Otoño en París
Vilma Fuentes
Aunque México y Francia pertenecen al hemisferio norte, el ritmo de las estaciones se vive de manera diferente. En París, la primavera se espera como una metamorfosis, las calles se pueblan de chicas con amplios escotes, las frutas aparecen en los mercados. Luego, el verano, y a cada nueva estación, la metamorfosis recomienza. La ciudad es la misma y, sin embargo, diferente, tanto el color del cielo como el aspecto de la gente, tristona en el frío, alegre bajo el sol. Las cuatro estaciones, a la manera de Vivaldi, imponen a cada una su música.
En la literatura, y sobre todo en la poesía, estos cambios climáticos tienen una importancia radical. De Villon a Baudelaire, de Ronsard a Verlaine, los poetas expresan lo que cada uno siente. La sensibilidad de los mejores autores mexicanos, creo, obedece a esta ley. Según Bellefroid, acaso el secreto de Pedro Páramo se esconde en la violencia de un sol letal que imprime su silencio al libro. Agrego la violencia del aguacero sobre la tierra seca cuando Páramo piensa en Susana. Tal violencia no existe en la literatura francesa, con la excepción del libro de Camus, L’étranger, donde el sol vuelve loco –cabe precisar, la historia no ocurre en Francia, sucede en Argelia.
Hoy, durante un otoño tardío, después de un septiembre veraniego y un octubre primaveral, continúa la caída de las hojas, doradas, ardientes, ocres, que cesan de crujir bajo los pasos, empapadas por la lluvia de noviembre. Los cementerios se pueblan de vivos, quizá menos atraídos por sus muertos que por una neblina densa y hospitalaria, niebla invisible y envolvente donde desaparecen cuerpos y sombras. Se escucha el rumor de la llovizna, recuerdo versos de Apollinaire traídos por el viento:
Una tarde de media bruma en Londres, un granuja que se parecía a mi amor vino a mi enuentro...
Los árboles se desnudan para recibir al invierno. Impermeables, sacos de lana, salen de roperos. En las terrazas, la calefacción exterior asegura la clientela de fumadores. En los mercados aparecen los faisanes, las liebres, los trozos de jabalí. La hirviente sopa de cebolla esparce su olor penetrante. Otoño es una estación tan melancólica como golosa.
Los parisienses vuelven a poblar su ciudad abandonada a los turistas. Los clochards reaparecen en las esquinas de las calles. ¿Dónde se metieron durante el verano, acaso emigran como los pájaros? El spleen de París tiene un sabor de nostalgia, un andar de sonámbulo, un gusto a retorno y recogimiento, una voz quemadura.
El olor de París llega a su apogeo en otoño. En invierno se congelan los olores del sudor, se atenúan los aromas de cocina, se apagan las voces tras las ventanas cerradas. En Navidad, apenas la fragancia de los pinos picotea suavemente el olfato.
París tiene su olor. Quien ha vivido en esta ciudad lo reconoce de inmediato. Olor de cuerpos y perfumes que transpiran, emanación de aromas culinarios. La ciudad de México tiene también su olor. A veces, un visitante venido de allá me trae su olor envolvente, invasor. Hace unos días, un amigo mexicano me hizo respirar a México en un parpadeo distraído. Salvador Elizondo, quien vivió en Francia, me dijo olfateándome sin disimulo, con su voz nasal: “hueles a parisiense, tu ropa tiene ese sudor perfumado que exhalan las francesas”. ¿Para qué aclarar que ese vestido, regalado a Paulina, me lo dio una amiga de París?
Ese día crucé el Sena. Las hojas doradas de los árboles se reflejaban en el río centelleante de gotas de oro. Sus aguas cambian de color con las estaciones: primavera, verde tierno de hojas en botón; verano, verde oliva y maduro de follaje; otoño, cascada de pepitas de oro; invierno, tonos pálidos de amanecer y azules acerados del ocaso.
Me asaltó el recuerdo de la visión sangrienta del Sena durante mi primer otoño en Francia: las hojas rojas de la fronda que bordea el río resucitaban en sus aguas. Quizás a causa de esa visión se alarga mi viaje en esta ciudad.
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