El poeta errante
Por Javier Aranda Luna
El poeta Gonzalo Rojas nos ha dejado espléndidas metáforas y la certeza de que la sonoridad del verso puede convertirse en música, en ese otro mundo que prolonga al nuestro con sus ondas expansivas y que no es sino la cara más misteriosa del tiempo.
Hace unos días Alberto Blanco decía en estas páginas que el trato constante que los poetas tienen con las palabras los hacía confundirlas con las cosas. Estoy seguro que así es y también que los grandes poetas nos muestran que las palabras son cosas, cosas vivas, viento fuerte o aliento, resonancia que atrapa.
Ahora que se multiplican los poetas sin aire, sin ritmo, sin aliento, entusiasma escuchar en los versos de Gonzalo Rojas el palpitar de la poesía. La poesía fue para el poeta chileno siempre poesía de circunstancias, como quería Goethe. Según él, sin ser calca de los días, los poemas surgían de sus pliegues ocultos.
Rojas, el poeta del aire y del relámpago, de la oscura tierra y de la mujer que es una y muchas, fue el poeta del momento que al decirse ya pasó.
Según el escritor chileno, el poeta escribe “como si nada, como si todo”. Es similar a un instantero que a su paso forma días que son meses, que son años. Por eso el poeta deja testimonio de su tiempo. Tiempo que ni tropieza, ni se detiene, ni vuelve.
El primer registro que tengo de Gonzalo Rojas en México data de 1975, cuando publicó en el mes de mayo en la revista Plural, dirigida por Octavio Paz, “Arenga en el espejo”, “Cifrado en octubre, “Versículos” y “Liberación de Galo Gómez”.
Habían pasado dos años del golpe de Estado en Chile, los primeros dos años del exilio del poeta que había sido asesor en asuntos culturales de Salvador Allende y que la junta militar había decidido expulsar de su propio país. Rojas era un elemento subversivo para los militares golpistas, un peligro que debían extirpar de las universidades. Su nombre fue borrado de los archivos escolares y sus libros confiscados de las bibliotecas. “Allá por el 73 sombrío de los chilenos, pude haber desaparecido como tantos otros por orden de no sé quién”.
Aunque fue un anarquista político en muchos sentidos, en materia literaria nunca rompió con su pasado, con esa tradición hecha de muchas voces. Aprendió a leer a los clásicos “y no es raro que más tarde recibiera por una oreja toda la vivacidad de la vanguardia y el juego de rupturas”, y por la otra, “el ejercicio y el poderío de la tradición”: los clásicos grecolatinos y el surrealista Aragón.
Dos poetas lo deslumbraron en este reconocimiento de su tradición literaria: Quevedo y Vallejo, “dos adivinos anarcas y mágicos a la vez hasta las médulas desolladas… dos esquizos prodigiosos que hablaron solos”.
Según el autor de Transtierro y Antología de aire, el ojo del lector no sólo ve sino oye la resonancia con que hablan los poemas y el texto del poeta es textura, tejido, urdimbre, nudo, telar, madeja de sonidos, sonoridad que puede conjurar a la muerte.
Para Gonzalo Rojas el poeta siempre es un espíritu errante, un movedizo, como gustaba decir, un aprendiz interminable y su obra un continum. De la palabra vive el hombre, decía, pero también del silencio: “Si la poesía se hace con palabras, también se hace con silencio”, con la voz que ya no está, con la respiración que cesa.
Seguramente la edición crítica de sus obras que prepara Fabienne Bradú nos permitirá conocer mejor los alcances de este poeta del estremecimiento, del rayo, del erotismo minucioso es incansable.
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