lunes, 29 de octubre de 2012

Retrato hablado.

Retrato hablado
Sergio Ramírez
Federico en su balcón es el testamento literario de Carlos Fuentes, no sólo porque es el último de sus libros, que se publicará en breve póstumamente, sino porque la novela nos deja una lección definitiva para aprender lo que él fue como escritor, y lo que como escritor seguirá siendo en el futuro. Un retrato hablado suyo, y un retrato múltiple, porque como narrador se multiplica en todos sus personajes, infundiéndoles aliento y pensamiento, y creando entre todos ellos esa contradicción espiritual y filosófica que siempre bulló en el alma de Fuentes, una dialéctica múltiple que abre interrogantes múltiples, sin intentar respuestas aguafiestas. Es lo que siempre hizo a lo largo de su vida y de sus libros, interrogar, cuestionar, abrir la ventana, asomarse, agarrar las verdades establecidas por el rabo y hacerlas chillar.
La última obra narrativa de Fuentes es el cierre de un ciclo de novelas sobre el poder que despunta en 1958 con La región más transparente, una coral de la ciudad de México donde hablan en contrapunto los opresores y los oprimidos; alcanza una de sus cimas con La muerte de Artemio Cruz en 1963, un gran retrato del caudillo enriquecido, sorprendido por el novelista en su lecho de agonía; seguirá en 1985 con Cristóbal Nonato, el niño que comienza a ser testigo presencial de la historia de México desde que se halla en el vientre de su madre; luego Años con Laura Díaz (1999), una visión que nos será dada a través del ojo de una mujer que vive la historia, y no sólo la acompaña desde el plano subalterno de la tradicional soldadera. Todo un friso en movimiento al que no basta el pasado, ni siquiera el presente, y Fuentes echa entonces mano del futuro, como en La silla del águila, su novela de 2003, que pertenece también a este ciclo que sólo la muerte pudo cerrar con Federico en su balcón. Un ciclo, como se ve, que duró toda su vida.
Los dos narradores de esta última novela, o los dos que nos la proponen, se asoman cada a uno a su balcón, balcones vecinos de dos habitaciones vecinas del hotel Metropole, que dan a una calle de una ciudad ignota pero conocida, o reconocible, una o muchas ciudades, o una fantasmagoría de ciudad; los dos dialogan al aire libre, y mientras filosofan, porque las preguntas que se hacen tienen que ver con la vida y con la muerte, con el destino, y sobre todo con el poder, arman al mismo tiempo un escenario en el que van dando entrada a los personajes de la novela, todos estrafalarios pero paradigmáticos. Increíbles y creíbles. Y la gran representación del teatro del mundo comienza.
Federico interroga a su vecino de balcón, y su vecino lo interroga a su vez, dos desconocidos que se hablan y hablan hacia la galería y hacia la calle. Hacia la platea. Federico Nietzsche, que regresa a una edad moderna incierta con sus dudas, sus viejas interrogantes y sus viejas culpas pesimistas, interroga a Federico Nietzsche en el otro balcón. Carlos Fuentes, desde el suyo, interroga a Carlos Fuentes que se asoma al otro. Entre ambos hay colocados espejos que los reflejan a ellos y reflejan a las edades. Carlos Nietzsche y Federico Fuentes. Entre los dos crean ese teatro en el que caerán cabezas porque se trata de contar otra vez la vieja historia de la ambición humana, de la intriga por el poder, del delirio que lleva al crimen, de la bastardía de la traición, todo porque el poder significa hilos manejados detrás de las bambalinas, dominio sobre el otro. El poder, como idea, como pasión, y como ignominia.
Llega la revolución que estalla bajo los balcones gemelos, los telones se agitan, todo se repite, y el teatro es de nuevo como el de la revolución francesa. Hay tantos ecos de ella en estas páginas, que Dante, uno de los personajes malditos, puede ser de pronto Dantón, llevado al cadalso en una carreta, denostado por la multitud que antes lo había aclamado. O la revolución rusa, o la china, o la mexicana. Los conspiradores que se confabulan para derrocar al régimen que agoniza, son una fraternidad condenada al enfrentamiento, porque el fruto prohibido es siempre el poder.
Son caudillos, y sólo puede haber uno a un tiempo. Uno que manda. Caudillos idealistas, caudillos pragmáticos, caudillos conciliadores, caudillos intelectuales, que van cayendo uno tras otro ante el altar sangriento de la Verdad, o el de la Razón, como el que había erigido Robespierre. Todos están condenados de antemano. Y arribistas, calculadores, oportunistas, manipuladores. Traidores. El que disiente, se convierte sin remedio en traidor. Unos que manejan los hilos en la sombra, al mando de las armas, que son las últimas en hablar, porque es la boca del fusil la que tiene la palabra definitiva, y otros que se agazapan en espera de que las aguas vuelvan a su cauce.
Toda revolución engendra una contrarrevolución, o al menos una restauración. El poder mismo con su guadaña disolverá la fraternidad idealista que ha pensado la revolución y la ha hecho posible, porque sólo hay un instante para el ideal, el que media entre el triunfo de la idea y el primer decreto que congela esa idea. Lo demás comienza a ser tragedia, como Federico lo sabe desde siempre y Carlos lo sabe desde antes, ambos, desde sus balcones vecinos, apuntadores de los personajes que tiene cada uno marcado su destino por la deidad ciega que es el poder. La rueda de la fortuna gira, y regresará al mismo punto.
La gloria ha llegado, la gloria se ha ido. Volverán los de antes, a levantar monumentos a los de después, cambiando apenas la retórica heroica, envolviendo a los sacrificados en un sudario de palabras. Y cuando Federico y su vecino cierren las puertas de sus balcones, es porque todo volverá a empezar.

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