Profesionales de a pie
El excesivo uso de coches oficiales denota una concepción trasnochada de la política
Ahorrar a las arcas públicas 10 millones de euros puede ser percibido
como una nimiedad, pero el proyecto de reducir a la mitad los coches
oficiales en el Gobierno central es una decisión acertada, incluso como
medida de ahorro, que debería ir acompañada de medidas de mayor calado.
El derecho a disfrutar de vehículo y conductor a cuenta del Estado es
una vieja costumbre demasiado extendida. El terrorismo de ETA durante
las cuatro últimas décadas ha sido en parte la razón para prolongar una
tradición que los beneficiarios aceptaban por comodidad y como
recompensa de los moderados salarios que se barajan en la función
pública. Pero sin necesidad de que la crisis exacerbara la mirada
crítica de los ciudadanos, el excesivo uso del coche oficial en España
simboliza como ninguno la concepción trasnochada de la actividad
política; más próxima a modos antiguos que a lo que corresponde a
profesionales al servicio de lo público.
La trascendencia del uso de coches oficiales por parte de altos cargos de la Administración es limitada, pero es una figura que no pasa inadvertida al ciudadano de a pie y que tampoco ayuda a mejorar la imagen que ha cosechado la clase política. Limitar su uso a los de mayor rango es una medida que el resto de las Administraciones públicas —Ayuntamientos y comunidades autónomas— deberían imitar. Resulta casi obsceno comprobar cómo dichas Administraciones —de nuevo cuño muchas de ellas— se han lanzado a reproducir los viejos usos en vez de erigir aparatos estatales más ágiles y eficientes. Ahora, en plena crisis, no se trata tanto de enviar al paro a cientos de conductores como de recolocarlos en otras funciones que ayuden a profesionalizar el aparato estatal al servicio del ciudadano.
Lo que cabe esperar de esta medida es que no se quede en un mero cambio cosmético. Ahorrar 10,5 millones de euros es una gota en el océano de esta crisis, pero lo que interesa es el necesario cambio de mentalidades que supone gastar cada euro del erario público con responsabilidad y sentido de la eficacia. Es justamente esa laxitud en el uso de los fondos públicos —tanto en los políticos como en los ciudadanos que les eligen— la que promueve la corrupción y la desafección hacia el oficio de la política. De ahí la necesidad de otras decisiones organizativas de mayor calado.
La trascendencia del uso de coches oficiales por parte de altos cargos de la Administración es limitada, pero es una figura que no pasa inadvertida al ciudadano de a pie y que tampoco ayuda a mejorar la imagen que ha cosechado la clase política. Limitar su uso a los de mayor rango es una medida que el resto de las Administraciones públicas —Ayuntamientos y comunidades autónomas— deberían imitar. Resulta casi obsceno comprobar cómo dichas Administraciones —de nuevo cuño muchas de ellas— se han lanzado a reproducir los viejos usos en vez de erigir aparatos estatales más ágiles y eficientes. Ahora, en plena crisis, no se trata tanto de enviar al paro a cientos de conductores como de recolocarlos en otras funciones que ayuden a profesionalizar el aparato estatal al servicio del ciudadano.
Lo que cabe esperar de esta medida es que no se quede en un mero cambio cosmético. Ahorrar 10,5 millones de euros es una gota en el océano de esta crisis, pero lo que interesa es el necesario cambio de mentalidades que supone gastar cada euro del erario público con responsabilidad y sentido de la eficacia. Es justamente esa laxitud en el uso de los fondos públicos —tanto en los políticos como en los ciudadanos que les eligen— la que promueve la corrupción y la desafección hacia el oficio de la política. De ahí la necesidad de otras decisiones organizativas de mayor calado.
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