A propósito de su más reciente novela, La fugitiva, el escritor nicaragüense habla de su forma de hacer literatura, de su relación con los lectores y de la política en Centroamérica.
Cuando Sergio Ramírez cumpla 70 años, el 12 de agosto del año próximo, no podrá escapar de las fiestas familiares, aquellas que sus hijas y su mujer organizarán para el querido escritor nicaragüense nacido en Masatepe, departamento de Masaya, hace 69 abriles.
Para el autor de la celebrada Margarita, está linda la mar, la novela con la que ganó el Premio Alfaguara en 1998, el festejo será perfecto sólo cuando ponga punto final a su nuevo libro de cuentos, un género para el que se cree destinado, mucho más que para la novela. Se le ilumina el rostro cuando cuenta que, entre tantos vaivenes editoriales, hay países como España o Argentina donde se ha vuelto a poner de moda el cuento. Entre citas de Guy de Maupassant y Horacio Quiroga transcurre esta charla con M Semanal, centrada en su nueva novela, La fugitiva, con la que vuelve al ruedo literario enfrentando la referencia inevitable a su pasado político, tan lejano en la actualidad.
Su madre no vivía con mucha alegría las incursiones de su hijo en aquella Revolución Sandinista que en 1979 derrocó al dictador Anastasio Somoza. “Tienes que volver a la literatura”, le decía a Sergio, cuando éste se había convertido ya en el Vicepresidente de su país. Y Ramírez volvió a los libros en 1996, luego del fracaso del Frente Sandinista de Liberación Nacional y de sus conocidos desacuerdos con su ex compañero de lucha, hoy presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, y con el ya fallecido ideólogo de la revolución, el comandante Tomás Borge.
“No he tenido desde entonces tentación de abandonar la literatura para volver a la vida pública, sencillamente porque mi accionar político dependió de una situación extraordinaria que consistía en la ambición de un país de salir de una dictadura y de pasar a una etapa nueva y, además, tuvo mucho que ver que en ese entonces yo era muy joven”, dice Ramírez. “Me parece patético un viejo que se dedicara a cambiar el mundo y, por otra parte, cuando la Revolución terminó tan mal, para mí no fue un problema regresar a mi mundo de siempre, a la literatura”, explica el también autor de Sombras nada más y Mil muertes, novelas que tienen como tema central a Nicaragua.
“Soy un escritor nicaragüense por cuestiones afectivas más que morales, porque en realidad mi obligación moral es más hacia América Latina que hacia Nicaragua solamente. Mi obligación moral ha sido con los más pobres, con la búsqueda de la justicia”, afirma. Quizá por eso su rostro se tensa cuando se le pide opinión acerca de la realidad política de su país, aunque no tanto cuando la entrevista comienza a recorrer los pasadizos del ayer y salen nombres como el de Tomás Borge, también escritor. “En Nicaragua todos son escritores, es una herencia de Rubén Darío”, dice con intempestiva parquedad. “Tomás Borge solía recibir a Julio Cortázar en una humilde casa de Bello Horizonte, donde no vivía; era toda una escenografía, su mansión estaba oculta detrás del jardín al que se llegaba por una puerta secreta”, le dijo Ramírez hace tiempo al periodista salvadoreño Carlos Dada.
La anécdota refleja el abismo que hoy separa al escritor de sus antiguos compañeros de batalla. Ahora su lucha es la que entabla diariamente con la escritura. “Para mí, escribir es un estado de gracia y representa encontrarme todos los días con el milagro de inventar. Disfruto inventando, aunque hay que decir también que no hay gozo que no tenga un poco de sufrimiento, y no siempre se puede trasladar la imaginación a las palabras y hacerlo de corrido”, admite. “Al decir de Mario Vargas Llosa, yo creo en la relación matrimonial con la literatura, estoy casado con la escritura y cumplo deberes vitales con ella. Hay gente que puede escribir en un café, como hacía Jean-Paul Sartre, pero a mí no me sale”, dice el autor.
