La violinista
Juan José Lara.
El fin justificaba
mis miedos; temor al rechazo, al desaire, a la indiferencia, a la negativa.
Pero como expresaba el mágico decir, escrita estaba la sentencia, de todas
maneras iba a morir, moriría de desesperación si confesaba que me malquería, si
callaba me asesinaría su silencio horadándome como hoja de acero, me mataría la
catástrofe del júbilo al decirme que sí.
El caso es que yo
había ido a solazarme al restaurante donde se presentaba un grupo musical, con
interpretaciones populares variadas. Tocaron intempestivamente la canción “El
unicornio azul”, y me embelecé
al contoneo de las notas dulces, produciendo el efecto hipnótico de “El
gran galope cromático” de Liszt en mí.
De todo lo que
soliviantó más mi quebrantado espíritu fue la actuación de una bella violinista
cegadora como un ángel. Su rostro, óvalo moreno perfecto, lo bañaba el pelo
castaño en libertad; tenía la nariz celestial de Carey Mulligan la “Daisy” de
la nueva versión de “El Gran Gatsby”.
Entonces de verdad el amor lo comprendí como
el desequilibrio cósmico que dicen que es. Reverdecieron mis viejos miedos, los
cuales consideraba desterrados desde algún tiempo. Recordé el desamparo
experimentado cuando Miriam circunspecta me anunció que se iría al Triángulo
Ixil con la insurgencia. Volvió la incertidumbre de encontrarme en la senda
mustia que llevaba a la muerte.
Me doté de valor
y fui hasta el pasillo donde se encontraba la violinista, invitándola a tomar
daikirís. El violín se adormeció, y mis tremendos miedos con él; escuché
gratificado de sus labios el mejor fragmento de su vida, como quién arranca
algunas páginas sepia de una novela triste de Balzac.
Ella soñaba con el
violín de una concertista rusa, al tiempo que yo con ser solista entre su seda.
El aire tibio se enfriaba en mi garganta con la escarcha gélida de la bebida,
mientras las palabras volaban inquietas como mariposas. Esa noche terminé
abrazado a la estatua de Hemingway, y a la fragancia de nísperos de la violinista.
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