Libros como espejos
Carlos Martínez García
El valor de los libros no es tanto la información que nos dejan al leerlos, sino su potencial para ayudarnos a descubrir nuestra grandeza y/o fragilidad humana. El acto solitario de la lectura, cuando marca sus improntas en nosotros, nos permite mirar la vida desde nuevos ángulos y posibilidades.
Leer no puede, no debe, ser un sustituto de la vida. Encerrarse en páginas y páginas de papel, o en su formato electrónico, para evadir sistemáticamente la realidad es practicar un aislacionismo que reduce nuestro potencial humano, porque nos forjamos mejor en contacto con los otros, ya sean parecidos o completamente distintos a nosotros. Bien lo dice Marguerite Yourcenar en Memorias de Adriano: “Mucho me costaría vivir en un mundo sin libros, pero la realidad no está en ellos, puesto que no cabe entera”.
Por otra parte, la misma autora es precisa al compartirnos que “el verdadero lugar del nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente; mis primeras patrias fueron los libros. Y, en menor grado, las escuelas”. Lo anterior no debe ser absolutizado, porque aunque es cierto que para algunos los libros jugaron el papel de un espejo en el que se miraron por primera vez como nunca lo habían hecho, igualmente es verdad que para otros y otras el reflejo de sí mismos fue una experiencia singular, tal vez una película, una conversación lúdica o dolorosa, una experiencia religiosa, o tantas otras posibilidades que pone ante nosotros el amplio abanico que es la vida.
Como muchas campañas que a base de propaganda plantean solucionar un problema en México, mediáticamente se ha desatado un bombardeo de mensajes sobre la necesidad de leer. Lo contradictorio, aunque la incongruencia parece ser norma en nuestro país, es que nos aconsejan dedicar por lo menos veinte minutos a la lectura personajes que difícilmente son lectores por el gusto de serlo. Ya nada más falta que un representante ejemplar de la incoherencia intelectual, como Vicente Fox, se sume a esa campaña. De suceder, entonces bien podríamos decir que la lectura es tan buena que hasta un huidizo de esa práctica la recomienda ampliamente.
La de los lectores es una cofradía que se acrecienta con solidez cuando uno de sus integrantes transmite a posibles aspirantes a sumarse al círculo el placer de dialogar con autores, tiempos y horizontes fijados en obras antiguas o contemporáneas. Por ejemplo, el cautivante libro de José Emilio Pacheco Las batallas en el desierto (que está cupliendo tres décadas de haber sido publicado por primera vez) nos plantea la desaparición del espíritu de una época y sus representaciones físicas, así como el descubrimiento de la magia del enamoramiento.
Aunque cada lector o lectora no haya vivido en la atmósfera recreada con tanta maestría y nostalgia por José Emilio, su poder de interpelación es enorme porque cada quien sí ha visto irse su mundo para transformarse en otro, con sus propios retos y lecciones.
Mucho del sistema escolar está orientado para desalentar la lectura. Al hacer esto, en lugar de multiplicar los espejos, se veda a millones de estudiantes la posibilidad de reflejarse y examinarse con mirada inteligente. No hay imaginación pedagógica para transmitir el gozo de leer, simplemente porque en su mayor parte los profesores no son lectores. Y tampoco lo son los funcionarios encargados de aumentar burocráticamente los índices de lectura.
La clase política, conformada por conspicuos integrantes de todos los partidos políticos, es, en general, enemiga de la lectura y de ello da muestras contundentes todos los días. Porque un buen lector o lectora se ejercita en aprender a escuchar, ya que eso es lo que hace cuando recorre las páginas de un libro. Pero escucha para dialogar, para hablar y permitir hablar.
Los libros que nos ayudan a mirarnos en ellos fortalecen nuestra memoria personal y colectiva. Su contraparte, la desmemoria, es letal para la democratización de las sociedades; tengo en mente no nada más el ensanchamiento de la democracia política y electoral, sino también la necesaria transición a la democracia de la ciudadanía. Es decir, es imperioso el asentamiento de la personalidad democrática. El poder, todos los poderes, prefieren masas desmemoriadas, porque lo ha dicho Walter Benjamin: “la memoria abre expedientes que el derecho y la historia dan por cancelados”.
Los lectores que combinan libros y vida, a diferencia de aquellos a quienes pareciera sólo interesarles sumar páginas consumidas a su currículo, están mejor capacitados para contagiar a otros la pasión de multiplicar los espejos milenarios, centenarios, de hace unas décadas o de hoy que están por muchas partes, en espera de alguien que quiera contemplarse y, así, contribuir a que más busquen asomarse a la aventura de verse reflejados sin, como Narciso, quedar absortos e inmovilizados por lo que vieron. No espejos que inmovilizan, sino espejos, libros, que ensanchan los horizontes de la vida.
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