domingo, 10 de abril de 2011

Cioran, la misantropía como oficio.

Rasinari, la embriaguez y el Diablo.- La superstición, recogida por Bram Stoker, entre otros, testifica que Sibiu es el lugar “donde el demonio reclama su derecho a un discípulo de cada diez”. Sibiu —Hermannstadt en alemán—, es la capital del distrito que lleva el mismo nombre, importante centro cultural de Transilvania. Escasos seis kilómetros, y un campamento gitano, separan a Sibiu de Rasinari, pequeño pueblo apostado en medio de los Cárpatos donde nació Emil Cioran el ocho de abril de 1911 y a donde nunca regresaría tras su partida a París, donde murió el 20 de junio de 1995. Acaso no es de extrañar que el rumano haya rubricado que “todo lo que emana del demonio tiene sentido, aunque sea negativo, un fin, aunque sea destructivo”.

“No hay una persona a la que, en un momento u otro, no haya deseado la muerte”. A quien no le haya venido a la mente lo mismo al menos una vez en su vida es un hipócrita o un lunático. Ahí reside la grandeza de Cioran, verdadero aristócrata de la duda: nos reconocemos en sus aforismos.

Todo lo que el hombre emprende acaba en lo opuesto de lo que había concebido, por eso Cioran cree que “el hombre tan sólo existe cuando no hace nada. En cuanto actúa, en cuanto se prepara para hacer algo, se vuelve una criatura lamentable”. Incluso confesó repetidas veces que detestaba escribir y se jactaba de ser el hombre más ocioso de París: “Creo que sólo una puta sin clientes está menos activa que yo”. Siempre consideró que había que hacer lo mínimo posible y, evidentemente “no multiplicar los libros”.

El autor de Ese maldito yo consideró que la Universidad liquidó a la filosofía al pagarle a los filósofos por ser impersonales, por hablar de “ontología” o de “problemática de la totalidad”, conceptos que al ser humano corriente, desesperado y con los dientes rotos, de poco le valen.


Posturas semejantes, seguidas de aforismos como “Cuando se sale a la calle, a la vista de la gente, ‘exterminación’ es la primera palabra que viene al espíritu”, o “¡Interrogarse sobre el hombre durante tantos años! Imposible exagerar más el gusto por lo malsano”, le granjearon la adversidad de no pocos de sus contemporáneos. Extravagante Drácula del pensamiento, gustaba tanto del exceso al punto que se hubiera adherido a “una secta religiosa depravada”. Cioran azotaba tanto a sus lectores como a sus interlocutores.

Su obsesión con Hamlet, a quien consideró su alter ego —ulteriormente acusaría de plagio al autor—, lo llevó durante una época de su vida en Sibiu a negarse a hablar con nadie que no fuera Shakespeare. Escandalizado, el escritor francés Henri Thomas lo censuró por reaccionario y le endosó: “Usted está contra todo lo ocurrido desde 1920”, a lo que Cioran respondió: “¡No, desde Adán!”.

En 1949, unos años después de El ser y la nada (“ilegible por culpa del estilo”), cuando apareció su primer libro en francés Précis de décomposition, traducido como Breviario de podredumbre, el crítico de Le Monde recomendó a su autor por medio de una carta: “¡Usted no se da cuenta, ese libro podría caer en manos de jóvenes!”.

Años antes de ser premiado por el libro Del inconveniente de haber nacido, mucho antes de denostar a Sartre y sus contemporáneos (“cualquier montañés me parece preferible a un intelectual parisino”), elegante, depresivo (“visitas, visitas. Me devoran, me vampirizan. Habría que suprimir el teléfono o abandonar París”), Cioran vivió una extraña juventud, calle por calle, rincón por rincón, en ese maldito y espléndido Rasinari del que describe pasajes extraordinarios que lo acompañarían hasta su fría tumba en el cementerio de Montparnasse: “Me persiguen fantasmas, mal exorcizados, de mis primeros años”, escribió poco antes de su muerte.

La juventud que el escéptico pensador pasó en Rumania “era la época ideal, el ancien régime de los trastornados”, dijo, y agregó que en aquel entonces todo se explicaba “invariablemente por la masturbación o la sífilis: el insomnio, el genio, la melancolía, el talento o la locura”. No obstante, amaba su pueblo y, para escapar de sus responsabilidades, se refugiaba en la lectura: “En mi primera juventud, nada me seducía como las bibliotecas y los burdeles”.

La embriaguez era otro tema fascinante para Cioran. Aunque tiempo después escribiría que “la embriaguez es sufrimiento, por eso un borracho comprende más”, en Rasinari se sentía fascinado por los borrachos clásicos, aquellos que beben todos los días con aire festivo. Tanto amaba el estado de inconsciencia y “orgullo demente del borracho” que, confesaba, estaba casi persuadido de convertirse en uno de ellos. Recordaba un personaje que le seducía particularmente, “siempre escoltado por un violinista, que silbaba y cantaba a lo largo del día. He ahí el único tipo interesante del pueblo, me decía, el único que sabe mantenerse en forma, que ha comprendido algo de la vida”. Aquel buen hombre había heredado una pequeña fortuna y en sólo dos años la había dilapidado. No le quedaba un solo kópek en el bolsillo: “Tuvo la suerte de morir”.

En Itinéraires d´une vie: E.M. Cioran, el filósofo rumano Gabriel Liiceanu entrevista y recoge una singular confesión del ya senil pensador, quien relata lo beneficiosa que era su amistad con el sepulturero de Rasinari cuando él contaba ocho años de edad: “Un hombre bastante simpático, sabía que mi mayor placer consistía en recibir cráneos. Apenas enterraba a alguien, yo corría inmediatamente para ver si no podría darme uno”. Cioran sentía, según sus propias palabras, familiaridad hacia la muerte y su universo, los cementerios, los entierros: “Lo que me gustaba, era jugar con ellos. (...) me gustaba jugar al futbol. Recuerdo cuando seguía con la mirada el cráneo que se arremolinaba en el aire y me precipitaba para atraparlo... Sabía que no estaba permitido jugar con cráneos”.


