lunes, 25 de abril de 2011

México: racismo.

Por Federico Campbell.

Hay una cierta ambigüedad en la vida cotidiana de los mexicanos: por un lado se dice que no somos racistas, y por otro ni un rostro de mexicano moreno aparece en la publicidad impresa (en revistas y periódicos, en los suplementos dominicales), ni en los anuncios de televisión. Una niña mexicana morena no se reconoce en la pantalla, y una joven zapoteca ve como de extrarrestres la publicidad del Palacio de Hierro, en la que predominan las mujeres rubias, de apariencia sueca, inglesa o alemana. A los visitantes extranjeros les llama la atención que por ninguna parte aparezcan las mexicanas rubias que desfilan por las telenovelas y las revistas de los ricos, tipo Hola o Caras. Incluso en los noticiarios las locutoras, casi todas, suelen pintarse el pelo de rubio, como si se avergonzaran de parecer mexicanas.

En una noticia de nota roja fechada en Guadalajara el 11 de marzo, se denunció que en una casa hogar se sustrajeron ilegalmente hasta 35 niños, pero como en México vivimos un periodismo sin consecuencias, ahí murió el asunto. Los niños extraviados o vendidos debían tener entre tres y siete años, y debían ser “güeritos y de ojos claros”.

En los datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía no se registra el color de la piel ni la etnia del “habitante” encuestado. En el pasado sí solía hacerse. No hay modo de visualizar ahora el pastel estadístico, porque el censo de 1940 abandonó la clasificación por razas. En el Anuario estadístico de 1963 se establecía, por ejemplo, que 16 por ciento del pueblo mexicano está integrado por blancos (no la mayoría, salta a la vista), en cuya denominación quedan incluidos los criollos (originalmente los hijos de españoles nacidos en la Nueva España, según nos lo ilustra Fernando Benítez en Los primeros mexicanos). “El 53 por ciento son mestizos, un 30 por ciento indígenas y un uno por ciento negros y de otras razas”. Luego entonces las clases subordinadas indígenas, los más prietos, no parecen ser mayoría (si proyectamos los números hasta 2011), y sí es frecuente que la discriminación venga de los blancos y de los mestizos en la vida de todos los días, abierta o solapadamente.

Por alguna extraña razón el sector privilegiado de la sociedad, el más rico, integrado por empresarios y políticos, aunque minoritario, es de mexicanos blancos.

El año pasado el escritor francés Jean Marie Gustave Le Clézio, en un coloquio organizado por un banco, como que se salió de tono cuando dijo que no es cierto que el mestizaje haya conjurado el problema del racismo: “Lo que pasa es que el mestizaje físico no se ha dado en México”, sostuvo el premio Nobel y autor de El sueño mexicano.

Cuenta el historiador Ramón Eduardo Ruiz —quien acaba de morir en San Diego— que en la Nueva España los indios se hallaban en lo más bajo de la escala social. Muchos criollos que se decían peninsulares resultaban ser mestizos, de piel blanca e inusualmente acomodados. La hipocresía hacía su agosto porque el dinero ayudaba a blanquear la piel y confirmaba la limpieza de sangre. Dijo: “Se trataba de una pigmentocracia, en la que la condición se basaba en la apariencia. Ser de piel blanca era marca de honor y prestigio; ser moreno, una condena a pudrirse en el infierno”.

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