Saltar la frontera siendo niño
Miles de menores son deportados todos los años de EE UU a México
Sus padres los animan a viajar para reunirse después con ellos
A través de la ventana se cuela la inmensa y salvaje Tijuana. Óscar
[todos los menores que aparecen en este reportaje han pedido que se
proteja su identidad], 16 años, delgado, con la camiseta un par de
tallas grande y una pelusilla negra bajo la nariz, se hace un lío con
las fechas y no recuerda exactamente cuándo salió de su casa en el
Estado de Nayarit, en el centro de México.
Del recuento surgen 36 horas en autobús para cubrir los más de 2.000
kilómetros y “solo” un día y medio caminando antes de plantarse ante la
valla. A un salto del otro lado. A solo una lámina metálica de su
destino: Estados Unidos.
Pero está en el lado equivocado. Fracasó. Pasa los días hastiado en la casa YMCA para menores migrantes donde terminó su última aventura. “Mi primo se puso nervioso, saltamos antes de tiempo y nos agarró la migra”. Sus palabras suenan a fastidio, pero no asoma el miedo. Habla con una tranquilidad asombrosa de burlar a la patrulla fronteriza más preparada del mundo y de exponerse a todo en un camino en el que mucha gente ha perdido la vida por un solo motivo: es su rutina.
Este fue su tercer intento y ya anticipa un cuarto. Ni el frío de las noches, ni el calor del día, ni la falta de agua que le hizo beber “de charcos del suelo” le quitan las ganas. “En diciembre vuelvo y ya”, anuncia por si a alguien le quedaba alguna duda.
Ángel, 13 años, solo quería reunirse con su madre en California, pero la policía estadounidense se puso en su camino. Los servicios del Instituto Nacional de Migración (INM) llaman al centro para que alguien pase a recogerlo. La capucha le cubre la cabeza y camina con aparente desgana. “Se me cuida”, lo despide una funcionaria. El niño calla. Ya en el coche dice sus primeras palabras: “Estoy cansado, llevo muchas horas despierto, como 17”.
Al viaje de 2.300 kilómetros que lo separan de su casa en la conflictiva Ciudad Neza (Estado de México), Ángel suma el tedioso intercambio de manos desde que lo descubrieron saltando la valla. Una vez detenidos los menores pasan por cuatro entidades diferentes, dos en EE UU y dos en México, y se ven obligados a responder a cientos de preguntas. Óscar resume en una frase el periplo: “Allá me trataron bien, como criminal, pero bien”.
Para las estadísticas Ángel y Óscar son dos menores migrantes no acompañados. De cerca son dos adolescentes confundidos. Como ellos, 16.648 menores fueron deportados desde Estados Unidos a México en 2010, según los últimos datos oficiales. Niños mexicanos o centroamericanos que atraviesan solos el país o en manos de polleros o coyotes (como se denomina a las personas que cobran por pasar a gente de forma ilegal). Es difícil saber con exactitud cuántos niños llegan cada año a EE UU, pero el coordinador de las casas YMCA, Uriel González, explica que sobre unos 33.000, porque aproximadamente uno de cada tres acaba detenido. Tampoco se sabe cuántos desaparecen en el trayecto.
El ruido inunda cada una de las esquinas de la avenida principal de Tijuana. Bingos, cantinas con toros mecánicos donde se revuelcan estadounidenses a dólar la cerveza y prostitutas que atacan a los paseantes crean un microcosmos que debe de ser eso que llaman la cultura fronteriza. Por sus calles vaga gente hacia ninguna parte, y se puede reconocer a esos adolescentes que esperan a cruzar en las orillas de un río sin caudal que corta la ciudad. Tijuana para millones de personas no es más que un punto y seguido, una estación solitaria entre dos destinos. Hay algo de fracaso en perpetuarse aquí.
La doble valla se alarga hasta adentrarse en el mar. Metal oxidado del lado mexicano e impoluto hierro gris en la cara estadounidense. Focos, cámaras y alambrada de espinos tratan de repeler, desafiantes, cualquier intento de entrada. Al caer la tarde del viernes se ve a un grupo de policías estadounidenses recorrer en quads y a pie una ladera. Se les ha debido de colar alguien, quizás sea solo un animal. Del otro lado, en México, la gente mata su tiempo en la playa ajena al espectáculo.
