“Soy el Joker”
James Holmes fue un brillante estudiante: se graduó con matrícula de honor e investigaba los desórdenes psiquiátricos con una beca exclusiva.
Lo dejó todo semanas antes de adquirir unas armas para cometer una matanza en un cine. No tenía amigos.
—Soy el Joker.
En apariencia, no había comparación entre la mente perturbada del Joker cinematográfico, una de las peores pesadillas de Batman, y el joven James Holmes, 24 años, natural de San Diego, hijo del gerente de una empresa informática y de una enfermera. De pequeño era bueno en el fútbol y en atletismo, pero era todavía mejor en los estudios. Acudió con becas por mérito a la Universidad de California en Riverside, y se licenció en 2010 con matrícula de honor. Le gustaban los juegos de rol y la informática. Pasaba mucho tiempo solo y tenía más bien pocos amigos.
Horas después de la matanza (12 muertos y 59 heridos en el estreno de la última película sobre Batman en el Century 16 de Aurora, un distrito de Denver), cuando la policía reveló la identidad del joven al que había detenido en el aparcamiento, miles de periodistas buscaron su rastro en Internet. Uno de ellos, en el canal televisivo ABC News, encontró a la madre de Holmes, Arlene, en un directorio telefónico. La llamó y le contó lo ocurrido. “Tiene a la persona correcta. Debo llamar a la policía... Debo ir a Colorado”, dijo. Y colgó. Aquella breve conversación se interpretó como un reconocimiento de que algo había preocupado a Arlene sobre su hijo. La familia, sin embargo, aclaró posteriormente en un comunicado que Arlene se había referido a sí misma cuando había dicho lo de “la persona correcta”, y que en un principio pensó que su hijo estaba entre las víctimas.
Como si la pequeña localidad de Aurora fuera Gotham City, el hogar de Batman, y él mismo fuera efectivamente el Joker, Holmes había dejado otra trampa preparada para sus vecinos y la policía. Es un clásico en los cómics del llamado Caballero Oscuro: una mente perturbada, sea el Joker, el Pingüino o Dos Caras, siembra el caos en la ciudad con diversos ataques, en diversos puntos de la ciudad, perpetrados en el mismo instante. En este caso, Holmes programó el aparato musical de su vivienda para que comenzara a emitir música atronadora a la medianoche del jueves, con un volumen tan elevado que sus vecinos tendrían que ir hasta su propia puerta a llamarle la atención.
Lo que hallarían sería su muerte: toda una trampa, capaz de hundir el edificio entero y matar a las decenas de personas que en él vivían.
En su interior había 30 granadas dispuestas alrededor de 37 litros de
gasolina. En varias jarras, había dejado numerosas balas y algunos
cartuchos, que hubieran explotado en un incendio. Y sobre la nevera,
había colocado un sistema de encendido, conectado con cables a las
bombas, que se hubiera activado al abrir la puerta. La música sonó
durante una hora, hasta la una de la madrugada del viernes.
Al menos a una vecina, la que residía bajo el apartamento de Holmes, Kaitlyn Fonzi, le molestó el ruido lo suficiente como para acudir al piso y aporrear la puerta, amenazando con llamar a la policía. Posó su mano sobre el pomo, y le dio la vuelta. Se dio cuenta de que el cerrojo no estaba echado. En ese momento pensó que en aquel apartamento había algo extraño, y decidió dar media vuelta y meterse de nuevo en la cama. Con toda probabilidad salvó su vida y la de los demás inquilinos de la residencia.
Fonzi vivía bajo Holmes, pero para ella era un completo extraño. La soledad del tirador se acrecentó en Aurora. Se le conocían pocos amigos, dentro o fuera del campus. Era uno de los pocos jóvenes blancos en un barrio repleto de latinos, algo depauperado y a manzanas controlado por diversas bandas callejeras. Se le veía moverse en coche o, a veces, en bicicleta. Compraba cerveza en una tienda cercana a su casa y solía comer burritos en un restaurante llamado La California. Pasaba muchas horas en su pequeño apartamento de alquiler.
