lunes, 1 de agosto de 2011

La infidelidad como negocio.

La infidelidad como negocio
Josep Miró i Ardèvol



Una empresa dedicada a facilitar encuentros infieles entre personas casadas puede patrocinar al Atlético de Madrid la próxima temporada. Uno de los eslóganes publicitarios de la compañía dice: "La vida es corta. Ten una aventura". Son gente que ha encontrado su business en la infidelidad. Son gerentes de los cuernos. Ante este hecho, la literatura trivial e ingeniosa que pueden escribir nuestros agudos cantores del "je, je, ji, ji" será considerable, pasmosa. Pero más allá de que el Atlético acepte esta publicidad, hay una reflexión de fondo. Si la empresa existe, y se exhibe sin pudor, significa que una parte grande de la sociedad admite la infidelidad como una práctica bien aceptada. Si no fuera así no recurrirían al anuncio publicitario, a la promoción. Es de manual: para que una empresa espere encontrar un beneficio en difundir lo que hace, debe existir un reconocimiento previo de lo deseable que resulta el servicio. Y eso señala un problema grave porque guarda relación con lo que sucede en la economía y en la política. La crisis de credibilidad que tienen los bancos y el mundo económico, la idea de que uno se aprovecha del otro, la falta de confianza en los políticos porque hacen lo que les interesa y no lo que nos conviene, forma parte de la misma esfera moral que la fidelidad al marido o a la mujer. Se trata de si es posible considerar al otro como una persona creíble en la que confiar. La fidelidad en último término es esto.



Este es el núcleo central de la cuestión, y la sola existencia de la publicidad significa, como ya advirtió McIntyre en Tras la virtud, la medida de cómo hemos perdido las fuentes y la tradición cultural que permitía comprender la razón de los buenos comportamientos. Una sociedad donde fallan la fidelidad, la credibilidad y la confianza está hundida, porque destruye dos pilares necesarios e insustituibles. Uno, el capital social ligado al desarrollo económico. El otro, la confianza de la que depende la estabilidad social y política. Ambos aspectos están articulados porque el capital social gravita en la confianza y en las redes personales fiables; la familiar en primer término, que son radicalmente incompatibles con los actos infieles. Eso sin considerar la otra gran vertiente del tema: el daño, la infelicidad que crea en el cónyuge engañado.



Ese es el pastel, y si no lo cambiamos, se nos va a atragantar hasta la asfixia.

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