DE LA REALIDAD A LA FICCIÓN Y VICEVERSA
La fugitiva es una novela que le tomó más de dos años escribir. En ella quedan borradas las fronteras entre realidad y ficción merced a un complejo entramado narrativo que cuenta biográficamente la atribulada vida de la costarricense Amanda Solano, una mujer escritora que lucha contra una sociedad conservadora y se le va la vida en ello. Se trata en realidad de Yolanda Oreamuno, escritora muerta en México en 1956, a los 40 años.
MM: ¿Es un oficio del diablo el de la escritura?
SR: Como dice el personaje en la novela, sí, porque uno no sabe con qué le va a salir el demonio en el camino. En la literatura hay muchos tropiezos y tentaciones, que es para lo que existe el demonio, ¿no? Pero al fin y al cabo es un compañero de viaje a lo largo de toda la escritura.
MM: ¿Tuvo que hacer frente a muchas tentaciones a lo largo de su carrera literaria?
SR: Sobre todo desafíos. Creo que la mayor tentación para un escritor es la de sacrificar las historias, salir rápido de ellas, como si el editor o el lector te estuvieran esperando y el mundo no caminara si tú no estuvieras en las librerías. Creo que la literatura es un oficio de reflexión, de dedicación, de corrección, de quitar y poner cosas; ésta es la parte que menos me gusta, pero es la más necesaria. Corregir se vuelve a veces una especie de obsesión: leer, volver a leer, la escritura está llena de cosas gruesas y menudas. Siempre uno se sorprende cuando ya has leído la novela en la pantalla, luego en una copia en el papel —eso se constituye en la lectura verdadera—, con el lápiz afilado, y te asombras cuando el editor te devuelve el manuscrito con una serie de preguntas que alude a muchos errores que has cometido. Y ahí es cuando uno comprueba que un libro nunca acaba de salir de las manos de uno.
MM: Y comprueba al mismo tiempo que la pluma del escritor no es infalible.
SR: Una cosa muy divertida que decía Tito Monterroso a los escritores jóvenes en los talleres: “Cuando sientas que te quedó un párrafo demasiado perfecto, ponle un error artificial para que parezca que ha sido hecho por un ser humano”.
MM: Hay un juego entre la verdad y la ficción muy profundo en La fugitiva, que obliga al lector a preguntarse permanentemente si el personaje existió o no.
SR: Soy un fan de esa literatura que pretende que el lector no pueda distinguir entre la verdad y la mentira, que se meta en un terreno minado; es un desafío que hago al lector que entró a la librería y compró este libro que se dice que es una novela, y si en el proceso de lectura se va persuadiendo de que lo que le estoy contando es cierto y al final cree que todo es cierto, eso para mí es el triunfo del escritor sobre el lector.
Cuando era adolescente leí toda clase de libros, entre ellos La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera, y ese libro comenzaba con una nota del escritor que decía: “Soy funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia (algo que era cierto) y el ministro me pidió que revisara este manuscrito que recibió en el consulado colombiano en Manaos; yo la verdad es que he hecho muy pocas correcciones, porque quiero que se publique como está”. Luego venía la novela y al final terminaba con un telegrama del cónsul en Manaos que decía: “Arturo Cova y sus compañeros no aparecen, se los tragó la selva”. Y nunca dudé como lector de que eso fuera cierto. Sabía que era un artificio bien hecho, pero me quedé con la nostalgia de estos personajes y nunca he abandonado esa costumbre literaria.
En el suplemento Babelia, de El País, un crítico (J. Ernesto Ayala-Dip) que tal vez no haya leído bien La fugitiva, decía que a él no le gustaba eso de confundir biografía con literatura y que él prefería leer la biografía. Bueno, puede ser que la biografía no exista. Es decir, no se puede presuponer que la biografía de esta mujer, que es el personaje de mi novela, exista. A lo mejor nadie la ha escrito, a lo mejor la biografía de ella va a ser esta novela. Por lo tanto, no distingo entre biografía y novela, y no distingo entre historia y novela. Pienso que la literatura puede corregir a la historia y que lo que va a quedar sobre un personaje o sobre una situación es lo que dice una novela, no lo que dice la historia, porque tampoco podemos asumir que la historia no sea mentirosa.