El año pasado, Holmes había logrado toda una gesta para un estudiante recién licenciado. Le habían concedido una beca del Instituto Nacional de Salud para estudiar neurociencia en la Universidad de Colorado en Denver. Solo se conceden seis al año. Era el primer paso para lograr un doctorado en esa materia. Se le pagaba la matrícula y se le concedía un sueldo de 26.000 dólares (21.000 euros) anuales. Trabajaba en uno de los edificios del Centro Médico Anschutz y vivía en una de las residencias reservadas a profesores, estudiantes y empleados. Hablaba poco. Era más bien solitario. No trabó muchas amistades.
Su área de investigación era la fisiología del cerebro. Una de las clases que estudiaba se titulaba Fundamentos fisiológicos de los desórdenes psiquiátricos y neurológicos. Indagaba en la genética de las enfermedades mentales, una disciplina que se prevé muy útil para el tratamiento de dolencias como la esquizofrenia. En junio, Holmes se sometió a sus primeras evaluaciones, después de dos semestres de investigación. Eran unos exámenes orales, que los alumnos suelen aprobar sin problemas. Él, sin embargo, suspendió. Tres días después informó a sus supervisores de que abandonaba el programa.
Aquel mismo día, el 10 de junio, Holmes compró su primera arma. Comenzaba ya a tramar la gran masacre del cine, todo un guión digno de una película de Batman, en la que él había elegido ser el villano. Se hizo con todo un arsenal, comprando en las tiendas Gander Mountain Guns y Bass Pro Shops y en Internet: dos pistolas de calibre 40, con más de 1.000 balas; una escopeta Remington 870, con 300 cartuchos, y un fusil semiautomático Smith & Wesson AR-15, de calibre 223, con un cargador especial que podía almacenar más de 100 proyectiles, que podía efectuar 50 ó 60 disparos en un solo minuto y para el que llevaba unas 3.000 balas. En total, según la policía, compró 6.000 proyectiles.
Aislado y en detención preventiva, Holmes parece haber entrado en una
suerte de deriva mental. A la vista preliminar de su juicio, el 23 de
julio, acudió esposado, con el pelo mal teñido de color rojo, a retazos
anaranjados. Sus ojos, verdes, aparecían vidriosos, fijados en un vacío
inidentificable. A veces parecía salir de su estupor, para observar con
curiosidad al juez, a los fiscales, al resto de la sala. Luego volvía a
mirar al suelo, o a la pared, fijado en una nada que solo él veía. El
juez William Blair Sylvester le encargó entonces a los fiscales que
ofrecieran una causa probable para el crimen antes de que comenzara
formalmente el proceso.
En la soledad de su celda, Holmes parece ser otro. Escupe con frecuencia a los guardas, hasta el punto de que los que se hallan más cerca de su cámara deben llevar máscaras de protección. Según esos mismos guardas, cuando llegó al centro de detención, momentos después de haber matado a 12 personas, se sentó mirando a la pared, mientras sus cejas temblaban, casi la única evidencia de que era consciente de lo que acababa de hacer. Los agentes de policía le habían puesto bolsas de plástico en las manos, para evitar que se desprendieran residuos de pólvora que le podrían incriminar en el juicio. Entonces comenzó a jugar con esas bolsas como si fueran marionetas de mano.
Antes de acudir al cine a efectuar una de las perores matanzas de la historia reciente de EE UU, Holmes creó un perfil en una página de perfiles para búsqueda de sexo llamada Adult Friend Finder. Su nombre: classicjimbo24. En su descripción: “Busco una aventura o una chica para pasar ratos de sexo. Soy un buen chico. Todo lo bueno que pueda ser alguien que participa en este tipo de sitios”. Lo que buscaba: “Chicas. Parejas (hombres y mujeres). Grupos o parejas (dos mujeres) para chat erótico o correo. Relaciones discretas. Sexo en pareja o sexo en grupo (de tres o más)”.
