El experimento chileno
José Blanco
El intento de crear un Estado de bienestar con un fuerte acento nacionalista, por la Unidad Popular (los partidos de izquierda y centro izquierda chilenos existentes en los inicios de los años setenta), referido por sus actores como socialismo”, fue un corto experimento brutalmente despedazado por otro experimento; uno opuesto en todo y por todo: el primer experimento neoliberal en el mundo.
El experimento neoliberal se hizo fuerte y se expandió por el planeta configurando la globalización neoliberal, pero al tiempo que dicha globalización desembocó en la peor crisis del capitalismo, en el caso de Chile, el experimento creció tanto en el tramo de la dictadura pinochetista como en el de la Concertación de Partidos por la Democracia y, pese a su fama de país exitoso está, a su modo, en el umbral de una crisis provocada precisamente por sus componente neoliberales.
Uno de los espacios más profundamente intervenidos por la ciega visión neoliberal y que por ello resulta paradigmático, es el de la educación superior. A partir de 1980 Pinochet dictó una serie de Decretos con fuerza de Ley para “reconstruir” ese nivel educativo. Sergio Fernández, entonces ministro del Interior, aseguró que el nuevo modelo universitario habría de conducir a la educación superior chilena hacia la libertad, la modernidad y la justicia.
“El sistema –dijo Fernández– se ha convertido en cerrado y virtualmente monopólico”, con un consecuente desmejoramiento de la calidad de su docencia, y “con un grave daño para la juventud universitaria, y para toda la comunidad nacional que financia la educación superior con los impuestos que cada chileno paga, y a la cual no se le retribuye con un fruto universitario de suficiente nivel.” Era necesario introducir “el factor competitivo entre las universidades, y ello se lograría a través de dos vías: la facilidad para crear nuevas universidades, y la modificación del sistema de financiamiento”. A partir de ese año, surgieron muchas nuevas universidades, todas de carácter privado.
Se creó un “aporte fiscal directo” para las universidades que existían, aunque sería muy menor e iría disminuyendo paulatinamente. Fernández fue explícito: que ninguna universidad “crea que tiene su financiamiento asegurado”. Se creó también un financiamiento fiscal indirecto bajo el principio de que las universidades beneficiadas serían las que tuvieran a los alumnos mejor calificados, de acuerdo con un sistema de evaluación homogéneo, de donde habrían de resultar universidades que no alcanzaron financiamiento alguno. “Habrá –dijo Fernández– un poderoso acicate para mejorar la calidad académica y atraer así a los mejores postulantes.”
Consecuentemente, habría un incentivo para que cada universidad procurará atraer a los mejores académicos, y remunerarlos conforme a lo que su calidad mereciera, porque ello le será compensado a través del mayor aporte estatal (…)”. El entonces ministro de Educación Alfredo Prieto dijo que “con esta legislación se ha aplicado la garantía de libertad de enseñanza y de libertad de las personas, y con las mayores alternativas habrá más igualdad de oportunidades ante la vida y eso hace más rico a un país en recursos humanos”.
Por supuesto, surgió una nada académica guerra propagandística entre las universidades para atraer a los ingresantes.
El profesor Jorge Millas, escribió desde 1980 que “el economicismo de la sociedad de consumo y de la economía de libre mercado va imponiéndose en la política universitaria del país, hasta culminar en las extravagancias del autofinanciamiento y de la emulación empresarial”. En igual sentido el profesor Luis Scherz escribió un año más tarde “el país vive un clima de expectación y por una u otra razón todos esperan verificar los primeros resultados del experimento que busca sujetar la vida universitaria a los cánones de la economía de mercado”.
El propio profesor Scherz, escribió ya mucho más cerca de nuestros días: tenemos una “Universidad-empresa”, que “hace suyos los postulados de eficiencia, libre competencia, iniciativa privada y lucro, haciendo del mercado su mecanismo coordinador y regulador de actividades”. Una universidad “que vende –entre otros a sus propios estudiantes– servicios de índole académica”. Si el estudiante no podía pagar a las que son unas de las universidades más caras del mundo, contaría con la vía del crédito que pagaría cuando se incorporara al mercado de trabajo. Por supuesto, las deudas y los deudores del sistema educativo no han cesado de crecer.
Todo esto ha ocurrido en un país en el que el Instituto Nacional de Estadísticas acaba de informar que a nivel nacional, los hogares del quintil más rico del país concentran 51.03 por ciento del ingreso total, con un ingreso promedio mensual por hogar de 1,681,182 pesos, cifra 9.5 veces superior al quintil más pobre, que percibe mensualmente 177,041 pesos. Los hogares de este último quintil representan 5.38 por ciento del ingreso total. Chile es el país más desigual de América Latina después de Brasil.
No acaba ahí todo ni mucho menos. El sistema político binominal, crecientemente repudiado, que fuera diseñado por un jurista de Pinochet, no es un sistema representativo y en él la mayoría de los jóvenes no está inscrito. Pero agregue entre otras lindezas a los senadores designados y vitalicios, la inamovilidad de los comandantes en jefe de las fuerzas armadas y más.
No se entiende la razón de las masivas movilizaciones estudiantiles en Chile, apoyadas por 80 por ciento de la sociedad.
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