Más que un disidente
La muerte de Oswaldo Payá es un varapalo a las esperanzas de democratización de Cuba
Tras décadas de implacable represión, la oposición cubana no está
sobrada de adalides. Su otra figura carismática, Laura Pollán, fundadora
de las Damas de Blanco, falleció el año pasado. Un buen puñado de
luchadores veteranos, pertenecientes a grupos diferentes y detenidos en
la brutal primavera negra de 2003, eligieron el exilio en España o Miami
tras ser excarcelados en 2010. Tanto los que permanecen en la isla como
los de fuera esperaban de Payá, de su capacidad para limar
discrepancias y de su mentalidad de estadista —rabiosamente
independiente, como lo atestiguan sus choques con Washington, el exilio
en Florida y la propia Iglesia católica cubana, a la que consideraba
indulgente con el castrismo— una contribución decisiva en la anhelada
transición hacia la democracia desde un poder petrificado,
económicamente medieval y prisionero de la retórica, pese al relevo de
Fidel por su hermano Raúl.
Payá, sin sucesor político conocido, era a la postre el opositor más temido e incómodo para un régimen al que puso contra las cuerdas con sus propias armas en 2002, cuando presentó ante la Asamblea Nacional 12.000 firmas avalando su Proyecto Varela —un antes y un después para la disidencia— con el que pretendía promover la progresiva democratización de Cuba, utilizando uno de los artículos de su Constitución, después abolido. A partir de entonces, el castrismo no solo declaró irrevocable el socialismo en la isla, sino que hizo mucho más difícil la vida a Payá y los suyos, vigilados y regularmente acosados.
Esa cegata inquina de quienes hasta ayer mismo consideraban a Payá un agente del imperialismo ha presidido la actitud de La Habana a la hora de su muerte.
Payá, sin sucesor político conocido, era a la postre el opositor más temido e incómodo para un régimen al que puso contra las cuerdas con sus propias armas en 2002, cuando presentó ante la Asamblea Nacional 12.000 firmas avalando su Proyecto Varela —un antes y un después para la disidencia— con el que pretendía promover la progresiva democratización de Cuba, utilizando uno de los artículos de su Constitución, después abolido. A partir de entonces, el castrismo no solo declaró irrevocable el socialismo en la isla, sino que hizo mucho más difícil la vida a Payá y los suyos, vigilados y regularmente acosados.
Esa cegata inquina de quienes hasta ayer mismo consideraban a Payá un agente del imperialismo ha presidido la actitud de La Habana a la hora de su muerte.
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