La primera vez que Óscar pisó EE UU tenía apenas unos meses. Su tía, que tiene el permiso de residencia, lo hizo pasar por uno de sus hijos en la garita fronteriza. Coló. Sus padres cruzaron por el cerro y durante años la familia vivió en Los Ángeles hasta que la policía detuvo al padre conduciendo borracho. La deportación marcó el inicio del camino de ida y vuelta en el que Óscar está inmerso. Duda antes de contestar por qué quiere ir a EE UU. “Aquí no se puede pasar para allí, pero si fuera de allí podría venir aquí cuando quisiera”. Algo así como ir para poder volver. Solo eso.
Hay unos 30 millones de mexicanos viviendo en EE UU, pero el año pasado la crisis económica redujo a cero el flujo entre los que regresaron y los que llegaron al país. En los últimos 40 años, unos 12 millones de mexicanos cruzaron la frontera para quedarse, la mitad de forma ilegal. La emigración ha dejado miles de familias separadas y muchos menores, animados normalmente por sus padres, solo quieren reunirse con los suyos. “Los padres ven a los coyotes como agencias de viajes y no como lo que son, depredadores en busca de dinero”, dice González. Cruzar a un menor con papeles falsos por la entrada legal puede costar hasta 4.000 dólares (3.090 euros), intentarlo por las montañas o el desierto, unos 800.
El olor del cilantro para el ceviche impregna el comedor de la casa YMCA un sábado a mediodía. Bernabé Tejada y su mujer preparan la comida. Tejada, de 51 años y un diente de oro, saca pronto la historia gringa que parecen tener todos en Tijuana, donde la vida no se entiende sin la frontera. “Yo quería ver no más que se siente. Crucé y norteaba sin meta por allí. Me tomé una soda y volví, allí no conocía a nadie”, dice provocando las risas de la mujer.
A unos metros del matrimonio, el otro comensal de este fin de semana mira absorto su Facebook. Héctor, guatemalteco de 14 años, no se ha quitado la gorra en dos días. Llegó a México con sus hermanos, de 16 y 17 años, huyendo de su país y lleva varios meses en la casa. Los tres pidieron asilo y cuando estaban en trámites Héctor se levantó una mañana y sus hermanos habían desaparecido. “Cruzaron y no me dijeron”, dice sin mover la mano del ratón. Ahora ellos están detenidos en EE UU, a la espera de ser deportados a Guatemala. Héctor mira la pantalla y dice algo muy bajito. Sonríe forzado y repite: “Que yo no sé qué voy a hacer”.
Pero está en el lado equivocado. Fracasó. Pasa los días hastiado en la casa YMCA para menores migrantes donde terminó su última aventura. “Mi primo se puso nervioso, saltamos antes de tiempo y nos agarró la migra”. Sus palabras suenan a fastidio, pero no asoma el miedo. Habla con una tranquilidad asombrosa de burlar a la patrulla fronteriza más preparada del mundo y de exponerse a todo en un camino en el que mucha gente ha perdido la vida por un solo motivo: es su rutina.
Este fue su tercer intento y ya anticipa un cuarto. Ni el frío de las noches, ni el calor del día, ni la falta de agua que le hizo beber “de charcos del suelo” le quitan las ganas. “En diciembre vuelvo y ya”, anuncia por si a alguien le quedaba alguna duda.
Ángel, 13 años, solo quería reunirse con su madre en California, pero la policía estadounidense se puso en su camino. Los servicios del Instituto Nacional de Migración (INM) llaman al centro para que alguien pase a recogerlo. La capucha le cubre la cabeza y camina con aparente desgana. “Se me cuida”, lo despide una funcionaria. El niño calla. Ya en el coche dice sus primeras palabras: “Estoy cansado, llevo muchas horas despierto, como 17”.
Al viaje de 2.300 kilómetros que lo separan de su casa en la conflictiva Ciudad Neza (Estado de México), Ángel suma el tedioso intercambio de manos desde que lo descubrieron saltando la valla. Una vez detenidos los menores pasan por cuatro entidades diferentes, dos en EE UU y dos en México, y se ven obligados a responder a cientos de preguntas. Óscar resume en una frase el periplo: “Allá me trataron bien, como criminal, pero bien”.
