Los intelectuales y las encuestas
Javier Flores
Me parece increíble el valor que algunos intelectuales asignan a las encuestas sobre las preferencias de los electores hacia los precandidatos a la Presidencia de la República. Los resultados que arrojan estos instrumentos son tomados al pie de la letra para la elaboración de sus análisis en los diferentes medios de comunicación. Es algo muy parecido a la actitud de las sectas religiosas respecto de los libros sagrados, sólo que aquí se trata de los números recabados, ordenados, analizados y publicados por algunas empresas especializadas. Más sorprendente aún es que muchos de ellos son científicos sociales, acostumbrados a someter a revisión, perfeccionamiento y crítica constantes las herramientas metodológicas que se emplean en sus disciplinas para entender los fenómenos históricos, económicos, políticos y sociales. Pero aquí no. Los datos de las empresas encuestadoras se han convertido para ellos en sinónimo de la realidad.
Desde luego, todos admiten –faltaba más– que los datos de las encuestas no son equivalentes a los votos el día de las elecciones. Esta advertencia también la comparten sus fuentes, por ejemplo, Consulta Mitofsky que, curándose en salud, limita los alcances de sus resultados mensuales y de sus cifras acumuladas: “(…) nada garantiza que esa situación sea la que prevalezca el día de la jornada electoral y por lo tanto los resultados no tienen por qué repetirse”. Pero las encuestas: a) difunden entre los electores hechos no necesariamente ciertos (como veremos más adelante), que son amplificados por algunos líderes de opinión y b) son inductoras de conductas electorales. Lo segundo no lo digo yo; lo afirman los intelectuales a los que me refiero.
El reconocimiento de las encuestas como inductoras del voto puede ilustrarse con la discusión que recientemente ha cobrado fuerza acerca del “voto útil”. La supuesta lucha por el segundo lugar en las preferencias electorales entre Josefina Vázquez Mota (JVM), candidata del Partido Acción Nacional, y Andrés Manuel López Obrador (AMLO), candidato de las izquierdas, lleva a una suposición interesante –e interesada–: quien adquiera la ventaja en esa franja de las encuestas atraerá a la población que aún no ha decidido su voto, e incluso a quienes ven hundirse a su candidato en el tercer lugar. La construcción de este escenario ya está en marcha. Según Mitofsky, de septiembre de 2011 (cuando ambos aspirantes se encontraban empatados en 17 puntos), a febrero de 2012, JVM subió siete puntos, mientras AMLO sólo aumentó un punto. La tendencia de crecimiento de la primera, aunque lenta, es sostenida desde mayo del año pasado, mientras el segundo no crece y se mantiene constante desde marzo de 2011.
El binomio que se ha creado entre estos intelectuales y las encuestadoras es sorprendente, pues unos se apoyan en los otros. Hoy se encuentran amalgamados. Pronto escucharemos las expresiones surgidas de este círculo vicioso: “Los resultados de las encuestas coinciden con los análisis de los especialistas”. Una validación bidireccional, que busca beneficiar, por ahora, a la candidata del partido del licenciado Felipe Calderón… aunque luego podrán decidir a qué barco conviene saltar.
Pero este círculo se rompe en un punto. Como ocurre en cualquier proyecto científico, es ineludible el examen de los instrumentos utilizados para conocer la realidad. Si se revisa la metodología de las empresas encuestadoras, es muy fácil encontrar huecos importantes. Sólo voy a señalar dos que me llaman la atención, los cuales, a pesar de su simplicidad, pueden cambiar sustancialmente los resultados de una encuesta. El primero es el supuesto carácter aleatorio de la muestra. Al conocer los resultados de elecciones previas en los distintos distritos electorales es fácil anticipar en términos generales la naturaleza de los resultados en cada uno de ellos o en zonas particulares dentro de los mismos.
Otro aspecto es el factor humano. Con diferentes denominaciones, dependiendo de la casa encuestadora, además de quienes recaban los datos, hay supervisores, coordinadores de campo y responsables de proyecto. El análisis final de los datos recabados queda a cargo de un pequeño grupo (menos de diez personas). ¿Quiénes son? Todos tienen nombres y apellidos. En cualquier trabajo académico se incluyen los nombres de los colaboradores principales, pero aquí no. Nada sabemos acerca de su formación profesional, sus filias, sus fobias o sus intereses particulares. Yo no puedo confiar ciegamente en alguien que no conozco. Aunque hay críticas que se pueden hacer a cada una de las etapas del proceso, datos tan simples como los anteriores hacen surgir una duda razonable sobre la equivalencia de las encuestas con la realidad, y brindan un soporte, mínimo si se quiere, para afirmar que es posible que las encuestas difundan hechos que no son necesariamente ciertos.
Los datos de Transparencia Internacional sobre percepción de la corrupción en 2011 ubican a México como uno de los países más corruptos del planeta, con una calificación de tres, en una escala de cero (el país más corrupto) a diez (el menos corrupto). Como podemos constatar todos los días en los medios de comunicación, no hay institución que se salve: desde el policía de crucero que recibe mordida hasta el general del Ejército que hace lo propio con los narcotraficantes, pasando por la Iglesia y, por supuesto, los políticos y gobernantes. Pero para nuestros intelectuales al parecer hay una excepción: las encuestas electorales. Como no puedo probar lo contrario… quizá tienen razón.
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