EL BALOMPIÉ SEGÚN CIORAN
El deseo de conocer el lugar de nacimiento del autor de frases como “si no existiera un placer secreto en la desdicha llevaríamos a las mujeres a parir al matadero” me llevó recorrer a pie los seis kilómetros desde Sibiu hasta Rasinari, acompañado de unas cuantas botellas de Ursus, la cerveza regional.

El pequeño pueblo me pareció, con justicia, hostil. Rasinari: el terrible papel tapiz de los Cárpatos adornado con un puñado de casas derruidas, un par de iglesias ortodoxas, un vasto cementerio y una modesta taberna, suficiente para concebir el nihilismo como algo natural.

Dirigí mis pasos entre las callejas desiertas en búsqueda del domicilio del célebre pensador. Mi figura debía parecerle extraña a los pocos habitantes que encontré por ahí, quienes me miraban con aire vanidoso y de burla. Yo respondía de la misma manera a sus miradas irritantes.

Al encontrar aquella casa desvencijada ya no tuve ganas de verla, habitada como estaba entonces por una vieja sorda, y preferí entrar en la taberna y abandonarme sensatamente a reflexiones misantrópicas. El rumano es una lengua intransmisible, pensaba Cioran. Un país entero confinado a su propia lengua y a su naturaleza salvaje. Un grupo de campesinos borrachos estaban del otro lado de la taberna y, sin lugar a dudas, hablaban del forastero entre risotadas.

En un lugar como aquel cobraban sentido y una lucidez monumental muchos de los pensamientos de Cioran. Como el que dice: “La timidez es el desprecio instintivo de la vida; el cinismo uno racional”, o cuando sugiere que la Historia no es otra cosa que una “manufactura de ideales”, una “mitología lunática, frenesí de hordas y solitarios”. Los humanos están poseídos por creencias, obsesivas creencias de salvación que “hacen la vida irrespirable”.

“Miren a su alrededor”, escribió Cioran, “dondequiera hay larvas que exhortan; cada institución traduce una misión (...). Las banquetas del mundo y los hospitales rebosan de reformadores”. Uno puede decir con toda tranquilidad que el universo no tiene ningún sentido y que nadie se enfadará, pero si afirmamos lo mismo “de un sujeto cualquiera, éste protestará e incluso hará todo lo posible para que quien hizo esa afirmación no quede impune”.


Mientras ese revoltijo de ideas aturdía mi espíritu, el disfrute de los campesinos borrachos que inflamaban la taberna con bocanadas de tabaco malo y gruñidos indescifrables me llevó de vuelta a la realidad: uno de ellos, barbudo, mal oliente, de mirada brillante y aire desenvuelto, se acercó a mí y mandó silenciar a la canalla que obedeció con una prontitud rayana en el terror.

Preguntó en alemán los motivos que me habían llevado hasta ahí. Le respondí, en la misma lengua, que un tal Cioran que había vivido sus primeros años en aquel antro terrorífico y que no entendía ni un carajo de rumano. El personaje estalló en un cacareo de júbilo. Animado y visiblemente alcoholizado, me refirió este singular relato que reproduzco sin haber alterado una sola palabra:

“En otros tiempos esta taberna era una gran edificación compuesta de cámaras y salas diversas. En uno de esos salones solía emborracharse solitariamente Cioran. Cierto día funesto se presentó ante él un hombre muy pequeño que decía ser francés. Cioran lo miró con semblante majestuoso y el francés, lo recuerdo bien, comenzó hablando a carcajadas y con horribles muecas. Entonces, uno de los ojos del filósofo cobró un aspecto terrible y, tomándolo por un cráneo con los que gustaba divertirse y jugar balompié, de un puntapié lo arrojó al suelo, persiguiéndole y golpeándole con tal rapidez que incitó a toda la taberna a imitarle.

Todos los pies se hallaban prestos y cada golpe era un incentivo para el siguiente. El francés seguía la jugarreta y, como era bajo, se hizo bola y rodaba bajo los golpes de sus asaltantes, que le seguían por todas partes con inusitado empecinamiento. Rodando de tal suerte de sala en sala y de cámara en cámara, la bola humana atraía tras de sí a toda la taberna. Del lugar salía un ruido tremendo.

Las campesinas miraban a través de sus celosías y en cuanto la bola alcanzó la calle y apareció ante ellas, ya no pudieron contenerse y en vano trataron de detenerlas sus maridos que, corriendo tras ellas, inevitablemente mordieron a su vez el anzuelo. Cioran, más empecinado que el resto, seguía la bola de cerca, propinándole tantos puntapiés como le era posible: su celo fue la causa de que él mismo recibiera algunos.

Al poco tiempo la muchedumbre era tal que el pueblo de Rasinari parecía un lugar tomado por asalto y entregado al saqueo y al pillaje. Con excepción de los lactantes y los ancianos moribundos, todo habitante del lugar corría tras la bola. Finalmente, el maldito francés, después de haber recorrido calles y plazas públicas, acabó por abandonar el pueblo para refugiarse en los Cárpatos. Aquella asquerosa bola, sin lugar a dudas, todavía se esconde en algún meandro de esas montañas”.

Impresionado por aquel fabuloso relato, avivado por las ráfagas de alcohol malo del lugar y discretamente temeroso de correr una suerte similar a la del infausto enano francés, abandoné el pueblo lo más rápido que me fue posible y juré nunca más regresar ahí.

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