Mama, quiero ser princesa"
Las princesas han vuelto. Hoy, miles de mujeres educadas en los setenta por madres feministas, que rompieron moldes al vestirlas con pantalones, observan cómo sus hijas pequeñas aman el rosa, las faldas abullonadas y se saben de corrido los nombres de las princesas de Disney
En el armario de Marta, cuatro años, el rosa abunda. De hecho, si de ella dependiera, iría vestida enteramente en este color. Técnicamente, podría: tiene tres pares de medias en distintos tonos de rosa, una falda, un pantalón, un vestido, dos jerseys, varias camisetas, un par de bambas y un anorak. Por no mencionar los clips, las diademas y las gomas del pelo, en las que este dulce tono es omnipresente.
Aunque la madre de Marta es la responsable de su contenido, a veces, cuando abre el armario de su hija, se maravilla de que ella, quien de niña odiaba el rosa, la haya provisto de tantas prendas de esta gama. Mientras se pregunta si no hay alguna incongruencia en ello, su mirada se posa en la hilera de disfraces que también se guardan allí. Sin duda, los favoritos son los de la Bella Durmiente, Blancanieves y Cenicienta: las tres princesas Disney más famosas. Los disfraces son heredados y las tiaras y los zapatos de tacón a conjunto (dos pares, de plástico rosa), regalos, por lo que en ese frente la madre de Marta no se siente demasiado responsable...
Sin embargo, cuando cierra el armario y recorre en panorámica las estanterías del cuarto de la niña, no tiene más remedio que admitir que su hija, por tener una madre a quien nunca le gustaron las princesas, está bastante bien surtida en este campo. Los estantes exhiben un castillo de Cenicienta fucsia, el panteón de pequeñas figuras de las ya diez princesas Disney, una Barbie Aurora y otra Ariel, un teléfono móvil de plástico (también de Cenicienta), varias varitas mágicas de hadas buenas y un surtido de cuentos (con tapas rosas y brillantes), en los que las protagonistas son ellas: las princesas.
Marta no es, ni de lejos, la única niña atraída por unos personajes que para la antropóloga Apen Ruiz podrían considerarse como “el mito romántico más poderoso y duradero que nunca ha existido”. Las princesas: bellas e inocentes doncellas cuyas historias han oído generaciones y generaciones de pequeñas, fascinadas por sus infortunios de todo tipo pero que, como describe la antropóloga, “tienen en común el ser rescatadas y salvadas por un maravilloso príncipe por el cual dejan atrás su vida para vivir feliz para siempre a su lado”. Las historias de princesas son fundamentales dentro del género de los cuentos de hadas, que dominaron los hermanos Grimm. Historias que aunque se hayan repetido hasta la saciedad, nunca pasan de moda.
“Sí, las princesas son muy muy antiguas pero, a la vez, muy actuales –afirma Mireia Trias Folch–, y en muchas de las culturas, los cuentos que protagonizan nos remiten al rito de pasaje de la niña de púber a mujer”. Para esta psicóloga barcelonesa, las narraciones de este tipo también han servido para transmitir lo que ella llama fantasías optimistas. “Los mecanismos psicológicos que ponen en marcha son los de la identificación.
El niño se identifica con uno de los personajes, sufre todo tipo de tribulaciones con el héroe o con la princesa y, finalmente, triunfa con ellos. Estos procesos suponen una esperanza de solución para los miles de anhelos e inquietudes cotidianas de los niños quienes, a menudo, no saben ni cómo llamarlos ni de donde provienen”. Así que, en opinión de Trias, estos cuentos son un buen recurso. “El problema es que el mito hoy se ha convertido en producto: creo que su sentido original y positivo se ha distorsionado, cambiándolo por un objetivo al servicio de otros intereses”.
