Debate por la modernidad
Luis Linares Zapata
Las maniobras del
aparato de comunicación colectiva del país no intentan clarificar los
referentes del debate nacional, sino asentar un mediocre concepto de
modernidad. Se pretende desviar la atención para imponer, como visión
dominante, masivos intereses grupales. Una operación orquestada desde
antes de la elección y prolongada a posteriori. El esfuerzo
llevado a cabo por los grandes sectores de presión, sus partidos
políticos y amanuenses mediáticos, estuvo dirigido, de manera compulsiva
y abrumadora, a combatir las pretensiones de la izquierda para llegar
al poder. Se resistieron con eficacia a que los ciudadanos eligieran,
con informada libertad, los cambios que el modelo de gobierno en boga
requiere con urgente justicia. Al parejo acentuaron, con todos los
instrumentos mercadológicos a su alcance, en especial los difusivos, los
rasgos seductores de una imagen sugerente, jovial y tranquila: era
indetenible, proclamaron por todos los confines. Y cuando sospecharon
que los trabajos no serían suficientes para soldar sus ambiciones,
echaron mano del enorme catálogo de las malas artes: la compra de votos,
el dispendio y la coacción a los votantes.
Pasada la votación, promotores y convenencieros comunicadores han
cerrado filas con su acariciado proyecto que, afirman basados en los
conteos oficiales, fue el indiscutible ganador. Lo hacen con
beligerancia no exenta de rencor y amenazas latentes. Reinciden en
manosear los términos, los contenidos y referentes del debate real para
trocarlo en la simple querella de un conocido rijoso. De esta manera, lo
que fue la disyuntiva entre la continuidad y el cambio verdadero
involucionó en una transición sin sobresaltos. Sin embargo, el temor por
lo desconocido, por lo incontrolable, se hizo presente: más vale ladrón
y autoritario conocido que populista terco e iluminado por sufrir.
Ahora se discute, con malabarismos retóricos, que lo importante, la
esencia de la democracia, es la valentía para reconocer la derrota
frente al ganador. Y de este último se predica, a renglón seguido, su
generosidad para dar cabida a la disidencia. El intercambio de posturas,
se afirma, es el motor que lleva, de la competencia a la legitimidad.
Un simple aunque difícil rejuego de contrarios. Lejos, casi perdidos en
lontananza, van quedando asuntos cruciales, como la legalidad
mancillada, la torcida equidad entre contendientes, la deshonestidad
tapada con cinismo, el retórico llamado a la pluralidad. El factor
causante de la división social, del encono, de la polarización deviene
de no aceptar el segundo lugar conseguido. Trampear la voluntad
ciudadana para dar, de nueva cuenta, vigencia a los privilegios
cupulares los tiene sin cuidado, simplemente es un asunto soslayado por
su poco impacto en la vida organizada. La opinocracia no ensalza
directamente a Peña Nieto; cree, de esa indirecta manera, conservar el
recato, la objetividad, disfrazar su completa subordinación que, en
variadas ocasiones, llega a ser abyecta.Las prisas por dirimir la incertidumbre que se ha introducido con los reclamos y alegatos de AMLO por la validez de la elección se tornan, para la opinocracia, en cuestión espinosa, exasperante en extremo. Se le exige rendición incondicional: la agraviada voz de la plaza no cuenta, las denuncias sólo se aceptan si son probadas exhaustivamente ante una norma escrita citada con parcialidad y sujeta a interpretaciones convenencieras, eso es lo determinante. Poco importa que las deformaciones previas a la votación la tornen irreconocible, turbia, nebulosa. El pasado quedó sellado, dicen con vehemencia; el tedioso conteo terminó; hay que dar vuelta a la hoja. Ahora lo trascendente es el futuro y con Peña Nieto en la conducción se habrá de quedar fuera de todo temor. El acento, de manera compulsiva, se pone en el rebelde; el mal perdedor es quien desinfla el panorama ansiado. Ese personaje, el que no acepta su fracaso, es el culpable del atraso democrático y no quien o quienes asaltaron a votantes y urnas. Sólo él puede finiquitar la angustia y dar paso a la normalidad. De no plegarse al consagrado dueto triunfo-derrota, sin mediar condiciones imperantes, será tachado de insurrecto, de inconsciente, de irresponsable político que toma a la nación como su rehén.
El momento y las circunstancias por las que atraviesa el país son delicados. A la inseguridad y violencia subyacente, herencia del régimen moribundo, deben adicionarse varios otros peligros. Uno mayúsculo, pero en marcha, sería el ninguneo de la movilización juvenil y, peor aún, su eventual estigmatización como insustancial o manipulada. La deformación estructural de la convivencia que acarrea contradicciones evidentes entre grupos, regiones y clases sociales es un pendiente básico. Los huecos, chipotes y debilidades del aparato productivo se taparán de nueva cuenta. La política económica, dominada por el financierismo continuará rigiendo sin cortapisas. Las reformas llamadas estructurales (laboral, fiscal: IVA generalizado) no forman la agenda de soluciones reales, son, eso sí, las querencias de algunos capitostes para acrecentar sus riquezas y poder. De ahí el imperativo llamado para llevarlas a término aun atropellando la equidad y la buena voluntad popular que no les dio tal mandato.
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