Y en la cabecera de su perfil, un detalle tan tétrico como crucial: “¿Vendrás a verme a la cárcel?”. Holmes anticipaba ya durante la creación de ese perfil que podría acabar entre rejas. El perfil venía acompañado de unas fotos casi grotescas, con el pelo ya teñido de rojo para la masacre: un plano corto, con una mirada casi desafiante; y un plano más abierto, luciendo unos cascos de música, antepuesto a la foto de una mujer joven, que mira a cámara con cierta lascivia.
La misma semana en que Holmes perpetró su matanza envió un pequeño cuaderno a un psiquiatra de su universidad. En él había descrito diversos modos en los que pensaba aniquilar a gente. Era una llamada desesperada de atención, una confesión y, a la vez, una provocación. Con él no evitó la masacre. El paquete se quedó sin llegar a su destino, en una sala de reparto de correo, hasta que lo interceptó la policía, ya el lunes. Los agentes descubrieron todo tipo de detalles, por escrito y en dibujo, de cómo Holmes tenía en mente matar a otras personas. Cuando salió a la luz, Holmes ya se hallaba en prisión preventiva, y los fiscales ya buscaban un posible motivo para la matanza.
Puede que el Holmes que ha visto brevemente el mundo, en el banquillo de los acusados, no sea el Holmes que ahora aguarda juicio. Antes de que comience el proceso, debe ser sometido a un análisis psiquiátrico pormenorizado. Los médicos se han dado cuenta de que no siempre se halla en ese estupor que mostró ante el juez. Según algunos de los guardas de su prisión, a veces reacciona, y no sin dar muestra de una profunda crueldad, les pregunta: “¿Visteis la película? ¿Me podéis contar entonces cómo acaba?”.
Diez minutos después de que comenzara la película, la salida de emergencia se abrió. Una figura, que parecía salida de la propia pantalla, con un casco, una máscara de gas, y un abultado chaleco antibalas bajo una gabardina, se recortó en la oscuridad, contra la luz de una farola exterior. En el cine se proyectaba la última entrega de Batman, El Caballero Oscuro: la leyenda renace. Las balas y explosiones resultaban atronadoras en la ficción. Parecía que James Holmes, de 24 años, hubiera bajado a visitar a los espectadores apeado de la propia pantalla. En una mano, un fusil semiautomático. En la otra, un rifle. En los bolsillos, dos botes de gas y una pistola de mano. Y en la mente, un minucioso plan de ataque.
Holmes, un adelantado estudiante de neurociencia, y alguien que había investigado en detalle el cerebro humano, había planificado su operación con una pericia pérfidamente magistral para convertir aquella sala en una ratonera. Era la medianoche del día de estreno de una muy esperada película. Los seguidores de Batman habían anunciado en Internet que acudirían a los cines vestidos como sus héroes y villanos favoritos. Otras salas, en el pasado, habían introducido actores disfrazados en proyecciones de filmes de acción o de terror. En cierto modo fue lógico que nadie reaccionara al ver entrar a Holmes en la sala con semejante atuendo. Llevaba también 6.000 proyectiles. Y, entonces, perpetró la matanza.
Alexander J. Boik.
18 años. Iba a estudiar en el Colegio de Arte y Diseño Rocky Mountain
en el próximo semestre. Le gustaba la cerámica, y quería ganarse la vida
con ella. Se hallaba en el cine junto a su novia, con la que tenía
planeado casarse. Su primo también acudió a ver la película, y quedó
herido de gravedad.
Micayla Medek.
23 años. Trabajaba en un restaurante de comida rápida. En su página de
Facebook se definía como "una chica simple e independiente". Sus
familiares estuvieron 20 horas sin confirmación por parte de las
autoridades de que su hija había fallecido. Acudieron a todos los
hospitales de la zona, enseñando fotos.
Jessica Ghawi.
24 años. Periodista deportiva que se abría camino en el mundo de la
televisión. En junio escapó ya a un tiroteo en Canadá. Acudió al cine
con un amigo. Estuvo enviando mensajes en la red social de Twitter desde
dentro de la misma sala, hasta que comenzó la proyección. El tirador le
disparó a la cabeza.
Alexander Teves.
