron
que reconvenir para que se quedaran en la zona que les habían asignado. O
Djokovic al frente de la delegación de Serbia y Usain Bolt, montando su
número habitual encabezando a los jamaicanos. Los estadounidenses
destacaron por lentos y los rusos por la belleza de su abanderada, Maria
Sharapova.
En el tercio final, salió España (se sigue el orden alfabético inglés y España empieza por S). Pau Gasol cogió la bandera dejada por Nadal al renunciar a los Juegos y, marcial, encabezó la marcha. Detrás de él, la juerga. Los deportistas se olvidaron de los llamativos trajes —si hubieran visto las botas de agua azul eléctrico de los checos, el torso desnudo y aceitado del abanderado de Fiyi o el traje a cuadritos con gorra de chulapo de los búlgaros se les habría pasado antes— y rompieron la formación para saltar, saludar a la cámara o hacerse fotos. Les estaba gustando tanto el momento que se retrasaron y la bandera de Sri Lanka tuvo que frenar. En la grada les saludaba, de pie y con los brazos al viento, la reina Sofía.
Se temía la reacción del público cuando salieran los argentinos y, sobre todo, los sirios, representantes de un país que se levantó hace más de 16 meses contra el régimen de Bachar el Asad y más de 19.000 muertos después no ve el final de la guerra, pero la fiesta lo nubló todo. Más aún cerraron el desfile, una hora larga después, los ingleses, de blanco inmaculado y detalles dorados. Sonaba Heroes de David Bowie. El fin de fiesta fue el encendido del pebetero. En el último tramo desfilaron David Beckham, Ban Ki-moon, Gebreselassie, Muhammad Ali y Redgrave. Y la música de Paul McCartney, claro, puso el broche a la noche más británica.
La primera sorpresa fue el ciclista Bradley Wiggins, recién llegado de París y de amarillo, claro, como flamante ganador del Tour, el primer británico en conseguirlo. Él fue el encargado de tocar la campana que inició el espectáculo. Pero hubo más. Como Kenneth Branagh, que dejó a Shakespeare a un lado y ejerció de maestro de ceremonias de la Revolución Industrial. O J. K. Rowling, la madre de Harry Potter, esta vez con Peter Pan entre las manos.
Era la parte seria, la que honraba la historia de Gran Bretaña, la literatura, las artes, la música y hasta el sistema nacional de salud, todo aquello que puede conmover a un inglés o al menos hacerle sentirse orgulloso. Porque este tipo de ceremonias son también un acto de afirmación nacional, la forma en que el país organizador de los Juegos quiere verse y que le vean en el mundo.
También hubo momentos para las carcajadas. La primera cuando el último James Bond, Daniel Craig, llevó sobrevolando medio Londres a la Reina Isabel II, de rosa pastel, en helicóptero hasta el estadio. Era un vuelo virtual, como virtual fue el salto de la soberana en paracaídas, pero dice mucho de cómo es este país. O cuando Rowan Atkinson, Míster Bean, parodió hasta la lágrima a la oscarizada y olímpica Carros de Fuego, su música y esa carrera por la playa que pasó a la historia del cine. Ellos fueron los encargados de recordar al mundo que este país no se entendería sin sentido del humor. Británico, claro.
En la tribuna de honor se vio saludar a la Reina Isabel II y reírse a su hijo Carlos a carcajada limpia con su esposa, Camila. Como hubo sonrisas espléndidas en el desfile de los atletas bajo 204 banderas nacionales. Eran 205 en total porque los deportistas de Antillas Holandesas desfilaron detrás de la bandera de los cinco aros como una concesión del COI, que el año pasado suspendió a su Comité Olímpico. No es la primera vez: en Barcelona 92 lo hicieron los atletas de la antigua Yugoslavia, y en Sidney 2000, los de Timor Oriental.
El salto de la soberana sobre el estadio en paracaídas fue virtual, pero dice mucho de cómo es este país
En el tercio final, salió España (se sigue el orden alfabético inglés y España empieza por S). Pau Gasol cogió la bandera dejada por Nadal al renunciar a los Juegos y, marcial, encabezó la marcha. Detrás de él, la juerga. Los deportistas se olvidaron de los llamativos trajes —si hubieran visto las botas de agua azul eléctrico de los checos, el torso desnudo y aceitado del abanderado de Fiyi o el traje a cuadritos con gorra de chulapo de los búlgaros se les habría pasado antes— y rompieron la formación para saltar, saludar a la cámara o hacerse fotos. Les estaba gustando tanto el momento que se retrasaron y la bandera de Sri Lanka tuvo que frenar. En la grada les saludaba, de pie y con los brazos al viento, la reina Sofía.
Se temía la reacción del público cuando salieran los argentinos y, sobre todo, los sirios, representantes de un país que se levantó hace más de 16 meses contra el régimen de Bachar el Asad y más de 19.000 muertos después no ve el final de la guerra, pero la fiesta lo nubló todo. Más aún cerraron el desfile, una hora larga después, los ingleses, de blanco inmaculado y detalles dorados. Sonaba Heroes de David Bowie. El fin de fiesta fue el encendido del pebetero. En el último tramo desfilaron David Beckham, Ban Ki-moon, Gebreselassie, Muhammad Ali y Redgrave. Y la música de Paul McCartney, claro, puso el broche a la noche más británica.
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