Lo cierto es que la sociedad de consumo ha abrazado a las princesas con ganas, transformándolas en un inmenso producto que puede materializarse tanto en muñecas como en cepillos de dientes, vasos, sábanas, gafas de sol y ropa interior. Solamente la franquicia “Princesas Disney”, iniciada casi por casualidad en el 2000, cuenta con más de 25 mil productos derivados de las películas sobre Cenicienta, la Bella Durmiente, la Sirenita, Bella, Jasmine, Mulan, Pocahontas, Tiana y, más recientemente, Rapunzel. “Hoy la industria cultural no proporciona a las niñas libertad de decisión sobre sus sueños, y la cultura de princesas se vuelve homogénea y dominante”, observa Apen Ruiz.
Pero antes de que el consumismo las pervirtiera, ya había detractores del modelo princesas. Su papel, más bien pasivo (en general han de ser rescatadas por el hombre), y la importancia de su aspecto físico (siempre agraciado, por supuesto), no transmiten mensajes muy edificantes. “Quizás la de las princesas sea la primera salva que reciben las niñas en lo que va a ser una lucha de por vida sobre su imagen”, escribe Peggy Orenstein, autora del libro Cinderella ate my daughter (Cenicienta se comió a mi hija), quien se ha convertido en una experta en la princesización infantil.
Un artículo suyo sobre este fenómeno en The New York Times fue tan bien recibido que le impulsó a escribir el libro, donde trata de entender la fascinación por estos personajes y denuncia los excesos del marketing. Para Orenstein, el boom de las princesas influye en la actual hipersexualización de las niñas y en los problemas derivados de la obsesión por la imagen que afectan a tantas adolescentes.
La periodista se describe como una madre feminista: lo mismo que Ana, una barcelonesa de 40 años con dos niñas de seis y cuatro. Ella fue criada en los setenta, cuando en España una generación de mujeres abrazaba el feminismo y luchaba por la igualdad de derechos entre sexos. “De pequeña, en mi casa no habían diferencias con mis hermanos.
A mí nunca se me educó especificamente como a una niña y, aunque no era un chicazo, prefería los pantalones a las faldas, jugar a indios que a princesas y leer Mafalda antes que cuentos de hadas”. Hoy Ana observa cómo sus hijas se le parecen en muchas cosas pero, a diferencia suya, les chiflan las tiaras, el rosa y aman a Blancanieves. “A muchas de mis amigas les pasa lo mismo y, aunque creo que es una etapa –de hecho la mayor ya está saliendo un poco de ella–, a veces me pregunto de dónde viene esta tendencia, si es algo inherente en las niñas... ¡Porque de mí no lo ha aprendido!”, asegura.
¿Está, entonces, escrito en el ADN de nuestras hijas esta pasión por lo princesil? Apen Ruiz considera que sería “un error histórico y antropológico afirmar que el querer ser princesa es una manera innata de expresar la feminidad”, aunque puntualiza que cada cultura tiene y ha tenido mecanismos (como hoy el marketing) que definen los roles sexuales dominantes.
“Quizás en este momento la condición femenina asociada al papel de princesa es hegemónica”. La profesora Marta Selva Masoliver, ex presidenta de l’Institut Català de la Dona, coincide en que el de las princesas ha sido en los últimos años un tema recurrente en la preocupación de madres y padres.
“Creo que se debe a que es una de las primeras manifestaciones en las que se explicita la autonomía de las niñas frente a los deseos de sus progenitores”, argumenta, aunque añade que la cantidad de inputs que las niñas reciben a través de los medios de comunicación son asimismo clave sin olvidar la influencia “de aspectos psicológicos, de maduración y de entorno social, que facilitan la adhesión de amplios grupos de niñas a los modelos propuestos”.
Para este reportaje, Selva le preguntó a una ex princesa de ocho años (quien considera desdeñosamente que esta es una etapa pasada), qué le atraía de ellas. “Las respuestas fueron clarísimas –explica–: las princesas eran muy guapas porque todo el mundo se lo decía continuamente y gracias a ser tan guapas todo el mundo las quería… Y, además, estaba el tema del amor”.
