El rapto
Por Juan José Lara
Francisco era un personaje que siempre quedaba
grande; tenía ángel, el cual aprovechaba para asumir el papel de donjuán. Lo
malo era que todas sus proezas se las contaba a Angélica su gran amiga.
Cuando adoptó las
poses de modelo para conquistar a una bella escultora, también se lo dijo
explicándole los detalles, la candente desnudez masculina coronada por
encrespadas sonrisas, pelo y vellos rizados a fuerza de gel para impresionar.
Del mismo modo el
esfuerzo para poder cantar una pieza musical, con tal de seducir a la tierna
muchacha diestra en tocar el violín. Para terminar interpretando a cuatro manos
las cuerdas de sus cuerpos.
Las clases de
piano impartidas a una estudiante que no pudo matricularse en el Conservatorio
Nacional de Música, con el objetivo de ejecutar la sinfonía de su cuerpo.
Ni que decir de
la poeta cubana por la cual tuvo que zamparse una preceptiva literaria de quinientas
páginas para conseguir ubicar el sentido de su obra, pero que tenía el aliciente
de poder disfrutar el amor con la cadencia de los sones de Guillén.
En fin, llevaba
un registro de sus hazañas amorosas; con el agregado que se lo leía todo a
Angélica. Anotaba para diferenciar a sus víctimas, el comportamiento de ellas
al momento de hacer el amor.
Pero cuando
Angélica le dijo que planeaba casarse la historia le quedó chica, experimentó
estremecido que el mundo colapsaba. Fingió alegrarse pero mientras más próxima
se encontraba la boda, su desesperación se acentuaba; finalmente urdió un plan.
El día de la
ceremonia nupcial contrató unos facinerosos para que raptaran al sacerdote. En
medio de la confusión de la familia y la desorientación del novio, convenció a
Angélica para ir a buscar otro cura, pero se la llevó decidido a desposarla él,
esa vez y mil más si fuera necesario.
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