Para las estadísticas Ángel y Óscar son dos menores migrantes no acompañados. De cerca son dos adolescentes confundidos. Como ellos, 16.648 menores fueron deportados desde Estados Unidos a México en 2010, según los últimos datos oficiales. Niños mexicanos o centroamericanos que atraviesan solos el país o en manos de polleros o coyotes (como se denomina a las personas que cobran por pasar a gente de forma ilegal). Es difícil saber con exactitud cuántos niños llegan cada año a EE UU, pero el coordinador de las casas YMCA, Uriel González, explica que sobre unos 33.000, porque aproximadamente uno de cada tres acaba detenido. Tampoco se sabe cuántos desaparecen en el trayecto.
El ruido inunda cada una de las esquinas de la avenida principal de Tijuana. Bingos, cantinas con toros mecánicos donde se revuelcan estadounidenses a dólar la cerveza y prostitutas que atacan a los paseantes crean un microcosmos que debe de ser eso que llaman la cultura fronteriza. Por sus calles vaga gente hacia ninguna parte, y se puede reconocer a esos adolescentes que esperan a cruzar en las orillas de un río sin caudal que corta la ciudad. Tijuana para millones de personas no es más que un punto y seguido, una estación solitaria entre dos destinos. Hay algo de fracaso en perpetuarse aquí.
La doble valla se alarga hasta adentrarse en el mar. Metal oxidado del lado mexicano e impoluto hierro gris en la cara estadounidense. Focos, cámaras y alambrada de espinos tratan de repeler, desafiantes, cualquier intento de entrada. Al caer la tarde del viernes se ve a un grupo de policías estadounidenses recorrer en quads y a pie una ladera. Se les ha debido de colar alguien, quizás sea solo un animal. Del otro lado, en México, la gente mata su tiempo en la playa ajena al espectáculo.
La primera vez que Óscar pisó EE UU tenía apenas unos meses. Su tía, que tiene el permiso de residencia, lo hizo pasar por uno de sus hijos en la garita fronteriza. Coló. Sus padres cruzaron por el cerro y durante años la familia vivió en Los Ángeles hasta que la policía detuvo al padre conduciendo borracho. La deportación marcó el inicio del camino de ida y vuelta en el que Óscar está inmerso. Duda antes de contestar por qué quiere ir a EE UU. “Aquí no se puede pasar para allí, pero si fuera de allí podría venir aquí cuando quisiera”. Algo así como ir para poder volver. Solo eso.
Hay unos 30 millones de mexicanos viviendo en EE UU, pero el año pasado la crisis económica redujo a cero el flujo entre los que regresaron y los que llegaron al país. En los últimos 40 años, unos 12 millones de mexicanos cruzaron la frontera para quedarse, la mitad de forma ilegal. La emigración ha dejado miles de familias separadas y muchos menores, animados normalmente por sus padres, solo quieren reunirse con los suyos. “Los padres ven a los coyotes como agencias de viajes y no como lo que son, depredadores en busca de dinero”, dice González. Cruzar a un menor con papeles falsos por la entrada legal puede costar hasta 4.000 dólares (3.090 euros), intentarlo por las montañas o el desierto, unos 800.
El olor del cilantro para el ceviche impregna el comedor de la casa YMCA un sábado a mediodía. Bernabé Tejada y su mujer preparan la comida. Tejada, de 51 años y un diente de oro, saca pronto la historia gringa que parecen tener todos en Tijuana, donde la vida no se entiende sin la frontera. “Yo quería ver no más que se siente. Crucé y norteaba sin meta por allí. Me tomé una soda y volví, allí no conocía a nadie”, dice provocando las risas de la mujer.
A unos metros del matrimonio, el otro comensal de este fin de semana mira absorto su Facebook. Héctor, guatemalteco de 14 años, no se ha quitado la gorra en dos días. Llegó a México con sus hermanos, de 16 y 17 años, huyendo de su país y lleva varios meses en la casa. Los tres pidieron asilo y cuando estaban en trámites Héctor se levantó una mañana y sus hermanos habían desaparecido. “Cruzaron y no me dijeron”, dice sin mover la mano del ratón. Ahora ellos están detenidos en EE UU, a la espera de ser deportados a Guatemala. Héctor mira la pantalla y dice algo muy bajito. Sonríe forzado y repite: “Que yo no sé qué voy a hacer”.
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