Noventa páginas de un plumazo y sin negociación
Impedir el debate sobre un conjunto de medidas de extrema gravedad o vetar cualquier posible cambio, por pequeño sea, es un error político garrafal
Ni tan siquiera ha habido ocasión para detectar los simples errores
que se esconden habitualmente en unas páginas tan complejas y que un
debate parlamentario permite siempre encontrar y corregir sobre la
marcha. Nada. Es cierto que hubo un debate político, duro, que
protagonizó el jefe de la oposición, Alfredo Pérez Rubalcaba, con el
ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro. Pero la realidad es que 90
páginas de recortes en aspectos fundamentales de la vida de los
ciudadanos han sido aprobadas sin discusión, sin la más mínima
posibilidad de negociación y sin que el presidente del Gobierno creyera
necesario intervenir públicamente.
Impedir el debate sobre un conjunto de medidas de extrema gravedad, cercenar cualquier posibilidad de mejorar esos textos, vetar cualquier posible cambio, por pequeño y seguramente aceptable que pueda ser, es un error político garrafal, de esos que suelen terminar pagando no solo los presidentes del Gobierno, sino hasta el último concejal de su partido. El error que está cometiendo Rajoy y su entorno más cercano es, para colmo, incomprensible políticamente porque el presidente dispone de mayoría absoluta y, en última instancia, puede hacer que el Congreso apruebe lo que considere más indicado.
Solo se puede explicar por una total y absoluta carencia de sentido democrático o por un bloqueo personal de Rajoy y de sus asesores, desbordados e incapaces de la mínima reacción. La atonía del presidente sería una situación extremadamente peligrosa para todo el país, en unas circunstancias en las que, casi por encima de cualquier otra cosa, hace falta un dirigente con ánimo, capaz de transmitir un puñado de ideas claras y con la suficiente fortaleza para defender sus criterios. Pero ¿cómo confiar en la capacidad de Mariano Rajoy para defender sus posiciones en Europa si se atrinchera en su despacho en el Congreso, solo sale a votar, y se niega a que la Cámara debata aspectos concretos de las 90 páginas de medidas restrictivas que ha puesto en marcha?
El presidente no intenta ni tan siquiera dar una explicación razonada a lo que ocurre. Ningún político experimentado de su partido puede creer que es posible gobernar una crisis tan prolongada como esta, impidiendo un debate parlamentario serio y legislando permanentemente por decreto ley. La crisis provoca un malestar que se va generalizando también en las propias bases políticas del PP y cada vez está más extendida la percepción de que es necesario corregir el rumbo, aunque solo sea en las maneras.
El hecho es que no parece existir en el Gobierno o el entorno del presidente nadie con autonomía y peso político suficiente como para sugerir a Rajoy ese cambio necesario. Ni la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, con una trayectoria parlamentaria considerable y una buena capacidad de comunicación, ni el ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, que ha intentado en otras ocasiones mantener una cierta autonomía política, parecen ahora tener la menor capacidad de reacción, bien porque comparten el problema de la atonía o el de una nula sensibilidad democrática.
El problema es que nadie parece estar en condiciones de calibrar la peligrosa decepción y furia que incuba una enorme cantidad de ciudadanos, a los que cada nueva intervención del ministro Hacienda, Cristóbal Montoro, sume en una mayor angustia. Y que la oposición tiene también muchas dificultades para canalizar ese malestar. La idea de un pacto que permita un consenso nacional, que empiezan a alentar algunas personalidades de distinta ideología, no halla su camino. Rajoy no cree que la situación pueda mejorar su colaboración con Rubalcaba y no está dispuesto a admitir que se ha equivocado en el enfoque y en el equipo.
solg@elpais.es
Impedir el debate sobre un conjunto de medidas de extrema gravedad, cercenar cualquier posibilidad de mejorar esos textos, vetar cualquier posible cambio, por pequeño y seguramente aceptable que pueda ser, es un error político garrafal, de esos que suelen terminar pagando no solo los presidentes del Gobierno, sino hasta el último concejal de su partido. El error que está cometiendo Rajoy y su entorno más cercano es, para colmo, incomprensible políticamente porque el presidente dispone de mayoría absoluta y, en última instancia, puede hacer que el Congreso apruebe lo que considere más indicado.
Solo se puede explicar por una total y absoluta carencia de sentido democrático o por un bloqueo personal de Rajoy y de sus asesores, desbordados e incapaces de la mínima reacción. La atonía del presidente sería una situación extremadamente peligrosa para todo el país, en unas circunstancias en las que, casi por encima de cualquier otra cosa, hace falta un dirigente con ánimo, capaz de transmitir un puñado de ideas claras y con la suficiente fortaleza para defender sus criterios. Pero ¿cómo confiar en la capacidad de Mariano Rajoy para defender sus posiciones en Europa si se atrinchera en su despacho en el Congreso, solo sale a votar, y se niega a que la Cámara debata aspectos concretos de las 90 páginas de medidas restrictivas que ha puesto en marcha?
El presidente no intenta ni tan siquiera dar una explicación razonada a lo que ocurre. Ningún político experimentado de su partido puede creer que es posible gobernar una crisis tan prolongada como esta, impidiendo un debate parlamentario serio y legislando permanentemente por decreto ley. La crisis provoca un malestar que se va generalizando también en las propias bases políticas del PP y cada vez está más extendida la percepción de que es necesario corregir el rumbo, aunque solo sea en las maneras.
El hecho es que no parece existir en el Gobierno o el entorno del presidente nadie con autonomía y peso político suficiente como para sugerir a Rajoy ese cambio necesario. Ni la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, con una trayectoria parlamentaria considerable y una buena capacidad de comunicación, ni el ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, que ha intentado en otras ocasiones mantener una cierta autonomía política, parecen ahora tener la menor capacidad de reacción, bien porque comparten el problema de la atonía o el de una nula sensibilidad democrática.
El problema es que nadie parece estar en condiciones de calibrar la peligrosa decepción y furia que incuba una enorme cantidad de ciudadanos, a los que cada nueva intervención del ministro Hacienda, Cristóbal Montoro, sume en una mayor angustia. Y que la oposición tiene también muchas dificultades para canalizar ese malestar. La idea de un pacto que permita un consenso nacional, que empiezan a alentar algunas personalidades de distinta ideología, no halla su camino. Rajoy no cree que la situación pueda mejorar su colaboración con Rubalcaba y no está dispuesto a admitir que se ha equivocado en el enfoque y en el equipo.
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