MM: Lo que es cierto es que se establece un pacto exclusivo entre el lector y el escritor y sólo entre ellos se sabe qué es verdad o mentira.
SR: Ése es el pacto que quiero respetar cada vez que escribo una novela, porque busco que el lector escriba conmigo, que imagine; no se trata de darle todo deglutido, todo resuelto. Tiene que haber una participación en el proceso imaginativo y ésa me parece que es la gran aventura de la lectura.
MM: Hay una gran fuerza de la oralidad en su novela.
SR: Efectivamente, es una novela oral. El entrevistador, que soy yo, va delante de estas tres mujeres, les pone enfrente una grabadora de última generación, que es en realidad la grabadora que compré en el aeropuerto de Panamá cuando iba para Haití a escribir un reportaje para El País. Luego, al editar las entrevistas a estas tres mujeres, me quito de en medio, dejo que ellas hablen, saco las preguntas y hago que sea un único discurso oral. Ése es el procedimiento. Son tres oralidades muy diferentes entre sí, y eso me ha servido de recurso para poder penetrar en la naturaleza de cada mujer. Desde tiempos de Flaubert uno aspira siempre a ser la mujer en la novela, pero ¿cómo entrar a ese recinto que tiene siete llaves? La oralidad es una buena ganzúa para ingresar al yo interno femenino.
MM: ¿Usted sabe escuchar?
SR: Sí, he aprendido cuando dirigía un organismo de universidades centroamericanas y tenía mucho personal subalterno. Además, había cinco cabezas encima mío que eran los rectores de las universidades y tenía que escucharlos a todos. Cuando entré al gobierno en Nicaragua también aprendí a escuchar, porque el arte de gobernar parece que consiste en dar órdenes, pero en realidad te reúnes a veces con cinco ministros y todos tienen una opinión distinta sobre un mismo tema, por lo cual terminas siendo un juez.
MM: Y al escuchar también observa.
SR: Observo, en efecto, y también realizo un buen ejercicio de la tolerancia. En el Caribe o en América Latina, si uno entra a una rueda de amigos que ya se han tomado tres o cuatro tragos, todo el mundo está pegando gritos: no se están peleando, no se están matando, sólo están conversando, pero nadie se escucha. Cada uno está contando su propia historia.
MM: Ésta es su novela costarricense.
SR: (Risas). Bueno, con mi parte costarricense. Cuando presenté la novela en Costa Rica había mucha gente y dije que la había escrito con mi parte costarricense. Hoy me preguntaron por qué un extranjero iba a escribir una novela sobre Costa Rica, siendo que ese país tiene un conflicto con Nicaragua, pero ¿qué tiene que ver eso? Yo no tengo ningún conflicto con Amanda Solano o con Yolanda Oreamuno. Yo me considero costarricense, guatemalteco, conozco muy bien, en la medida en que se puede, a los centroamericanos; si estoy en México me siento mexicano, no tengo ningún problema de identidad, menos para escribir un libro.
MM: De todas maneras, es implacable con los costarricenses.
SR: Mis personajes son implacables, yo no…
MM: Bueno, sus personajes dicen que los costarricenses son tacaños.
SR: Sí, son ellos mismos los que lo dicen y se ríen de eso.
MM: Que no abren las puertas de sus casas.
