La izquierda en la picota
Rolando Cordera Campos
La campaña contra la izquierda y sus partidos no tiene precedente. En la ola represiva de los años 60 el foco era la guerra fría, que
había llegado a las costas del Caribe, y el malestar popular con la
inflación de la década anterior, que se había expresado en la
movilización sindical y su secuela de represión y encarcelamiento de los
dirigentes sindicales encabezados por Demetrio Vallejo y Valentín
Campa. De izquierda ambos, no representaban, sin embargo, un desafío
político partidario al régimen, que empezaba a merodear los límites de
una legitimidad heredada que el propio desarrollo capitalista y los
excesos de las cúpulas erosionaban sin cesar.
López Mateos buscó una nueva legitimidad en el desarrollo estabilizador, el gasto social para las capas urbanas y el remozamiento del aparato sindical, que desembocó en la conformación del Congreso del Trabajo. Con relativo éxito, la estabilidad financiera y el alto crecimiento no fueron suficientes para encauzar el descontento juvenil de las clases medias emergentes y Díaz Ordaz se encargó de enterrar aquella legitimidad histórica agrediendo a los médicos y masacrando estudiantes de principio a fin de su gobierno. No es un exceso proponer que con Tlatelolco se cerró el arco de la Revolución Mexicana, a pesar del desbordado esfuerzo reformista del presidente Echeverría por resucitarlo. La configuración clasista de México se abría paso y la constitución del Consejo Coordinador Empresarial fue el anuncio de que el sistema político tenía que cambiar, y pronto.
Con la nacionalización bancaria, que hace unas semanas cumplió 30 años, López Portillo cerró el marco de cooperación corporativa que tan buenos servicios prestó al desarrollo y a los propios empresarios, y el país se adentró en el fértil terreno de su democratización en formato representativo y liberal. Con los sindicatos derrotados o domesticados, y el movimiento estudiantil arrinconado en los guetos bien construidos por el cerco estatal a las universidades públicas, todo parecía estar listo para dar el paso final y correr el cerrojo a las herencias y requerimientos nacionales populares que en voz y en actos daban cuenta a su vez de que la Revolución requería de más de un sepelio.
Con el cisma priísta encabezado valientemente por Cuauhtémoc Cárdenas y sus compañeros, se reveló lo angosto del formato inicial erigido por la reforma política de López Portillo y Reyes Heroles y se estrenó la década final del siglo con la preparación del fin formal del régimen. La reforma electoral
definitivade que presumía el presidente Zedillo auspició un cambio de formato y de distribución del poder político y el PRI histórico entró en receso. De la historia, el priísmo pasó a la histeria y sus dirigencias entraron en un inevitable proceso de revisión y mudanza.
El poder territorial no se perdió del todo y desde ahí el PRI se recompuso, aprovechó la flaqueza intelectual y administrativa del panismo y planteó a los grupos de poder capitalista una opción de recambio que fue rápida y gustosamente adoptada por los hombres del dinero y la influencia. Y aquí estamos.
La desdichada alianza pregonada por exégetas y voceros a la orden no puede quedar en coincidencias casuales o de ocasión. Tiene que ir al fondo de la matriz de coordinación social y trastocar incluso el esquema de constitución de las jerarquías y legitimidades establecido por el código democrático, para desde ahí proceder a restructurar los linderos entre lo público y lo privado, la división del trabajo y las formas y criterios para asignar los recursos de la sociedad, sean públicos o privados.
Por eso es que la izquierda y su fragmentado discurso tienen de cualquier modo que ponerse en la picota. No sólo porque osen decir que no a seguir aventuras inicuas como la de la reforma a la Ley del Federal del Trabajo, sino porque tendrán que decir no a lo que sigue y que el discurso empresarial y oligárquico insiste en presentar como inevitable y vital.
La contienda no sólo es en el plano de las fuerzas sociales, donde el imperio del capital es prácticamente total; tiene que llegar al sistema político y poner no sólo en jaque sino de rodillas a todo aquel que apenas esboce un discurso alternativo que implique la revisión y la reducción de los privilegios que las clases propietarias decidieron otorgarse como condición insalvable para aceptar el cambio político y la apertura de la competencia partidaria.
El momento de confrontación clasista que imprudentemente decidió abrir el presidente Calderón antes de irse de sabático no era obligatorio ni es necesario para la reforma del capitalismo que le urge al país. Más bien, lo contrario es lo que urge: abrir un momento de cooperación social que pueda derivar en nuevos y grandes acuerdos políticos en lo fundamental. De poco va a servir que el priísmo se invente valiente y abnegado patriota, porque la situación social desastrosa que vive México va a plantearle pronto un desafío que no podrá encararse con mínimo éxito desde el formato bipartidista que le ofrecen como exigencia los patrones y sus epígonos.
Las imposiciones políticas pueden recomponerse; pero la agresión a los trabajadores tiene un calado mayor y su superación va a requerir no sólo de trabajo fino sino de acciones arriesgadas por parte del gobierno y sus bases. Poco se ganará renunciando al legado justiciero que queda y engañándose con un éxito inventado en la economía que sólo pueden festejar los ganadores de un festín minoritario que, además, se gasta con los días de la crisis y la conv
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