En recuerdo de Alonso Lujambio
Soledad Loaeza
El último libro de Alonso Lujambio, Retratos de familia, rastrea
con toda pulcritud la trayectoria de tres de sus antepasados que son
también tres vidas que gracias al tratamiento que reciben del autor nos
permiten asomarnos a la agitada historia de nuestro siglo XIX. La
reconstrucción nos acerca a estas vidas familiares tan lejanas en el
tiempo, y da cuenta del peso de la historia del país sobre destinos
individuales, a los que revoluciones y guerras daban giros y vuelcos,
cuando no creencias y vocaciones los guiaban en direcciones inesperadas y
hasta inmerecidas.
Así me atrevo a pensar fue la vida de Alonso Lujambio, estrechamente
tejida a la historia del país. Por una parte, respondió con entusiasmo y
avidez a su propia curiosidad intelectual; por la otra, atendió con
igual pasión el llamado del servicio público, y en esas dos esferas se
desempeñó con éxito. Logró la combinación que muchos ambicionan, pero
que logran muy pocos. La carrera profesional de Lujambio se desarrolló
en dos vertientes, una, la academia, y otra, la política, ambas
vinculadas con el contexto inmediato finisecular: la transformación
política que acabó con el autoritarismo y el desarrollo de la ciencia
política mexicana. Lujambio fue un distinguido protagonista de estos dos
procesos.Ahora, cuando pienso en Alonso, no lo veo senador, secretario de Educación Pública, comisionado del IFAI ni consejero del IFE; evoco sólo la imagen del estudiante inquisitivo y desafiante que era, pero siempre cortés y bienhumorado. Alto, bien parecido, con una abundante melena negra, probablemente tan rebelde como lo eran a veces sus reacciones frente al lugar común en política. A la comprensión de los acontecimientos políticos aportaba la mirada fresca de un conservadurismo renovado gracias al contacto con el liberalismo que recuperamos en los años 80. Además, tenía buena pluma. Lo invitamos a escribir en Nexos. Publicó su primera contribución en 1988; su participación, como la de otros jóvenes analistas provenientes de familias ideológicas diversas, correspondió a los inicios de la pluralización de nuestra vida política; queríamos recoger ese fenómeno, y cuando lo hicimos también rompimos con las barreras que tradicionalmente encajonaban las visiones del presente y las predeterminaciones del futuro.
Recuerdo a Alonso preocupado primero por demostrar que la ciencia política era una disciplina científica, cuya exactitud aseguraban la formalización, los modelos, la estadística; pero a su regreso de Yale había cambiado. Trabajar con Juan J. Linz, el autor del modelo autoritario, el Pope –como lo llamó alguna vez Ludolfo Paramio– de los estudios de regímenes antidemocráticos, cambió la perspectiva de Alonso, que entonces empezó a mostrar un creciente interés por la historia. La influencia de Linz se dejaba sentir en la inclinación cada vez más pronunciada de Alonso por explicaciones fundadas en la noción del poder, y en su transformación en el tiempo. Los trabajos del propio Linz muestran una evolución similar, aunque desde el funcionalismo hacia la historia, y ya no desde la estadística. De manera que la conversación que entablé con Alonso en el salón de clases del ITAM, que entonces mantenía su aspecto original y laberíntico de seminario jesuita, continuó a su regreso del posgrado. Había desacuerdos, pero no eran los mismos de antes; ahora se trataba de la interpretación de documentos, de juicios, de decisiones, de contextos.
Las conversaciones con Alonso a propósito del PAN no resolvieron nuestras amigables diferencias, pero fueron extraordinariamente enriquecedoras. Se lo agradezco, como le agradezco su contribución al debate público y a la creatividad institucional que ha sido una de las virtudes de la democratización, y bien haríamos en reconocerlas, así como en reconocer a las mujeres y los hombres virtuosos que, como Alonso, han puesto su inteligencia, su intuición y su tiempo al servicio de la democracia.
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