SR: Eso es cierto. Yo viví allí durante 14 años y puedo dar fe de que no abren las puertas de sus hogares. Pero eso sí, cuando lo hacen, lo hacen para siempre; en Costa Rica tengo amigos entrañables. Pero, bueno, es un modo de ser que es un poco catalán, un poco vasco, un poco suizo, ellos tienen mucho de eso. Es un pueblo que vive en medio del clima de la montaña, donde llueve, hace frío, y la gente no sale mucho de sus hogares, es reservada frente a los demás. Y Nicaragua es el extremo contrario: los nicaragüenses abren la puerta de la entrada al extranjero, al visitante, y lo invita a tomar tragos, creo que con exageración. Son maneras distintas de ser.
Sergio Ramírez fue protagonista de una Centroamérica en llamas, cuando ésta ardía y más interés suscitaba en el mundo, durante los años ochenta. Después todo eso se diluyó en un mar de silencio y lágrimas hasta este tercer milenio, cuando el territorio centroamericano pareciera volver a atraer en la atención internacional; empero, este punto de vista es algo con lo que no coincide el ex vicepresidente de Nicaragua: “La verdad no creo que Centroamérica sea un centro de atención internacional ahora. Es siempre un volcán en ebullición y hasta que la lava no desborda las laderas de ese volcán la gente no se fija en Centroamérica. Desde que finalizó el conflicto en los ochenta hubo una especie de velo de olvido sobre la región, donde además no se está jugando nada importante para los intereses mundiales. Durante la Guerra Fría, de alguna manera Centroamérica fue un escenario donde se dirimieron varias cuestiones; pero ahora Estados Unidos (EU) ya no hace ese papel de inspector de conductas políticas en la región. Tiene su viejo feudo con Cuba, pero EU no quiere ganarse más conflictos y Centroamérica no representa un problema para su seguridad”.
El escritor añade: “El gran problema centroamericano es que es un puente para la droga y el narcotráfico, y está contaminando países como Guatemala, donde la situación ya es muy seria al respecto; pero nadie pierde el sueño porque Daniel Ortega vaya a reelegirse contra la Constitución”.
MM: Sí, pareciera ser que el narcotráfico decidirá ahora el destino centroamericano.
SR: Es que es lo mismo: México está cerca de EU y nosotros estamos cerca de México. Lo queramos o no, la droga está pasando por nuestros países, de todas las formas posibles, porque el gran negocio es pasar la droga por Centroamérica; de otro modo no se abastecería el consumo en EU.
MM: Con pequeñas cosas, como la vuelta de Zelaya en Honduras, las películas que se hacen sobre la Guerra Civil en El Salvador, de Centroamérica hablan los cineastas, los escritores.
SR: Sí, hay una Centroamérica subterránea, donde están ocurriendo cosas en la cultura. Hay un cine en Nicaragua, en El Salvador, en Costa Rica, lo que resulta casi milagroso. Se hace un cine con las uñas, pero hay películas documentales, y la literatura es muy buena. En la próxima edición de la Feria Internacional del Libro presentaremos dos antologías, una de poesía y la otra de cuentos centroamericanos.
MM: A veces también Centroamérica es un enigma, incluso para el propio Hugo Chávez, que es más bolivariano con Sudamérica, ¿no?
SR: Sus inversiones en Centroamérica son más modestas, porque se trata de economías más pequeñas. Ortega se contenta con 500 millones de dólares que le manda Chávez al año. Para Nicaragua es una suma muy grande de dinero, para Chávez no creo que sea mucho. Ahora va a restablecer además el convenio petrolero con Honduras, con el presidente Porfirio Lobo, un conservador antichavista; pero bueno, Chávez tiene una pretensión geopolítica del tamaño de Venezuela, de otro modo no le estaría dando petróleo a estas pequeñas islas del Caribe que suman votos en el grupo de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América.
MM: ¿Le gusta Chávez?
SR: Pues no se trata de si me gusta o no me gusta. Los sistemas que están basados en políticas autoritarias, excluyentes, que al final se vuelven sectarias cuando una doctrina no envuelve a toda la sociedad, yo vengo de vuelta de eso. No conozco a Chávez, no tengo nada personal en su contra, pero es su modelo político el que no me gusta.
Mónica Maristain
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