De veinte en veinte
Bárbara Jacobs
La del lunes no era la primera visita que hacía a un grupo de lectura, pero sí con cena incluida y esposos de por lo menos cinco de la veintena de mujeres, algunas de ellas viudas, que constituían este círculo de lectores. Se reúnen mensualmente, cada vez en casa de quien propone el libro que leerán y comentarán el día de la cita, que en la otra ocasión en que fui invitada tuvo lugar en la tarde, con merienda, en la terraza de Sonia Camargo, en las Lomas de Chapultepec.
Para un autor como yo, la experiencia equivale a recibir un premio, porque su libro es el centro de atención de lectores, salvo una excepción, ninguno propiamente especializado en letras, pero todos auténticos. Al proponer reunirse, y al reunirse, sin duda cumplen con diferentes necesidades, pero la central es leer literatura, lo que, si es insólito en sí, lo es más para autores como yo, que escribimos libros que son experimentos, lo que yo oso advertir en toda oportunidad que tengo, que un libro se termina de escribir cada vez que un lector lo lee.
Las personas que forman parte de estos círculos son gente retirada, pero siguen llenas de vitalidad o, incluso, cuya vitalidad ahora, al volverse intencional, se desata. Las mujeres suelen ser abuelas que antes de retirarse trabajaron como profesionistas (conocí a una bióloga, investigadora en la Universidad Nacional), tuvieron algún empleo, o fueron amas de casa activas en mil sentidos, pero que, al haber resuelto o tener cubierta la solución a todos esos sentidos, ahora se ocupan en quehaceres que, si pudieron haberles interesado en algún momento, sólo hoy, cuando ellas tienen tiempo que dedicarles, pueden proporcionarles lo que antes se les presentaba como postergable y secundario, es decir, el placer, que prácticamente se concentra en las bellas artes.
Entre los señores que asistieron al círculo del lunes, en casa de la cuentista Esther Tirado, entre las calles de Pitágoras y Pestalozzi, asistió un cirujano veterinario, un arquitecto, un ingeniero hidráulico, un patólogo y el dueño de una óptica y fábrica de armazones de anteojos. Dos de ellos coleccionan grabaciones de música clásica, comparaban sus miles. Todos, con algunas de las señoras, una de ellas francesa, cuyos padres emigraron a México huyendo del nazismo durante la Segunda Guerra Mundial, de tarde en tarde juegan bridge.
Pero la mayoría de las mujeres tienen ocupaciones sociales en las que, organizadas por organismos religiosos, ocupan lugares de mando. Todas, en calidad de voluntarias. Una de ellas se refirió a su trabajo como apostolado. Orientan a la gente con pocos recursos económicos a construir sus viviendas, a ubicarse en la atención de sus males. Una de ellas, acompaña a enfermos terminales en una clínica.
También se dedican a viajar y visitar museos, y son abonados en las temporadas de música, ópera, danza y teatro.
Yo quería oír más de la historia de cada uno que contestar sus preguntas alrededor de mi libro, pero sus inquietudes de lectores pensantes, sensibles, críticos y, sobre todo, muy bien dispuestos a conocer, comentar y opinar, merecían mi mejor respuesta. Les intrigaba saber si los personajes de una ficción son “reales” o “creados”, ofrecían definiciones, por ejemplo, de lo que es un ensayo literario o “la opinión del autor”. Un lector resultó ser un soñador particular, no porque anotara sus sueños de la víspera día tras día, sino porque sin excepción se referían, nos comunicó, a su pasado, y a él le gustaba recordar, a través de sus sueños, pasajes de su infancia y de su juventud.
La que me pareció más joven de las mujeres había encontrado una pasión en la costura. Uno de los señores admitía ser diestro en el dibujo de imitación.
En sus lecturas detectan la presencia (o la ausencia) de las cualidades (o los defectos) que un autor anhela (o teme) que se encuentren (o que no se encuentren) en su obra. Imaginación, originalidad, suspenso, sentido del humor. Perciben la técnica. Admiran la capacidad de un escritor para poner en palabras lo que ellos siempre quisieron decir y no supieron cómo hacerlo.
Resultó irónico que Dolores Moraila, que me puso a mí en contacto con estos grupos, sea una opositora de leer lo que nadie le sugiera o le imponga. Como ha leído todos mis libros, y nuestras familias son amigas desde hace generaciones, le perdono su posición, pero preferiría que no la hiciera pública.
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