Es lícito ayudar a morir a los progenitores?
Arnoldo Kraus
La posibilidad de precipitar la muerte, en forma voluntaria, con ayuda de alguna persona, o sin ayuda, sigue, y siempre seguirá, planteando preguntas. Más si fue un hijo quien le suministró a su madre morfina con el fin de acabar con su vida. Es muy infrecuente, por no decir que no sucede, que los medios de comunicación informen de la detención de un hijo por haber publicitado su colaboración en la muerte de su progenitora.
Las razones del doctor Sean Davison, especialista en medicina forense, director del Laboratorio de Análisis de ácido desoxirribonucleico (ADN) de la Western Cape University en Cape Town, Sudáfrica, partieron de la petición reiterada de su madre, la doctora Patricia Ferguson, médica general y siquiatra, para ayudarle a morir; cuando falleció tenía 85 años y estaba afectada por cáncer. Debido a que la inanición –sólo bebió agua durante dos meses– y otros intentos suicidas no finalizaron su vida, el hijo le dio a beber morfina para cumplir sus peticiones y terminar con los sufrimientos. Sin duda, el hijo pensó no sólo en los significados de calidad vida, sino en la trascendencia de la calidad de muerte.
La acción de Davison, ¿fue un acto de amor?, ¿es lícita?, ¿implicó deshacerse de su madre?, ¿tenía la obligación de validar las peticiones de su progenitora o podía hacer caso omiso?, ¿es, desde el punto de vista ético, aceptable acabar con la vida de una madre quien padece una enfermedad terminal?, ¿tiene derecho de condenar la justicia, como ahora sucede, al responsable del suceso? Temas tan ríspidos no admiten respuestas unívocas. Por eso estimula y cuestiona la ética médica. Por eso es imperativo discutir estos disensos.
La semana pasada, los rotativos informaron que en Nueva Zelanda, la Corte condenó a un científico por suicidio asistido. Davison tendrá que recluirse durante cinco meses en una casa y portar un brazalete electrónico, en la misma ciudad donde vivía su progenitora. El castigo le impide regresar a Sudáfrica donde viven su esposa y sus dos pequeños hijos. En un principio se le había sentenciado a 14 años de cárcel.
La condena se modificó ya que los jueces consideraron que Davison actuó por “compasión y amor” y no por ganancias personales; los jueces agregaron que era un hijo amoroso y excepcionalmente devoto. Influyó también la opinión de Desmond Tutu, premio Nobel de la Paz, quien calificó a Davison de persona con principios éticos, a lo que debe agregarse la trascendencia moral de su oficio: identificar el ADN de los responsables de las muertes de inocentes durante el apartheid o conmutar la pena de personas erróneamente condenadas.
Al terminar el juicio –Davison regresó voluntariamente a Nueza Zelanda– el implicado comentó, “el juicio no versó sobre justicia, a todas costas la meta era condenarme. La ley debería evaluar el acto desde el punto de vista humano, no judicial”. Davison fue castigado a pesar de que su progenitora dejó un testamento en vida donde explicitaba cómo quería morir.
En su libro Before we say goodbye (Antes de decir adiós) Davison comparte sus experiencias, basadas en un diario, acerca de la situación de su madre, de las vivencias de ambos los meses previos a la muerte, de los intentos, motu proprio, de Patricia para acabar con su vida y que terminaron en fracasos, de las reiteradas peticiones para que le ayudasen a morir, así como su decisión de suministrarle morfina para acortar su agonía. En el diario, y en las entrevistas que se hicieron tras el veredicto, se narra el duro periplo final de su madre, las tristezas de una mujer brillante, imposibilitada para pintar o leer –sus pasiones–, atea, defensora de la autonomía, querida por sus pacientes. Sabedora de que su vida carecía de sentido, e imposibilitada para morir por su propia mano, le entrega al hijo una dosis suficiente de morfina para precipitar su muerte y le explica cómo procesarla.
Sean Davison decidió publicitar sus experiencias porque creía en lo que hizo. Buscó compartir su experiencia. Nunca pensó en la ley, pensó en su madre. Nunca pensó en la justicia ni en la posibilidad de ser condenado; pensó en la terrible dificultad de la solicitud de su madre, “ayúdame a morir”, y en la responsabilidad de cumplir. Pensó en la obligación de cuidarla, de acompañarla y aminorar el sufrimiento. Pensó en la compasión y vivió la brutal dificultad de ayudar a morir a su progenitora. A pesar de no existir tratado de extradición entre Sudáfrica y Nueva Zelanda, él decidió retornar para encarar la situación: “No maté, por eso regreso”.
El laboratorio de Davison sirve para identificar criminales, bregar por los derechos humanos; además, colabora con otras naciones africanas. El affaire Davison muestra cuán obtusa puede ser la justicia y cuán necesario es pensar y repensar en algunos vericuetos de la ética médica y de la condición humana. Falta saber si sus hijos no serán estigmatizados. Falta saber por qué los jueces desoyeron el testamento en vida.
“Ésta será tu última bebida. Adiós, mamá”. “Eres un hijo maravilloso”. Con Davison, y con su madre, la justicia erró.
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