Mar de Historias
La viuda de Jorge Negrete
Cristina Pacheco
La vivienda era muy pequeña. Los dos cuartos, la cocina, el baño y la zotehuela apenas resultaban suficientes para alojar a los siete miembros de mi familia. Los mínimos espacios disponibles se reducían aun más hacia finales de año, conforme iban llegando de visita la abuela, las tías, los primos que venían a la ciudad por diversos motivos: cumplir una manda en la Basílica, comprar materiales, vender tejidos y bordados. Sobre todo llegaban para someterse a tratamientos médicos que podían prolongarse durante semanas.
La presencia de los visitantes alteraba los horarios de comida, el orden en la casa y la función de los muebles. El único silloncito se convertía en cama; las cortinas y los manteles, en mamparas que delimitaban territorios y protegían intimidades; la mesa, en depósito de cajas y bolsas de yute; el trastero, en muestrario de medicinas.
A lo largo de todo el día se escuchaban incesantes las conversaciones en torno a viejos capítulos de la vida familiar, algunos prohibidos para los niños y por lo tanto dichos en tono de murmullo. Por la noche se imponían voces salidas de la radio. En medio de la oscuridad, desde las camas y los colchones acomodados sobre el piso teñido de congo amarillo, todos oíamos los programas cómicos, la novela en boga o la programación musical que asordinaba quejidos, protestas y súplicas: “éstate quieto. ¿No ves que hay muchos niños? Siquiera espérate a que se duerman”.
II
Las incomodidades que sin proponérselo nos ocasionaban nuestras visitantes eran compensadas con los paseos a la Villa, el Zócalo, Chapultepec, y las idas al cine los jueves y los domingos. Para la elección de las películas había sólo dos restricciones: que no las hubiera prohibido la Iglesia y que estuviesen habladas en español. De otra forma, quienquiera que fuese el vecino de butaca de mi abuela (analfabeta y algo sorda) tenía que leerle los subtítulos despacio y en voz alta.
A lo largo de la proyección se escuchaban las protestas de un público enfurecido que a gritos pedía silencio. Indiferente, dispuesta a cumplir con su deber, la lectora seguía adelante sin importarle que las ofensas dirigidas a ella se mezclaran con los diálogos entre los actores. Sobra decir que tal interferencia acababa por volver incomprensible la trama.
La ignorancia de mi abuela y nuestro deseo de tener miramientos con ella no eran los únicos motivos para ver dos o tres veces una misma película, inclusive la que mis familiares ya habían visto en el cine del pueblo. El apego a esa programación mexicana significaba un rencuentro con actores y actrices que de cierta manera habían pasado a formar parte de nuestro clan. Por eso los tuteábamos con familiaridad y nos referíamos a ellos nada más por sus nombres.
El hecho de que prescindiéramos de sus apellidos cimentaba nuestra ilusión de que las grandes estrellas habían descendido a nuestro mundo. El ensueño nos autorizaba a criticarlos pero sobre todo a elogiarlos como lo habríamos hecho con un amigo o un vecino.
Nuestras voces reflejaban inmenso orgullo cuando decíamos: “Qué bien estuvo Andrea (Palma) en ese papel”. “Lo que sea de cada quien Arturo (de Córdova) hasta de pordiosero se ve elegante.” “Para mí que Dolores (del Río) es más bonita que María (Félix).” “No me imagino a Fernando (Soler) de joven pero así, de viejo, me encanta.” “El traje de charro le queda a Pedro (Armendáriz) que ni pintado.” “Cómo me hizo reír doña Sara (García) cuando se puso a darles de bastonazos a sus nietos.”
El entusiasmo con que admirábamos a aquellas personalidades no impedía la crítica. Decir que un actor o una actriz eran mejores que otros era causa de discusiones muy acaloradas. Cuando la disputa alcanzaba niveles de amenaza mi abuela le ponía un hasta aquí, sobre todo si en el juicio se mencionaba el nombre de Jorge Negrete.
III
Era su actor favorito. Acrecentaban su predilección dos cosas: el hecho de que mi abuelo Manuel y Jorge Negrete hubieran nacido en l911 y el gran parecido físico que veía en los dos hombres. Según mi abuela, el actor era idéntico al esposo que adoró y después de doce años de matrimonio la dejó viuda con ocho hijos y al cuidado de unas tierras hipotecadas y resecas.
Aunque sus preferidas eran Una carta de amor y El peñón de las ánimas, mi abuela se ufanaba de haber visto todas las películas de Jorge Negrete y no una sino muchas veces. A pesar de eso, en cuanto llegaba de visita quería que le dijéramos si en algún cine estaban exhibiendo algo de Jorge. De ser así la acompañábamos a salas de segunda con luneta y gayola.
Recuerdo a mi abuela menudita, impecable, sentada en su butaca, atenta a la pantalla, feliz de no necesitar intermediarios para entender lo que decía el personaje encarnado por Jorge Negrete. En aquellas funciones, si mi abuela se distraía de alguna escena era para señalarnos la sonrisa, el gesto, la actitud, el tono en que estaba fincada y fortalecida la semejanza con mi abuelo Manuel.
IV
Jorge Negrete murió en l953. Mi abuela se enteró de la noticia en el momento en que, acompañada por mis tías, iba a abordar el tren de regreso al pueblo. Pálida, demudada, tomó el periódico que le ofrecía un voceador y se le quedó mirando largamente. Incapaz de leer, su atención se concentró en la fotografía que abarcaba una página. Al cabo de unos minutos de observarla se volvió hacia nosotros y nos dijo con el entusiasmo de siempre: “¿Verdad que Jorge es idéntico a Manuel?” Poco a poco la imagen se deshizo en sus lágrimas.
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