24 años. Se había graduado en orientación psicopedagógica y quería ser
psiquiatra. Para su novia, Amanda Lindgren, fue un héroe. Cuando el
tirador comenzó a disparar, se abalanzó sobre ella, y la protegió con su
cuerpo, evitando su muerte, pero falleciendo él mismo en ese último
acto de sacrificio.
Jonathan T. Blunk.
26 años. Veterano de la Marina de EE UU, su sueño era volver a filas y
acabar en el equipo de élite de los Navy SEALS. Entrenado para mantener
la calma en combate, protegió con su cuerpo a su amiga, Jansen Young, y
le salvó la vida por ello. Estaba separado, y era padre de dos hijos, de
cuatro y dos años.
Alex Sullivan.
27 años. Había acudido al cine en una doble celebración: su cumpleaños y
su primer aniversario de boda. Era un apasionado del cine y, según su
familia, había trabajado ocasionalmente en alguna sala para poder
conseguir entradas de forma gratuita.
Matthew McQuinn.
27 años. Empleado en un centro comercial de Denver, acudió al cine con
su novia y con el hermano de esta. Se abalanzó sobre ellos para
protegerles en cuanto James Holmes comenzó a disparar dentro del cine.
Era de Ohio y se había mudado con su novia a Colorado el pasado otoño.
John Larimer.
27 años. Soldado en activo desde hacía un año, estaba destinado a la
Base de la Fuerza Aérea Buckley, donde se dedicaba a técnicas de
descodificación de mensajes. Natural de Chicago, era el menor de cinco
hermanos.
Jesse E. Childress.
29 años. Había acudido junto a otra víctima, John Larimer, al estreno
de la película. Era operador de sistemas informáticos en la base de la
Fuerza Aérea de Buckley, en la localidad de Aurora. Sus compañeros de
filas le definían como un apasionado de los bolos.
.Rebecca Wingo.
32 años. Madre soltera de dos niñas, de nueve y cinco años, era una
apasionada de los idiomas. A los 20 había aprendido mandarín y trabajaba
como traductora para la Fuerza Aérea, en una base de Hawaii.
Recientemente había cambiado de empresa y anhelaba convertirse en
trabajadora social.
Gordon Cowden.
51 años. Natural de Tejas, trabajaba en el sector inmobiliario y tenía
cuatro hijos, con dos de los cuales acudió al cine. En su servicio
funerario, estos dos recordaron las últimas palabras de su padre: “Os
quiero. Os quiero a los dos”. Los hijos resultaron ilesos
En apariencia, no había comparación entre la mente perturbada del Joker cinematográfico, una de las peores pesadillas de Batman, y el joven James Holmes, 24 años, natural de San Diego, hijo del gerente de una empresa informática y de una enfermera. De pequeño era bueno en el fútbol y en atletismo, pero era todavía mejor en los estudios. Acudió con becas por mérito a la Universidad de California en Riverside, y se licenció en 2010 con matrícula de honor. Le gustaban los juegos de rol y la informática. Pasaba mucho tiempo solo y tenía más bien pocos amigos.
Horas después de la matanza (12 muertos y 59 heridos en el estreno de la última película sobre Batman en el Century 16 de Aurora, un distrito de Denver), cuando la policía reveló la identidad del joven al que había detenido en el aparcamiento, miles de periodistas buscaron su rastro en Internet. Uno de ellos, en el canal televisivo ABC News, encontró a la madre de Holmes, Arlene, en un directorio telefónico. La llamó y le contó lo ocurrido. “Tiene a la persona correcta. Debo llamar a la policía... Debo ir a Colorado”, dijo. Y colgó. Aquella breve conversación se interpretó como un reconocimiento de que algo había preocupado a Arlene sobre su hijo. La familia, sin embargo, aclaró posteriormente en un comunicado que Arlene se había referido a sí misma cuando había dicho lo de “la persona correcta”, y que en un principio pensó que su hijo estaba entre las víctimas.
