El movimiento estudiantil en Colombia
Javier Flores
Estudia y desobedece, es una de las frases que aparecen hoy en los muros de las oficinas públicas en Bogotá, Colombia, ciudad imponente, hermosa y llena de contrastes sociales, cuyas calles se vieron colmadas de jóvenes el pasado 16 de noviembre, en una manifestación multitudinaria que obligó al gobierno a detener su iniciativa para modificar la ley que regula la educación en ese país.
Tuve la oportunidad de estar la semana pasada en Bogotá. Las paredes hablan (como es bien sabido) y narran los distintos episodios del conflicto. Los muros de los edificios, especialmente los de las dependencias públicas, lucen llenos de lunares multicolores. Pequeñas explosiones moradas, azules, amarillas, lilas, que aparecen también en los escudos de las fuerzas policiacas, ubicados el día de la concentración en cerrada valla, a espaldas de un joven orador con el torso desnudo y el puño levantado frente a la multitud de jóvenes provenientes no sólo de la capital, sino de diferentes regiones de ese país.
El movimiento de estudiantes en Colombia ha coincidido con la revuelta chilena, que es sin duda el mayor conflicto estudiantil que se vive hoy en América y en el mundo. Se justifica, por tanto, pensar en la existencia de una movilización juvenil que rebasa las fronteras, y que pudiera extenderse al resto del continente, incluyendo a México. Resulta importante examinar esta posibilidad.
En el centro del conflicto colombiano se encuentra una propuesta para la modificación de la Ley 40, iniciativa que –si bien ya se venía preparando algunos años atrás– fue impulsada decididamente por el actual gobierno de Colombia, que preside Juan Manuel Santos. La necesidad de la reforma no ha sido el motivo del actual conflicto, pues todos los sectores reconocen la necesidad de actualizar la mencionada ley, sino los términos de la propuesta del gobierno de ese país, pues involucra aspectos como los costos de la educación para los alumnos (basados en un sistema de créditos que deben pagar al término de sus estudios), la afectación de la autonomía universitaria y la participación privada en el financiamiento de la educación pública en Colombia.
Desde luego, en las protestas de los estudiantes colombianos, que incluyeron un paro de actividades en las universidades durante un mes, se aprecian grandes similitudes con el movimiento estudiantil chileno. Sin embargo, la manifestación del pasado miércoles en Bogotá hizo ceder al gobierno de Santos, quien decidió retirar su propuesta de reforma, lo que representa un gran triunfo de los estudiantes colombianos. El paro de actividades fue levantado y el movimiento ha entrado ahora en una etapa distinta.
La influencia chilena se nota no sólo en las demandas enarboladas por los estudiantes de Colombia, pues también ha tenido un efecto en el cambio de la actitud del gobierno de ese país, el cual no ha querido verse envuelto en una crisis como la que hoy viven los gobernantes chilenos. El presidente de Chile, Sebastián Piñera Echenique, ha tenido que hacer ajustes en su gabinete y vive una de sus mayores crisis políticas. Después de la gran popularidad que alcanzó por el rescate de los mineros atrapados en la mina San José, en octubre de 2010, tiene ahora uno de los índices de aprobación más bajos. Juan Manuel Santos no quiso seguir su ejemplo y retiró el proyecto de reforma.
Con los antecedentes de los años 60 y desde que el movimiento estudiantil en Chile adquirió relevancia internacional, algunos especialistas han querido ver en éste la señal de un gran levantamiento de los jóvenes en todo el continente. No obstante, los fenómenos sociales y su diseminación no dependen de los deseos o la voluntad de algunos intelectuales. En el caso de Colombia existen elementos comunes con el proceso chileno, pues en los dos países la educación pública tiene un costo para los estudiantes y sus familias, y en ambos se ha pretendido lesionar la autonomía universitaria e introducir un papel más relevante de la inversión privada. En los dos casos se trata de proyectos impulsados por gobiernos que ven a la educación como mercancía.
En países como México, sin embargo, la educación superior de carácter público es gratuita, las instituciones gozan de autonomía, y si bien han existido en distintos momentos intentos de cobrar cuotas y de introducir algunos enfoques privatizadores, éstos han sido, una y otra vez, inactivados por las luchas estudiantiles (en la actualidad son rechazados no sólo por los estudiantes, sino también por las propias autoridades universitarias). Adicionalmente los gobiernos derechistas en nuestro país, como los encabezados por el Partido Acción Nacional, no han tenido la oportunidad de desplegar con eficiencia sus afanes privatizadores en la educación superior pública, pues se han enfrentado con la resistencia decidida de instituciones como la Universidad Nacional Autónoma de México… Aquí, se les acabó el tiempo.
Por lo anterior, es difícil pensar que el descontento estudiantil sudamericano pueda extenderse a México, al menos por las mismas causas
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