Un país seguro de sí mismo
La inauguración de los Juegos fue una ceremonia distinta, sorprendente, a veces confusa, a veces genial
Entre las primeras medallas de natación —ay, Phelps—, el estreno de
la gran esperanza española del baloncesto y con el espectáculo olímpico
a toda máquina, quedan los ecos de la ceremonia de inauguración. Un
tostón sin gracia, dicen algunos. Quizá. Para muchos otros —críticos,
medios de comunicación, millones de espectadores— fue una ceremonia
distinta, sorprendente, a veces confusa, kitsch y excéntrica, a veces
genial, casi siempre entretenida.
Ese era el objetivo del director Danny Boyle, responsable del espectáculo: “Mostrar lo peculiares y contradictorios que somos”. Boyle, un profesional del crowd pleasing, es decir, de buscar productos muy populares para las masas, triunfó sin duda en casa. ¿Y fuera de casa? Seguramente tantas opiniones como espectadores (más de 1.000 millones). No hace falta llegar al entusiasmo paroxístico de algunos para entender el mensaje: esto es lo que hemos dado al mundo, desde el absurdo críquet que ahora es deporte nacional en Pakistán e India hasta las chimeneas de la revolución industrial. Precedidas por la sociedad pastoril que fuimos, pasando por el Servicio Nacional de Salud, hasta la adolescencia fascinada por las redes sociales. Y de la mano de Peter Pan, Mary Poppins, los Beatles, J. K. Rowling y David Beckam.
No, no fue la perfección mecánica y majestuosa de Pekín; no, no tuvo la serenidad clásica de Grecia... Cada ceremonia es distinta. La ópera social y cultural de Londres estuvo llena de Shakespeare y el rapero Dizzee Rascal, de Dickens y los Artic Monkeys, de Kenneth Branagh y Mr. Bean, de Paul McCartney y la reina Isabel. Llena de imágenes que evocaban grandes aportaciones a la cultura global y grandes cursiladas para el consumo de masas.
Estuvo, además, llena de gente normal, de gente de la multiétnica sociedad británica. Y de humor, y de capacidad para reírse: el horrible Mr. Bean parodiando Carros de fuego y haciendo sus gracias a seis metros de sir Simon Rattle. La reina (¡a sus 86 años!), parodiando una película de James Bond. Un país tiene que estar muy seguro de sí mismo para mostrarse así al mundo. Y, encima, quedar encantado.
Ese era el objetivo del director Danny Boyle, responsable del espectáculo: “Mostrar lo peculiares y contradictorios que somos”. Boyle, un profesional del crowd pleasing, es decir, de buscar productos muy populares para las masas, triunfó sin duda en casa. ¿Y fuera de casa? Seguramente tantas opiniones como espectadores (más de 1.000 millones). No hace falta llegar al entusiasmo paroxístico de algunos para entender el mensaje: esto es lo que hemos dado al mundo, desde el absurdo críquet que ahora es deporte nacional en Pakistán e India hasta las chimeneas de la revolución industrial. Precedidas por la sociedad pastoril que fuimos, pasando por el Servicio Nacional de Salud, hasta la adolescencia fascinada por las redes sociales. Y de la mano de Peter Pan, Mary Poppins, los Beatles, J. K. Rowling y David Beckam.
No, no fue la perfección mecánica y majestuosa de Pekín; no, no tuvo la serenidad clásica de Grecia... Cada ceremonia es distinta. La ópera social y cultural de Londres estuvo llena de Shakespeare y el rapero Dizzee Rascal, de Dickens y los Artic Monkeys, de Kenneth Branagh y Mr. Bean, de Paul McCartney y la reina Isabel. Llena de imágenes que evocaban grandes aportaciones a la cultura global y grandes cursiladas para el consumo de masas.
Estuvo, además, llena de gente normal, de gente de la multiétnica sociedad británica. Y de humor, y de capacidad para reírse: el horrible Mr. Bean parodiando Carros de fuego y haciendo sus gracias a seis metros de sir Simon Rattle. La reina (¡a sus 86 años!), parodiando una película de James Bond. Un país tiene que estar muy seguro de sí mismo para mostrarse así al mundo. Y, encima, quedar encantado.
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