Aunque el interés por el amor en las niñas de entre cuatro y seis años es algo normal, a Marta Selva le preocupa que con estas historias se cuele en los imaginarios de las niñas “un modelo de amor romántico y dependiente en el que la consecución del éxito social pasa porque alguien valore tu físico y tu capacidad de seducción de una manera casi exclusiva”. Selva considera que este tipo de valores “poco tiene que ver con la libertad femenina.”
¿Deberían, entonces, los padres poner en perspectiva un mito como el de las princesas? Para Marta Selva, hablarlo es importante, pero cree que el ritmo actual hace que los padres no presten demasiada atención a las influencias que reciben sus hijos, “dejando a menudo a su libre albedrío la construcción de la autoestima y desaprovechando la oportunidad de hablar sobre este y otros asuntos”.
La antropóloga Apen Ruiz cree que hay que hacerles entender a las niñas que un hombre perfecto no va solucionarles la vida. “Es importante, por ejemplo, mostrar que no es necesario dejar de lado un proyecto personal profesional para tener una familia”.
Los modelos reales de princesas, sin embargo, sirven poco para respaldar argumentos de este tipo. La fascinación del público adulto y los medios de comunicación con estas mujeres es enorme y, como sucede en los cuentos, la cualidad que de ellas se destaca más es la de la belleza.
La preparación es secundaria. Vale más un buen porte que un título universitario; una sonrisa perfecta que hablar cinco idiomas... La última adhesión al elenco de princesas, Kate Middleton, estudió en la universidad, sí, pero desde que se licenció se dedicó a esperar a que su príncipe se decidiera a pedirle en matrimonio. Los varios años de espera no los dedicó a labrarse una carrera, sino a perfeccionar un físico ya de por sí agraciado y a crear un estilo que hoy causa furor.
En el fondo, la hoy princesa Catalina ya intuía que eso iba a ser lo importante. Otras princesas mucho más formadas han de procurar no quitarle protagonismo a sus maridos y asumir que interesa más lo que llevan que lo que hacen. Algunas, como Masako de Japón, con títulos de Harvard y Cambridge, no han resistido la vida palaciega y han caído en la depresión. Otras, como Diana de Gales, se han convertido en mitos trágicos, venerados por millones de personas.
Pero, en general, las princesas viven la mar de bien. Tienen obligaciones, sí, pero sus privilegios son muchos: de no volver a hacer una cola en su vida a residir en casas en las que ni el espacio ni la hipoteca resultan un problema. Además, su situación laboral (y la de sus descendientes) está bastante asegurada. No es de extrañar, pues, que como rezaba un anuncio de una emisora de radio un día antes de la última boda real inglesa: “Las niñas todavía quieren ser princesas”.
Millones en rosa
Cuando, en el año 2000, se lanzó la línea Princesas Disney, ni los mismos ejecutivos de la empresa imaginaron su éxito fulminante. Una década después, los más de 25.000 productos inspirados en las ya diez princesas Disney han producido casi 3.000 millones de euros de beneficios, que siguen creciendo...
De hecho, una de las últimas ideas del artífice de la franquicia, Andrew P. Mooney, ha sido expandir el mercado a las mujeres adultas. Bajo el lema ‘Tu cuento de hadas te está esperando’, la marca Novias Disney (www.disneybridal.com) ofrece a las mujeres que “crecieron soñando con una boda de cuento de hadas basada en su princesa Disney favorita”, la posibilidad de casarse con un traje inspirado en uno de estos personajes. Los diseños se complementan, por supuesto, con tiaras.
Pero Disney no es la única empresa que apuesta por la boda. En torno a esta celebración, punto culminante en toda historia de princesas, existe una gran industria que tampoco pasa de moda. En el nuevo milenio muchísimas mujeres quieren sentirse princesas por un día, por lo que la demanda de trajes de novia sigue al alza. También en las ceremonias civiles: algunas firmas ya ofrecen vestidos específicos para éstas. La demanda ha crecido asimismo con los vaporosos modelos de comunión y los de puesta de largo: otros dos momentos en la vida que muchas identifican con sentirse protagonistas de un cuento de hadas.
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