Como si la pequeña localidad de Aurora fuera Gotham City, el hogar de Batman, y él mismo fuera efectivamente el Joker, Holmes había dejado otra trampa preparada para sus vecinos y la policía. Es un clásico en los cómics del llamado Caballero Oscuro: una mente perturbada, sea el Joker, el Pingüino o Dos Caras, siembra el caos en la ciudad con diversos ataques, en diversos puntos de la ciudad, perpetrados en el mismo instante. En este caso, Holmes programó el aparato musical de su vivienda para que comenzara a emitir música atronadora a la medianoche del jueves, con un volumen tan elevado que sus vecinos tendrían que ir hasta su propia puerta a llamarle la atención.
Investigaba, con una beca del Instituto Nacional
de Salud, sobre
la genética de las enfermedades mentales
Al menos a una vecina, la que residía bajo el apartamento de Holmes, Kaitlyn Fonzi, le molestó el ruido lo suficiente como para acudir al piso y aporrear la puerta, amenazando con llamar a la policía. Posó su mano sobre el pomo, y le dio la vuelta. Se dio cuenta de que el cerrojo no estaba echado. En ese momento pensó que en aquel apartamento había algo extraño, y decidió dar media vuelta y meterse de nuevo en la cama. Con toda probabilidad salvó su vida y la de los demás inquilinos de la residencia.
Fonzi vivía bajo Holmes, pero para ella era un completo extraño. La soledad del tirador se acrecentó en Aurora. Se le conocían pocos amigos, dentro o fuera del campus. Era uno de los pocos jóvenes blancos en un barrio repleto de latinos, algo depauperado y a manzanas controlado por diversas bandas callejeras. Se le veía moverse en coche o, a veces, en bicicleta. Compraba cerveza en una tienda cercana a su casa y solía comer burritos en un restaurante llamado La California. Pasaba muchas horas en su pequeño apartamento de alquiler.
El año pasado, Holmes había logrado toda una gesta para un estudiante recién licenciado. Le habían concedido una beca del Instituto Nacional de Salud para estudiar neurociencia en la Universidad de Colorado en Denver. Solo se conceden seis al año. Era el primer paso para lograr un doctorado en esa materia. Se le pagaba la matrícula y se le concedía un sueldo de 26.000 dólares (21.000 euros) anuales. Trabajaba en uno de los edificios del Centro Médico Anschutz y vivía en una de las residencias reservadas a profesores, estudiantes y empleados. Hablaba poco. Era más bien solitario. No trabó muchas amistades.
Su área de investigación era la fisiología del cerebro. Una de las clases que estudiaba se titulaba Fundamentos fisiológicos de los desórdenes psiquiátricos y neurológicos. Indagaba en la genética de las enfermedades mentales, una disciplina que se prevé muy útil para el tratamiento de dolencias como la esquizofrenia. En junio, Holmes se sometió a sus primeras evaluaciones, después de dos semestres de investigación. Eran unos exámenes orales, que los alumnos suelen aprobar sin problemas. Él, sin embargo, suspendió. Tres días después informó a sus supervisores de que abandonaba el programa.
Aquel mismo día, el 10 de junio, Holmes compró su primera arma. Comenzaba ya a tramar la gran masacre del cine, todo un guión digno de una película de Batman, en la que él había elegido ser el villano. Se hizo con todo un arsenal, comprando en las tiendas Gander Mountain Guns y Bass Pro Shops y en Internet: dos pistolas de calibre 40, con más de 1.000 balas; una escopeta Remington 870, con 300 cartuchos, y un fusil semiautomático Smith & Wesson AR-15, de calibre 223, con un cargador especial que podía almacenar más de 100 proyectiles, que podía efectuar 50 ó 60 disparos en un solo minuto y para el que llevaba unas 3.000 balas. En total, según la policía, compró 6.000 proyectiles.
En su celda, Holmes parece ser otro. Escupe con frecuencia a los guardas, que han de protegerse con máscaras
En la soledad de su celda, Holmes parece ser otro. Escupe con frecuencia a los guardas, hasta el punto de que los que se hallan más cerca de su cámara deben llevar máscaras de protección. Según esos mismos guardas, cuando llegó al centro de detención, momentos después de haber matado a 12 personas, se sentó mirando a la pared, mientras sus cejas temblaban, casi la única evidencia de que era consciente de lo que acababa de hacer. Los agentes de policía le habían puesto bolsas de plástico en las manos, para evitar que se desprendieran residuos de pólvora que le podrían incriminar en el juicio. Entonces comenzó a jugar con esas bolsas como si fueran marionetas de mano.
