Por Marcelo A. Moreno
Poco antes de que empezara el año se difundió una encuesta impresionante. No recuerdo quién la llevó a cabo, pero sí que la muestra era numerosa y cubría varios países latinoamericanos. La pregunta era simple: un deseo personal para el año por venir. La respuesta más votada: “hacer más ejercicio físico”. No, alcanzar la felicidad; no, conseguir un mejor trabajo o progresar en el que se tiene; no, adquirir nuevos conocimientos o habilidades; no, realizar un viaje soñado; no, casarse con el amor de su vida y tampoco, en fin, pasarla requete bien. No, semejante pavada era el objetivo máximo del año para de miles y miles de encuestados que formaban aplastante mayoría.
¿Se trata de un proceso de descerebramiento compulsivo ? Sigmund Freud anticipó meridianamente en “El malestar en la cultura” (1929) que vivimos inmersos en una cultura de la culpa. La relativa novedad es que si antes la culpa se depositaba en el pecado -la ofensa a un dios y el condigno castigo-, ahora muda a espacios escandalosamente nimios.
Del pecado, que era tan trascendente y terrible -una violación de la ley divina- se migró a la pena chiquita y banal de trasgredir un dictado social.
Mucho más frívolos y menos lúcidos que nuestros antepasados temerosos de un dios, ahora no nos mortifican nuestras faltas ante la divinidad, bastante difumada, sino lo que nos hacemos sin querer.
Y, por extensión, lo que les hacemos sin querer a nuestros seres queridos.
En una extraña cabriola, la culpa ha pasado desde un plano moral a uno físico , refugiándose en el cuerpo. Pocas cosas hay peores en nuestra cultura que engordar o ser gordo, por ejemplo.
No cuidarse en la alimentación, comer las cosas que a uno de gustan en la cantidad deseada, fumar o tomar bebidas alcohólicas convella desde el punto de vista omnímodo de la dictadura espiritual del tándem belleza-salud , algo así como una condena a muerte anticipada. Así, el simple acto de deglutir a placer panchos o hamburguesas devendría en tragedia.
Porque cometer esos flamantes pecados (imagen infernal: mirar la tele tirado en la cama, comiendo chocolate y tomando algún licor), nos aterrorizan que nos acortará perversamente la existencia o nos traerá las más espantosas enfermedades.
“Somos lo que comemos”, reza la estupidez consagrada, como si no pudiéramos aspirar a ser algo más que un mejunje de líquidos, vegetales, hidratos de carbono y carnes.
Pero también es deber moverse, justo en una sociedad del espectáculo que nos ofrece las mil y unas tentaciones para permanecer inmóviles. No cumplir con el precepto gimnástico , según nos prometen, también nos arrojará a las llamas de la muerte temprana o al agobio de males horripilantes.
Es la misma sociedad que nos exige mucho tiempo dedicado a trabajo, en general, tozudamente sedentario. Y esa misma exigencia se convierte en fuente de nuevas culpas: no les dedicamos el tiempo necesario a nuestros hijos, a nuestra pareja, a nuestros padres, a nuestros parientes y amigos. Estas demandas en el caso de las mujeres tienen el peso y el espesor de un container repleto de plomo.
Y como paroxismo de la contradicción, la misma sociedad que nos impone un trabajo absorbente, nos recrimina que no nos hagamos lugar para el ocio , tan saludable por cierto.
Presos de tantas coerciones que bajan esos discursos blindados por la autoridad sanitaria -y la industria light, claro-, al fin y al cabo la ya célebre imagen de Juanita Viale, en pareja y con una panza de seis meses, entregada a las alas de su deseo con el enrulado ex ministro de Economía Martín Losteau, por lo fresca y transgresora, se parece mucho a una caricia de libertad.
La misma libertad a la que se refirió Mario Vargas Llosa el jueves cuando lo dejaron al fin hablar en la Feria del Libro y supo avergonzar a sus toscos difamadores con la potencia, la claridad y la belleza de una lección maestra.
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