Antes de acudir al cine a efectuar una de las perores matanzas de la historia reciente de EE UU, Holmes creó un perfil en una página de perfiles para búsqueda de sexo llamada Adult Friend Finder. Su nombre: classicjimbo24. En su descripción: “Busco una aventura o una chica para pasar ratos de sexo. Soy un buen chico. Todo lo bueno que pueda ser alguien que participa en este tipo de sitios”. Lo que buscaba: “Chicas. Parejas (hombres y mujeres). Grupos o parejas (dos mujeres) para chat erótico o correo. Relaciones discretas. Sexo en pareja o sexo en grupo (de tres o más)”.
Y en la cabecera de su perfil, un detalle tan tétrico como crucial: “¿Vendrás a verme a la cárcel?”. Holmes anticipaba ya durante la creación de ese perfil que podría acabar entre rejas. El perfil venía acompañado de unas fotos casi grotescas, con el pelo ya teñido de rojo para la masacre: un plano corto, con una mirada casi desafiante; y un plano más abierto, luciendo unos cascos de música, antepuesto a la foto de una mujer joven, que mira a cámara con cierta lascivia.
La misma semana en que Holmes perpetró su matanza envió un pequeño cuaderno a un psiquiatra de su universidad. En él había descrito diversos modos en los que pensaba aniquilar a gente. Era una llamada desesperada de atención, una confesión y, a la vez, una provocación. Con él no evitó la masacre. El paquete se quedó sin llegar a su destino, en una sala de reparto de correo, hasta que lo interceptó la policía, ya el lunes. Los agentes descubrieron todo tipo de detalles, por escrito y en dibujo, de cómo Holmes tenía en mente matar a otras personas. Cuando salió a la luz, Holmes ya se hallaba en prisión preventiva, y los fiscales ya buscaban un posible motivo para la matanza.
Puede que el Holmes que ha visto brevemente el mundo, en el banquillo de los acusados, no sea el Holmes que ahora aguarda juicio. Antes de que comience el proceso, debe ser sometido a un análisis psiquiátrico pormenorizado. Los médicos se han dado cuenta de que no siempre se halla en ese estupor que mostró ante el juez. Según algunos de los guardas de su prisión, a veces reacciona, y no sin dar muestra de una profunda crueldad, les pregunta: “¿Visteis la película? ¿Me podéis contar entonces cómo acaba?”.
Diez minutos después de que comenzara la película, la salida de emergencia se abrió. Una figura, que parecía salida de la propia pantalla, con un casco, una máscara de gas, y un abultado chaleco antibalas bajo una gabardina, se recortó en la oscuridad, contra la luz de una farola exterior. En el cine se proyectaba la última entrega de Batman, El Caballero Oscuro: la leyenda renace. Las balas y explosiones resultaban atronadoras en la ficción. Parecía que James Holmes, de 24 años, hubiera bajado a visitar a los espectadores apeado de la propia pantalla. En una mano, un fusil semiautomático. En la otra, un rifle. En los bolsillos, dos botes de gas y una pistola de mano. Y en la mente, un minucioso plan de ataque.
Holmes, un adelantado estudiante de neurociencia, y alguien que había investigado en detalle el cerebro humano, había planificado su operación con una pericia pérfidamente magistral para convertir aquella sala en una ratonera. Era la medianoche del día de estreno de una muy esperada película. Los seguidores de Batman habían anunciado en Internet que acudirían a los cines vestidos como sus héroes y villanos favoritos. Otras salas, en el pasado, habían introducido actores disfrazados en proyecciones de filmes de acción o de terror. En cierto modo fue lógico que nadie reaccionara al ver entrar a Holmes en la sala con semejante atuendo. Llevaba también 6.000 proyectiles. Y, entonces, perpetró la matanza.
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